domingo, 19 de octubre de 2014

El amor y las aceitunas



Siempre he estado enamorado de Raquel, mi prima Raquel. De la que llegaba cada verano con sus padres  y de la que sigo visitando en mi mente cada día.

Ninguno de mis intentos de relación superó  la prueba de su recuerdo.
  
En aquellas tardes sofocantes, el pueblo hacía una pausa tras la comida y  mientras nuestra familia dormía la siesta, Raquel aparecía  en mi habitación. Tendido sobre la cama, yo intentaba concentrarme inútilmente en las aventuras de Spiderman, esperando inquieto y mirando con el rabillo del ojo la puerta entreabierta. Como cada día, presa del aburrimiento, ella llegaba, se sentaba al borde de mi cama y empezaba a divagar.

- ¿Sabes qué es la madurez, Pedro?
- Mmmm,… ¿cómo la de las aceitunas?

Mi padre me decía que “ni con las mujeres ni con las aceitunas había que arriesgarse”.  Por eso sólo teníamos olivos de la variedad picual, unos olivos muy productivos y resistentes a las inclemencias, que  habían mostrado durante generaciones lo bien adaptados que estaban  a nuestra tierra.  Cogía una aceituna entre sus dedos pulgar e índice, la olía, la apretaba suavemente y con esos simples gestos era capaz de determinar su grado de madurez. 


- No. La de las personas – me dijo Raquel mirándome fijamente.
- De esa no sé mucho – confesé ruborizado.
- La madurez consiste en saber otras fechas de cumpleaños que no sean la tuya propia. ¿Cuántas fechas de cumpleaños conoces, Pedro?
- Pues…. –intenté recordar azorado- creo que… ninguna más.
- Ves, todavía no eres lo suficientemente maduro.

Durante la mañana siguiente, recabé fechas, todas las fechas de cumpleaños de mis amigos y amigas, que al igual que yo habitaban a la sombra de los olivos. Ilusionado, esperé con ansia a que la puerta se volviera a abrir.


- Sé doce – le dije nada más verla entrar.
- ¿Fechas de cumpleaños?
- Sí – respondí satisfecho.
- Me alegro, pero lo importante es que seas capaz de recordarlas el año que viene.


Me quedé boquiabierto.  Al fondo se escuchó  un portazo. Ella se giró hacia el sonido sin sobresaltarse.

- Este pueblo es asfixiante; ni siquiera el viento es capaz de llevarse esta angustia –se limitó a decir no sé bien a quién.

Abrí el cómic. Spiderman estaba intentando zafarse de los tentáculos de Octopus, pero no pude concentrarme en el proceso de liberación. Miré por la ventana. Mi casa daba al campo. A lo lejos, el viento agitaba pequeños matorrales, pero la hilera de olivos permanecía inmutable.

-       En la ciudad serías otro –dijo ella de pronto, sin mirarme.
-       ¿Otro? – repetí.
-       Sí, otro… diferente, no mejor, ni peor –se apresuró a aclarar -; otro.

Era yo, inmaduro, no otro, pero en algún lugar desconocido podría ser algún otro, quizás  un “otro” como el que ella buscaba. Me quedé profundamente triste y ella lo notó. Se me acercó  y me besó en la mejilla. 
-       Déjame un sitio – me dijo tumbándose junto a mí.

Contuve la respiración. Ambos nos quedamos mirando el inútil giro de las aspas del ventilador del techo. Noté su cuerpo junto al mío, tan cerca y tan lejos, mientras en mi estómago, la melancolía anticipaba el final del verano.

Salía con mis amigos al campo a primera hora de la mañana, intentando alejarme de mis propios pensamientos. Mientras cogíamos moras silvestres cerca de un  riachuelo  observé que entre los matorrales bajos no había signos ya de nidos.

- ¿Ya se han ido los mosquiteros? –pregunté.
- Ya hace unos días que no los escucho cantar, pero vamos, quedan muchos gorriones; estos se quedan todo el año – contestó Lorenzo.

Volví a casa apesadumbrado. El espacio entre el otoño y comienzos del verano se me  antojaba insoportable. Perdí el apetito  y caí finalmente enfermo. Eso me libró, al menos, del terrible ritual de la despedida, mirando desde la puerta, junto a mis padres, como se alejaba el coche.

Las calles del pueblo se volvieron más pequeñas y estrechas, las conversaciones repetitivas y absurdas y lo cotidiano una losa insoportable. Empecé a coquetear  con todas las  chicas que pude,  buscando  algo que paliara aquella desazón, algo que me permitiera olvidarla o bien encontrar en ellas lo que intuí que hallaría en Raquel.

Un día, ya mayor, contra la opinión de mi padre, tomé la decisión de ir al norte, a buscar otras variedades de aceitunas. Después de varias semanas volví a casa. Nada más llegar me acerqué a él, que estaba  sentado junto al fuego de  la chimenea.

- Hola, hijo – me saludó en un tono apagado.

No le devolví el saludo, me limité a mostrarle una aceituna en la palma de la mano.

- Mira, papá. Se llama arbequina. Es otra aceituna, pequeña, diferente. Pronto todos querrán sembrarla, pero nosotros vamos a ser los primeros.

Me miró apesadumbrado, sin decir nada, instalado  ya en la certeza de que el pasado acababa conmigo. Él había sido fiel a su padre, y su padre a su abuelo, igual que todos los olivos centenarios habían seguido proveyendo de frutos y de futuro a nuestra familia.

Hacía ya varios años que mi prima no venía al pueblo con su familia. Cuando sus padres hablaban de ella, temía escucharles decir que compartía su vida con otra persona, pero ellos se limitaban a quejarse de la rebeldía y el distanciamiento de su hija, hasta que finalmente se  había emancipado. Por mi parte, me negaba a formalizar más cualquiera de aquellas relaciones esporádicas y cerrar así mi alma  de adolescente perpetuo.

El último verano, antes de que los padres se marcharan, les pregunté por su nueva dirección. Me la anotaron en un papel y me pidieron que  cuando la viera le recordara que cumpliera su promesa de visitarlos más a menudo.

Abrí el armario, elegí la mejor ropa y estuve acicalándome toda la mañana ante el espejo. Sólo me veía interiormente. Ni el perfume, ni el mentón enrojecido por el afeitado, ni el pelo perfectamente desaliñado, ni los ojos grandes y verdes  conseguían evitar que viera mi trémulo interior palpitando de miedo.


Emprendí el viaje junto a aquel viejo compañero alado que habitaba en mi estómago. Raquel vivía en un barrio de corte colonial. Unas casas separadas por un pequeño jardín sin verjas. Miré el  número en el papel que me habían entregado sus padres y luego el de la casa. Atravesé la marquesina y acerqué el dedo al timbre. Justo en ese momento, de forma instintiva,  metí la otra mano en el bolsillo del pantalón. Mis dedos tropezaron con algo pequeño. Lo cogí.  Miré  la aceituna  que tenía en la palma de la mano, la misma que había mostrado a mi padre semanas antes, una aceituna variedad arbequina,  algo más arrugada ahora, por la pérdida de humedad  y  el paso del tiempo. La apreté con fuerza y sin pensarlo pulsé el timbre.