miércoles, 16 de mayo de 2012

Palmera de chocolate con forma de corazón



A Isi la dejó su novio un día ventoso de abril. Se lo comunicó en la cafetería, cuando estaba ya a punto de hincarle el diente a la palmera de chocolate con forma de corazón remojada en ColaCao templado. En ese momento, Enrique se echó hacia delante y le dijo:

-        -  No puedo seguir contigo.

Así, sin más. Petrificada, un trozo de palmera cayó sobre el ColaCao salpicando su blusa de florecillas primaverales. No pudo articular ninguna palabra, él tampoco parecía capaz de dar más explicaciones.

-        -  Lo siento – concluyó antes de levantarse y dejarla destrozada, contemplando los restos de  palmera de chocolate.

Desde el otro lado del bar, Lorenzo vio la escena.  Estuvo tentado de acercarse a consolarla cuando observó que comenzaba a llorar, pero no se atrevió.

Isi entró en un estado depresivo. Recomponía minuto a minuto los últimos meses de su relación buscando en qué se había equivocado, qué podía haber hecho o dicho que hubiera provocado aquella decisión. Ninguno de sus  intentos  para que Enrique le explicara algo tuvieron éxito. Él no atendía a sus llamadas, la eliminó  de su  Facebook y empezó a colgar fotos en su muro en las que aparecía como si acabara de salir de Alcatraz. Tras tres meses de baja seguía llorando como el primer día, pero decidió solicitar el alta y compartir su llanto en la oficina. Por las tardes iba a la cafetería, pedía ColaCao y una palmera de chocolate y al final de cada taza, comenzaba a temblarle las manos que la sujetaban y no podía acabársela. Terminar esa merienda eterna y dejar de llorar se habían convertido en sus objetivos en la vida.

Cuando el ensimismamiento lo permitió, una tarde de finales de verano,  se fijó en el chico de la barra. Mientras lo observaba, él, repentinamente se giró y sus miradas se cruzaron un instante, el tiempo que, azorada, tardó ella en volver la vista hacia la ventana a través de la cual se presentía el otoño. En los días sucesivos las miradas y la duración de las mismas fueron en aumento. Una tímida sonrisa de esperanza comenzó a asomar en los labios de Isi. La complicidad se fue apoderando de ambos y otra tarde, cuando el viento volvía a desnudar  los árboles, él decidió acercarse aprovechando la cercanía del camarero.

-        -  ¿Puedo sentarme? – le preguntó con  un halo de certidumbre mal disimulado.

“Puedes amarme, incluso”, pensó ella.

-        -   Claro – dijo sonriendo.

Él cogió un par de bombones que el camarero traía gentilmente en su bandeja y se los ofreció a ella como presente para completar el rito de acercamiento. La música comenzó a sonar en su cabeza, la serotonina inundaba sus circuitos neuronales bailando el vals de la ilusión.

 - - -


Aquella noche de abril, Lorenzo no pudo dejar de pensar en la chica. Se inventó cientos de conversaciones en ninguna de las cuales conseguía consolarla:

Primer ensayo:

- No llores por él, seguramente no lo merece.

 -  ¿Y cómo sabes tú – “tú” sonaba con acritud- si lo merece o no?

        
Segundo ensayo:

 -  Seguro que encuentras a otro mejor – “por ejemplo, a mí”.
 - ¿Quién  ha pedido  tu opinión?

-             
Tercer ensayo:

-   
¿Una chocolatina? El chocolate ayuda mucho a…
-   Métete la chocolatina por …. (¡¡¡No, no, no lo digas ni en sueños, o no podré mirarte a la cara de 
nuevo!!!)


Ensayo n:

                “Voy a intentar dormir”

Durante tres largos meses ella no volvió a aparecer. A pesar del tiempo, Lorenzo permanecía fiel a la esperanza. No tenía a nadie más a quien guardarle fidelidad. De pronto un día regresó. El corazón le dio un vuelco de pre-enamorado. Un vuelquecito, quizás;  no quería entusiasmarse todavía. Pidió lo mismo de siempre, pero era otra. Su mirada estaba perdida y su rostro reflejaba el peso de su lucha interior. Él buscaba sus ojos con frecuencia, un contacto que permitiera abrir la puerta, pero para ella no parecía existir nadie fuera de sus recuerdos. Sin embargo, la cercanía alimentaba sus fantasías, y ni siquiera aquella obcecada tendencia al ensimismamiento que observaba en su amada –a estas alturas podemos ya decirlo así: su amada-  extinguía sus deseos de ser correspondido.

Una mañana de otoño, al volverse hacia la mesa, la sorprendió bajando la mirada. Esta vez las palpitaciones consiguieron ruborizarlo. Los días siguientes fueron la confirmación del cambio, ella levantaba la vista hacia la barra, probablemente para disimular, él ya mantenía la vista fija en ella, sin miedo. Su rostro había cambiado, volvía a ser aquella chica que comía palmeras de chocolate mojadas en ColaCao como si acabara de descubrir el sentido de la vida en el proceso.
Por fin se decidió a acercarse, cogió dos chocolatinas de la caja y las puso en un platillo cubierto con una servilleta. Ya en la mesa, a punto de ofrecérselas, otro cliente habitual se le adelantó. Lorenzo se  detuvo extrañado.

-          - ¿Puedo sentarme? – le escuchó decir.

La miró a ella, esperando una respuesta indignada, deseando que rechazara la petición para poder quedarse a solas con él. Pero lo que escuchó en realidad fue:

-        -  Claro – arrastrando el permiso con una sonrisa de complacencia que le atravesó el corazón.

El cliente cogió con descaro las chocolatinas y le pidió con la mirada que se alejara. Luego ella, ante su inmutabilidad, también lo miró, pero no con la mirada que imaginaba, con la que soñaba cada noche, sino con otra cruel y distante, de despedida, con otra que decía algo como: “Váyase, por favor, señor camarero, ¿no ve que interrumpe?”

Mientras se arrastraba hacia la barra con la bandeja bajo el brazo, un blues comenzó a sonar en su cabeza.




miércoles, 9 de mayo de 2012

Rescoldos del pasado




Mientras Pável esperaba a su víctima se entretuvo rascando la tapicería del salpicadero de su viejo Skoda. Recordó a su padre agujereando el sofá de sky con sus dedos huesudos, sacando trocitos de foamex, una espuma amarillenta y apulgarada que esparcía por el suelo con la misma inconsciencia con que la extraía.

Con la uña logró por fin hacer un pequeño orificio, pero se detuvo e intentó camuflarlo pasando la palma de la mano varias veces por encima. Miró el reloj. Luego miró hacia la esquina por  la que debería aparecer. Volvió a mirar el reloj. Luego otra vez hacia el mismo sitio. Finalmente, sin darse cuenta, sus dedos estaban desenterrando de nuevo el hueco del salpicadero. Esta vez no se detuvo. Abandonada la lucha por controlar su impulso, pudo dedicarse a una segunda tarea. Se tocó la barba rala. Le gustaba esa sensación de duro que da el vello hirsuto. Su padre tenía una barba suave, larga, agreste,  blanquecina. Recobró en su memoria el halo de perdedor  que aquella barba imprimía a su rostro avejentado.

Entrecerró ligeramente los ojos y dibujó una mueca aterradora –la imaginó aterradora-.  Su padre lo miraba con el ceño fruncido para reprocharle su inactividad: “Nunca llegarás a nada, Pável. Mira a tu primo Sergey, ya ha ganado una medalla al mérito en el trabajo”. “Pero a mí no me gusta…Yo no…”, protestaba él. “¡No me repliques, no me lleves la contraria!”. El recuerdo inflaba las venillas de sus  pómulos que  se esparcían por su cara como raíces del árbol del odio. “Compara esto con la medalla, viejo mamón” - se oyó decir a sí mismo mientras acariciaba la culata de su Magnum – “A ver qué da más dinero. Nikolay, maldito vejestorio, -siguió mascullando para sí mismo pavoneándose – mírame ahora:  todas las medallas están ya en los anticuarios y yo me cago en todas en ellas, en ti y en tu sobrino Sergey”

El dedo horadaba despiadadamente la tapicería, de pronto oyó un ruido y se puso alerta. Parecían  unas llaves al chocar contra el suelo. “Debe ser él”. Se bajó del coche y se metió la pistola en el bolsillo del tres cuartos. Un hombre buscaba las llaves en la acera.

-          - No te molestes – le dijo Pável con aspereza.
-          - ¿Qué..?¿Las has encontrado? – preguntó el hombre agradecido.
-          -  No, quiero decir  que no te van a hacer falta – respondió él  recreándose con crueldad en la situación.

El hombre lo miró extrañado desde el suelo, se levantó lentamente, entrecerró los ojos para poder acertar a ver las facciones de su interlocutor bajo la tenue luz de la farola.

-        - ¿Pável,… eres Pável, el hijo del camarada Nikolay? – el hombre se acercó confiado-. Me has asustado, pensé que eras uno de la mafia… ya sabes que nos la tienen jurada a los del sindicato… Vengo de la concentración…

Las mejillas recobraron de nuevo el serpenteo del odio subiendo desde las entrañas. Sacó la pistola y apuntó a la víctima que dio un paso atrás asustado.

-         - ¿Qué vas a hacer? ¿Te has vuelto loco?

Mientras quitaba el seguro se percató de la medalla que colgaba sobre el gabán del hombre, en el lado izquierdo del pecho. Se acercó hasta poder colocar el cañón de la pistola sobre la hoz y el martillo y sin mediar palabra disparó a quemarropa. El impacto tan cercano desplazó al hombre hacia atrás cerca de un metro. Pável se quedó un instante mirándolo tendido en la acera. Los músculos se contraían en unos estertores agónicos. Lo dejó apagarse en su propio dolor  mientras volvía con parsimonia al coche. Ya en su interior, giró la llave del contacto y enfiló lentamente la avenida Riga,  que se abría  una esquina más abajo de donde se encontraba. Las calles continuaban desiertas. Desde el fondo de la avenida, cerca de la plaza Pushkin se escuchaban unas voces que coreaban unas consignas. Grupos dispersos aparecían a lo  lejos portando banderas recogidas.

“¿Cuando acabarán de una vez, cuándo se enterarán de que las cosas han cambiado?”, se preguntó Pável desviándose hacia una transversal.