viernes, 18 de julio de 2014

Matar un sueño

Aturdido aún por el viaje, me quedé un rato de pie, apoyado sobre una columna. Al fondo, no muy lejos, un grupo de personas estaba arremolinada en  forma de círculo. La ropa con la que iban vestidos reflejaba que no pertenecían  a  la misma época o que se estaba celebrando el carnaval de los muertos. Me fijé en mi traje. No habían elegido el mejor, desde luego, sobre todo teniendo en cuenta que probablemente aquí no haya fondo de armario. Me sentía cansado y  dudé entre dejarme caer y tumbarme sin más o indagar qué hacían aquellos tipos allí. Nadie me había explicado si había algún protocolo para los recién llegados, pero acababa de constatar que no. Me dejé caer durante un instante y cerré los ojos para repasar algún episodio agradable de mi vida, pero nada acudía a mi mente, era como si se me hubiera quedado en blanco, así que me incorporé y decidí dirigirme hacia el grupo,  que continuaban absortos con algo que había en el suelo. Cuando llegué a su altura los saludé. Ellos se giraron hacia mí y algunos me devolvieron el saludo; otros simplemente repasaron mi indumentaria de arriba abajo.  Me hice paso entre ellos para asomarme, preso ya de la curiosidad. En el suelo había una mujer que se cubría la cara con las manos. Me agaché a su altura,  su silueta me resultaba familiar, acerqué una mano a su brazo y al tocarla noté calor y eso me produjo una sensación extraña. Se descubrió la cara y al verla me quedé sin palabras, sorprendido.

         ¾         ¡David!  ¾gritó.

Era ella. La abracé temblando de emoción. A mi espalda escuché un cuchicheo y una voz sobresalir sobre las demás: “Hay que deshacerse de ella”.
Ambos miramos a la mujer que acababa de hablar. Tenía la cara maquillada de tal forma que parecía una muñeca de porcelana llena de arrugas. La pintura ocultaba la rugosidad  tanto como cualquier vestigio de vida, aunque, pensé, no creo que parecer vivo fuera importante en este sitio. Nos levantamos y empezamos a andar sin saber bien hacia donde. A nuestro alrededor solo había columnas. Por fin decidimos detenernos a la altura de una cualquiera. Los demás se quedaron hablando entre ellos.

         ¾         ¿Qué haces aquí… pareces…?
         ¾         ¿Viva? ¾completó ella.
         ¾         ¿Estás viva? ¾ pregunté incrédulo¾. Imaginé que aquí solo me encontraría  a mis abuelos, a mis padres, a mi prima Rosa,… ya sabes.

Estrella  miró alrededor.

         ¾         La verdad es que esto tiene una pinta horrible ¾dijo sonriendo¾. Menos mal que es  un sueño. Pero no me pellizques todavía, por favor.

Me abrazó. Noté su cabeza sobre mi pecho. En otros momentos, no hace mucho, apenas unos días, ella me rodeaba también con los brazos y escuchaba en silencio los latidos de mi corazón, esperando una respuesta. Yo  ya sabía que mi muerte sería inminente. ¿Qué podría decirle?

         ¾         Quiero que sepas ¾me dijo sin soltarme ni mirarme a la cara¾, que no me iré de este sueño hasta que no me digas lo que quiero oír.
         ¾         ¿De qué te valdría ahora? ¾le pregunté en voz baja.
         ¾         Ahora más que nunca ¾respondió convencida.

Cerré los ojos y me concentré en la agradable sensación de calor que desprendía. Los abrí y  miré lo que nos rodeaba; todo era frío y silencioso. Quizás, pensé, fuera de ella todo fue siempre frío y silencioso, pero lo vi tarde.

         ¾         Creo que he corrido demasiado ¾reflexioné en voz alta, ella no dijo nada-, tanto que he llegado a mi muerte antes de lo esperado. Y no estoy seguro de que hubiera estado corriendo en la dirección adecuada.

Seguía aferrada a mi cintura con los ojos cerrados, quizás inmersa en su sueño. Entonces yo también la abracé con fuerza, luego la aparté ligeramente y nos miramos. Me entraron ganas de besarla. Vi un destello de ilusión en sus ojos y cuando estaba a punto de unir nuestros labios, desapareció. Un gran sentimiento de tristeza  se apoderó de mí. Algunas de las personas que formaban el grupo me miraban fijamente desde la distancia. Noté un silencio hostil rodeándome.
Vagué con la certeza de estar siempre en el mismo sitio, una especie de desierto sin fin en el que las palmeras habían sido sustituidas por columnas, unas columnas de color ocre, lisas, que se perdían en un cielo anaranjado, como si estuviera siempre a punto de amanecer. Cada vez que veía a gente la rehuía. No me sentía con ánimo para preguntar y mucho menos para escuchar las respuestas.
Empecé a pensar que  Estrella no volvería, pero después de cierto tiempo, un tiempo indeterminado, la vieja de porcelana se acercó a mí y me avisó de que ella estaba otra vez allí.

         ¾         ¿Dónde? ¾le pregunté sobresaltado.
         ¾         Ahí ¾señaló, y la vi tumbada boca arriba cerca de otro grupo de personas.

Salí corriendo en su dirección, temiendo lo peor, o quizás, pensé egoístamente, ¿sería su muerte lo peor? Me arrodillé y cogí su brazo. Noté con alivio el calor de la vida. La misma mujer se me acercó por detrás y me advirtió: “Esto no puede seguir así”.
Les grité que se marcharan y se fueron poco a poco, hablando entre ellos.
Me centré en Estrella. Le acaricié la frente y le mecí el pelo, un pelo castaño, con brillo. Me agaché a olerlo y su olor me transportó en el tiempo hasta apoderarse de mí una terrible melancolía.

         ¾         Hola David, ¿cuántas veces voy a tener que soñarte para que repares lo que dejaste inacabado?

Su voz sonó dulce. Esta vez no esperé, me agaché y la besé. Ella también me besó. Sus labios desprendían una luz que nunca supe ver.

         ¾         Hasta que me asegures que seguiré formando parte de tus sueños ¾respondí.
         ¾         Siempre ¾dijo ella y se acercó y volvió a besarme.

Me consoló escucharla. Se me antojó que la eternidad sería  terrible sin ese  “siempre”.

         ¾         No quiero perderte ¾me dijo al oído.

Antes de que me diera tiempo a tranquilizarla desapareció. Miré hacia atrás asustado. El grupo permanecía a cierta distancia, como siempre, como una sombra de la que no puedes desprenderte.  Me quedé allí, sentado, pensando en ella, tomando conciencia de la distancia, de la imposibilidad de unir nuestros mundos. Maduré la idea de no darle esperanzas si volvía a verla, de despertarla, de alguna forma, de su sueño. Supe que era necesario, pero también supe que no podría hacerlo.

La escena se repetía cada vez con más asiduidad. Y yo sentía que sólo ella daba sentido a todo, fuese lo que fuese ese “todo”. Era como  un círculo que se iba expandiendo, creciendo en intensidad, sin que pudiera controlarlo. Mientras, el coro de muertos  me oprimía con su mera presencia. Temía que acabaran con ella, de alguna manera, no sé bien cómo, ¿podrían introducirse en su sueño?

         ¾         Quiero que me lo digas, tantas veces como haga falta hasta que me lo crea. Necesito escucharlo y saber que es verdad.

Y yo se lo decía, repetía al pie de la letra todas sus peticiones, creyendo y al mismo tiempo temiendo, que eso significara el fin.  Pero todo seguía igual, volvía a aparecer de improviso, y no saber el momento exacto me  hizo estar siempre pendiente, y eso mismo noté que le ocurría a los otros, y así fue creciendo en mi interior un terrible desasosiego.

Cada vez que abría los ojos los veía a ellos, ya prácticamente encima de mí, repitiéndome incesantemente: “Tienes que deshacerte de ella”, “No puedes seguir así”,… Y yo me fui embriagando de ese pensamiento hipnótico que me atormentaba. Hasta que comprendí que la única forma de empezar, era acabar, acabar con ella. Y entonces me sorprendí a mí mismo diciéndoles: “Tengo que matarla; tiene que dejar de soñar conmigo”. Los demás se miraron entre sí durante un instante y luego la vieja se me acercó: “No lo entiendes, ¿verdad? Eres tú el que la sueña. Eso no lo podemos permitir: morir es no soñar”






sábado, 12 de julio de 2014

Zoira



Carmelo

Carmelo dejó los estudios pronto y descubrió en la fontanería una fuente segura de ingresos y en Ana a la mujer que completaría su vida. Cerrado el círculo, pudo entregarse al sofá, a las películas de acción y  a las barbacoas familiares sin volver a tener que discurrir sobre el sentido de las cosas nunca más.

Asesinar a  Martín fue su forma lógica de devolver el orden natural a su mundo. Lo de Ana, sin embargo, tuvo más que ver con su primitiva incontinencia emocional.

Ana, la hija de Conso, la solterita

Desde que era una adolescente, la madre de Ana, a la sazón maestra del pueblo, le repetía con cierta frecuencia: “Lo que no encuentres en un libro, difícilmente lo vas a encontrar en un hombre”. Años más tarde, se decidió, por fin,  a preguntarle a su madre por el significado de aquel enigma. “No sé hija -le respondió con indolencia-,  yo ya estoy cansada de leer”, y en esa encrucijada apareció Carmelo y le pidió que saliera con él,  y ella, aturdida aún, huyendo de su destino, dijo que sí, luego, de pronto, un día, abrió los ojos y lo vio sentado en el sofá pidiéndole café mientras veía “Rocky IV” y no se reconoció a sí misma.

Martín, el de tía Elena

Martín nació desorientado, en el seno de una familia de orden, en la que destacaba su abuela, conocida en el pueblo como “tía Elena”, una irredenta anarquista que le dio de mamar rebeldía frente a las injusticias  y ron caribeño para la tos.

En esa disyuntiva  familiar entre lo establecido y  la contestación frente a lo establecido, Martín se decantó pronto por la revolución y en consecuencia, por el romanticismo,  y en cuanto pudo asaltó por enamoramiento el corazón de invierno de Ana, la de Conso.

Tía Elena

Elena fue la primera mujer del pueblo en dejar a su marido, un rudo campesino que la golpeaba cada noche con saña antes de violarla.

Una noche cogió a sus tres hijos y un atillo con  pan duro y tocino y se escapó a casa de su prima Engracia, en Rueda del Blasco. Allí conoció a Manuel,  que la conquistó para la causa libertaria.

Treinta años más tarde, ya muerta la bestia, regresó al pueblo con sus hijos, que se instalaron y tuvieron descendencia, entre los que siempre destacó Martín, un niño débil con cierta tendencia a la melancolía y la tos. Ella le habló del amor, de la justicia, de la libertad y de Bakunin.

Rafael “medialengua”

Cuando era un adolescente, su madre mandaba a Rafael a buscar a su padre al bar. Un día se quedó allí, junto a él, compartiendo cervezas con las que el rotacismo parecía desvanecerse, y ya no volvió a salir del antro.

 Carmelo compartió borrachera con él el día de autos, hasta que acabó contándole lo de los cuernos, él no dudó en aconsejarle:  “Mátalo”, ¿Y a ella?”, le preguntó fuera de sí el fontanero, “A ella no, ¿con quién te ibas a acostar luego?”

 Paco, el “nene”

Paco, el “nene”, llevaba de Alcalde desde que se instauró la  democracia en el pueblo. Antes de eso, su padre, un falangista de pro,  había regentado la alcaldía durante los dos decenios  anteriores. Fue un niño extremadamente feo y poco a poco, con la necesaria ayuda familiar,  la fealdad le fue traspasando la piel por ósmosis. En el entierro de Martín disipó cualquier duda sobre la posición del Ayuntamiento respecto a tan doloroso acontecimiento: “Los anarquistas siempre han tenido tendencia al suicidio”

Pepa, la enfermera

Pepa, como otros jóvenes de Zoira, soñó con estudiar algo que la alejara definitivamente de  aquel pueblo anclado en sí mismo  y encontró en la enfermería la solución, pero su madre le pidió a su primo Paco, el “nene” que intercediera por ella, y éste medió con una diputada provincial para que pudieran habilitarle la plaza en el dispensario del pueblo.

El día que Carmelo se presentó con Ana, que traía la cara ensangrentada y llena de magulladuras, ella se quedó mirándolos a ambos y cuando se repuso adujo que el médico se había marchado ya, que le haría una cura de emergencia, pero que debería dar parte a las autoridades y que…Pero entonces Carmelo la cogió de la muñeca con fuerza, y le recordó a su madre, cuando la asió por ambas y le dijo con dureza: “Te quedas aquí;  yo ya estoy mayor”. Igual que entonces, Pepa bajó la vista y asintió.

Gonzalo el de los canastos

Gonzalo tenía los dedos alicatados después de tantos años  manejando la caña. Sentado en la puerta de su casa, frente al Pozo de Arriba, trenzó  todos los canastos del pueblo y los encargos de pueblos cercanos. A él le dirigieron la última mirada muchos de los que decidieron acabar con su vida despeñándose por el pozo. Alguno incluso se acercó a pedirle una herramienta para quitar el candado de la chapa que lo clausuraba.

No le dio una pena especial cuando  vio bajarse del coche al fontanero y forzar el candado con un hierro, pero luego abrió el maletero y sacó un cuerpo inerte y con dificultad lo arrojó por el pozo. Antes de montarse de nuevo, miró a Gonzalo y éste le sostuvo la mirada,  hasta que ambos levantaron la mano en señal de saludo.