lunes, 23 de junio de 2014

Un hombre desahuciado




El reloj marcaba las 21:55. Se quedó delante de la puerta de cristal de doble hoja que daba paso al restaurante. Observó un instante las huellas de  dedos que la luz cenital delataba sobre el cristal. Cerró los ojos, inspiró y acercándose con cuidado empujó con el hombro una de las hojas. Nada más entrar, en la recepción, una chica le salió al paso sonriéndole amablemente.

         ¾         Tengo reserva para las diez.

La chica hizo un gesto de asentimiento,  se inclinó para coger el libro que había sobre una mesita  y lo abrió tirando de un marcapáginas con la imagen y el nombre del restaurante.

         ¾         ¿Señor… López?  ¾preguntó.
         ¾         Juan López ¾apostilló él.

La chaquetilla negra de la chica estaba impoluta. Buscó de arriba abajo en vano algún cabello que delatara dejadez.

         ¾         ¿Me acompaña, por favor?

A pesar de ser un día laborable, la sala estaba más llena de lo que esperaba, aunque la mayoría parecían comidas de negocios o de amigos, excepto una pareja, en un rincón, aislados de lo que les rodeaba. La chica lo condujo hasta una mesa en uno de los rincones, justo enfrente de la de la pareja, aunque a una distancia que consideró adecuada.

Buscó la salida con la mirada.  Entre su mesa y la puerta apenas había seis o siete metros. Sin embargo, en medio se encontraba una mesa redonda con varios comensales que podría ser un obstáculo considerable en caso de necesidad. Miró alrededor pero no encontró ninguna otra puerta de emergencia. La presencia del camarero cortó el  hilo de su pensamiento.

         ¾         Le dejo la carta, señor, ¿qué desea beber?
         ¾         Agua  ¾dijo sin dudarlo ¾embotellada, claro.
         ¾         Por supuesto.

Los ojos del camarero le parecieron algo vidriosos. Prefirió no pensar en las causas. Recordó las pautas y se metió de lleno en la carta. Al instante el camarero le trajo la botella de agua. Le mostró la etiqueta y antes de dar el visto bueno se acercó y miró la fecha de caducidad. Luego le  hizo una señal y el camarero vertió una parte del contenido en uno de los vasos y sólo en ese instante cayó en la cuenta de que no lo había supervisado previamente. El camarero fue a retirar el resto de los vasos pero él extendió el brazo deteniéndolo. Esperó a que se fuera y se inclinó mirando la copa sin atreverse a tocarla. No apreció ningún residuo de suciedad, no obstante, no se atrevió a cogerlo. Miró el vaso del vino y no encontró tampoco señal alguna, así que cogió la botella y lo llenó.

  
Volvió a concentrarse en la carta. Sacó un lápiz diminuto del bolsillo del pantalón y empezó a hacer pequeñas marcas. Primero descartó todo aquellos platos que incluían la palabra “salsa”. Con el dedo fue repasando ahora el resto de los platos, tanto entrantes, como primeros y segundos. La carta era demasiado extensa, así que la tarea se le antojó  inviable. Levantó la vista y vio que la pareja charlaba animadamente. En el centro de la mesa tenían dos platos, una ensalada recargada y otro que le pareció un bloque de foie sobre una línea de salsa. Buscó en la carta hasta encontrar “Foie al oporto con mermelada de  nísperos”, le hizo una pequeña señal a la derecha, pero sintió que no era suficiente y la tachó con una raya. Observó el resultado un instante y enseguida se entregó a ocultar con decisión la palabra “Oporto”. No había más platos con foie. El hígado es de lo más peligroso, recordó. Volvió a mirar a la pareja. Ella se dedicaba a untar pequeñas tostaditas y luego se las entregaba a él, que la miraba embelesado  con una incomprensible falta de conciencia sobre las consecuencias de sus actos. Giró la vista con desagrado y se encontró con la mirada expectante del camarero. Se sintió incómodo. En la carta quedaban aún muchos platos. No estaba seguro de que estuviera siguiendo los pasos adecuadamente. Intentó calmarse, cerró los ojos y se concentró en otro plan. Plancha. Algo a la plancha. La palabra “plancha” no aparecía en ninguna parte, pero seguro que no tendrían ningún inconveniente. Avisó al camarero decidido.

         ¾         Una pechuga de pollo a la plancha, bueno no…¾rectificó ¾ ¿el pollo es de corral?
         ¾         Me temo que no tenemos ese plato, señor  ¾se disculpó el camarero al que ahora encontró cierto tono macilento en el globo ocular.
         ¾         ¿Y de pavo, aunque sea de granja? ¾preguntó algo contrariado.
         ¾         Lo siento ¾negó con la cabeza.
         ¾         Un pescado, quizás  ¾observó de nuevo la negativa muda del camarero ¾. Bueno mire, pregunte qué es lo que pueden ponerme a la plancha, ¿de acuerdo?

Observó con detenimiento al camarero alejarse. No le gustaron sus andares, le pareció advertir cierto zigzagueo típico de estados etílicos incipientes.

En la mesa redonda todos los  comensales reían algún comentario. Aguzó el oído pero no logró reconstruir nada concreto. Al igual que la pareja, todos picaban de platos del centro. Uno de ellos, el que menos se reía no paraba de hurgar con su tenedor entre los mezclum de hierbajos. La salsa resbalaba por entre los dientes del tenedor. Los demás permanecían ajenos, risueños como unos niños que se arrastran inconscientes por el suelo de la plaza del pueblo. Notó una combinación entre repulsión y miedo. La carta permanecía aún entre sus manos, casi todo estaba tachado. Aquella prueba estaba siendo aún peor que las anteriores. De nada le servía recordar las explicaciones, ni el modus operandi, ni la descripción pormenorizada de las pautas. Los cristales tintados  de la ventana no dejaban ver el exterior. Se sintió encerrado. Todos a su alrededor parecían divertirse en aquel antro paraíso de las bacteria, mientras él sufría terribles molestias premonitorias en todo el cuerpo.

Estaba a punto de levantarse cuando apareció el camarero. Observó ahora las venillas que surcaban su rostro anunciando su condición de embriaguez y contaminando todo lo que tocaba. ¿Será portador de salmonelosis?, se preguntó. Miró con desdén la ropa ancha que llevaba, quizás una o dos tallas más grandes de la suya, probablemente para ocultar la hinchazón abdominal típica de los cirróticos. El hombre le hablaba pero él sólo pensaba en alejarse del vendaval de sialorrea llena de incurables procesos infecciosos que se le venían encima cada vez que le dirigía la palabra. Bajó la mirada hacia la carta y se limitó a decir: “De acuerdo”, sin saber muy bien qué estaba aceptando.

  
         ¾         ¿Poco hecho? ¾preguntó finalmente el  camarero.
         ¾         ¿Cómo? No, no,.. bastante hecho. Adviértalo en cocina. Muy hecho ¾subrayó.
         ¾          Por supuesto,  señor.

Se sentía mal. Contaminado. Buscó con la mirada los aseos, pero no los encontró. Al menos era un alivio saber que no los tenían de cara a la sala. Hizo una señal a un camarero ataviado con una chaquetilla roja. Una vez cerca le preguntó por los servicios y el hombre, en lugar de contestarle, lo acompañó a través de un pasillo hasta los mismos.

En la puerta había un azulejo decorado con un escueto: “Caballeros”. Estaba cerrado. Para abrirlo tenía que coger la manilla e impulsarla hacia abajo. La analizó un instante. Era negra, llena de ribetes innecesarios. ¿Cuándo fue la última vez que se limpió?. Buscó algo a su alrededor con lo que asirla, pero no encontró nada. Se giró sintiéndose observado, pero nadie estaba pendiente de él. Decidió volver de nuevo a la sala. Aquello era superior a su capacidad actual de afrontamiento. ¿Por qué era él el raro? ¿Acaso no está documentado todo lo que afirma? Ese camarero que lleva ahora mismo el plato a mi mesa, respirando sobre él, ¿no está contaminando la comida? ¿Es un riesgo desdeñable?

Aceleró el paso hacia la mesa, quería avisarle de que se lo llevara, que pagaría, pero no iba a comérselo, quizás pondría una excusa,.. No, no podía volver a fallar.

         ¾         Su plato, señor ¾advirtió el camarero al verlo pasar junto a él ¾,le traigo una salsa especial de la casa aparte, naturalmente, por si le apetece.

Se contuvo. Ahí tenía la prueba definitiva. Se sentó y esperó a que le pusiera el plato y la salsa delante. Un trozo de carne, sin nada más alrededor, y una salsera ¡con la cuchara de servir dentro! Un plato blanco, ovalado, liso. La carne en el centro, probablemente llena de bacterias del cirrótico. La salsa especial de la casa le produciría un ateroma ipso facto. La cuchara de servir, ¿estaría limpia? Ahora es imposible saberlo. La voz de su terapeuta resonó con fuerza en su cabeza: “Exposición”. Después vio su  imagen, reclinándose hacia atrás en su sillón desgastado, con un aire de suficiencia,   “como si acabara de traspasarme el secreto de la tarta de manzana de su abuela”,  pensó.


En un alarde de valentía, cogió el cuchillo y el tenedor sin analizarlos, cerró los ojos y comenzó a cortar la carne. Al llevársela a la boca sintió que estaba avanzando, por primera vez confió en que aquello merecería la pena. Notó la fuerza suficiente como dar un paso más. Abrió uno de los ojos, lo suficiente para localizar la amenazante salsera y con mano temblorosa, dirigió el tenedor con el trozo de carne hasta la misma y la introdujo. Notó los redobles de aviso del corazón estallándole en las sienes.  Cerró los ojos de nuevo y se acercó lentamente el bocado a los  labios. “Todo es irracional, nada es verdad, es sólo un temor”, recuerda. El trozo no llega, no pudo evitar abrir los ojos y ver, horrorizado, que tenía  salsa extendida por ambas piernas del pantalón, incluso algunas gotas en la camisa. Levantó la vista y se encontró con los ojos henchidos del camarero. Se giró y ahora todos aquellos risueños inconscientes de la mesa redonda estaban igualmente pendientes de él, incluso la pareja, desaparecidos  en su amorosa isla, habían detenido sus devaneos y lo observaban extrañados. Bajó la mirada y pudo ver y sentir cómo la salsa iba traspasando la tela, esparciéndose sobre la piel, infectándolo sin remedio en un medio y a una temperatura paradisíaca para la flora bacteriana salvaje. Abatido,  temblando, se levantó, sacó la cartera y le alargó al camarero la tarjeta de crédito. Éste, al ver su cara,  no se atrevió  a pedirle el carnet y se limitó a salir de la sala con la tarjeta, dejándolo  allí en medio, con la mirada de todos clavadas en él, un  hombre desahuciado.

martes, 17 de junio de 2014

Vidas cerradas




A la primera novia que tuve no le gustaba el cine. Me enteré tarde. Al principio me lo pasaba genial comiendo pipas en un banco del parque y hablando del maravilloso futuro que nos esperaba. Compartía todas las ilusiones y todas las ilusiones parecían ser susceptibles de ser compartidas, hasta que empecé a hablarle de mi pasión por el cine. Para mi asombro, ella me dijo que no le gustaba, que le parecía una pérdida de tiempo. Nos callamos y  me pareció que con cada crujir de las cáscaras de pipa algo en mi interior se rompía también. Por aquel entonces yo pensaba que la afición por el regaliz y por el cine eran universales. Hacía apenas un par de meses acababa de firmar un contrato a tres partes con Paula y Cupido y en ese momento imaginé  que todo lo demás empujaría en la dirección adecuada y acabaría compensando  no poder llorar juntos en navidades viendo a un ángel desgranándole a James Steward los motivos para vivir.

Pero la cosa se fue complicando. Un día le dije que iba a ver la última de Woody Allen y ella,  aún sumida en el limbo de los girasoles me dijo: “¿Cómo vas a ir al cine solo?”. O lo que es lo mismo: ya es duro ir acompañado; ir solo está justificado para guarecerse de una inesperada tormenta y poco más. En aquella ocasión, los latidos de mi corazón aún ganaron la batalla a “Bananas”, pero ya supe que aquello no duraría.

Unos años después, ya sin pareja, mientras tomábamos unas cervezas en un bar, una amiga me confesó que estaba enamorándose de alguien, pero tenía dudas sobre si debía o no iniciar la relación. “Asegúrate de que le gusta el cine”, le dije, y entonces a ella se le ocurrió elaborar una serie de filtros que pudieran garantizarle que no se equivocaba. Nos atrincheramos en una mesa y descargamos el servilletero escribiendo  todo tipo de  sine qua non. Cada uno hizo su propia relación y luego hicimos una puesta en común. Apenas llevábamos un rato leyéndolos por turnos cuando nos dimos cuenta de que ambos habíamos puesto prácticamente lo mismo. Nos quedamos mirándonos con sorpresa, como si acabáramos de descubrirnos el uno al otro y ya no fuimos capaces de seguir hablando del tema.

Ella inició su relación y dejamos de vernos con la frecuencia habitual. Un día me llamó llorando y nos volvimos a encontrar en el mismo bar, allí me expuso su teoría sobre las vidas cerradas. "No puedo mantener una relación que se base en una vida cerrada", me dijo. "Y qué es eso de "una vida cerrada?", le pregunté yo. "Una vida cerrada es darte cuenta de que no hay más que lo que ves, que nunca va a haberlo. Podrás aprender a cocinar la pechuga de pollo de cien maneras distintas, pero va a seguir siendo pechuga de pollo, ¿me entiendes?"

-      Le dije que sí, aunque no estaba muy seguro de que la hubiera comprendido.  A mí las enigmáticas siempre me han puesto y sentí cierta excitación mental al comprobar que mi amiga no sólo cruzaba con nota todos mis filtros, sino que además era profundamente incomprensible. Me levanté del asiento, me acerqué  y la besé. Ella me abrazó y yo busqué sin encontrarlo un fotograma que me diera una pista sobre el significado de aquel abrazo.

En la siguiente escena no estamos haciendo el amor apasionadamente  sobre la  mesa enharinada de una cocina. La realidad fue mucho más prosaica. Ella volvió con aquel chico a su vida cerrada y yo a sumirme en el desconcierto. Posiblemente una “vida cerrada”, fuera  al menos una vida, pero me pareció triste.


Me resultó difícil dejar de pensar en ella, le daba vueltas a por qué aquel tipo sí y yo no, a en qué había fallado,.. todo en mi mente parecía  un problema,  un laberinto indescifrable. Mi abuelo decía que de las crisálidas y de los problemas siempre salen mariposas y si  no salían mariposas es porque aún no había llegado su hora. Y efectivamente, el tiempo se encargó de liberarme. Aprendí, al menos, que no estaba dispuesto a permitir que me alejaran del mar, ni a compartir mi vida con alguien que no amara el cine ni comer regaliz o que no fuera capaz de darme diez razones por las que le gustaría estar conmigo, y comprendí también, que todo ello significaba, probablemente, lo que mi amiga llamó “una vida cerrada”.