domingo, 8 de febrero de 2015

LLUVIA DE MAYO




Cierro los ojos y me concentro en sentir los pies dentro de las zapatillas. Probablemente tendría que haberme puesto unos calcetines de lana por encima de las medias. Aún así, me proporcionan una agradable sensación de libertad. Juan me aprieta la mano y  yo abro los ojos y lo miro.

         Llueve a cántaros —me dice en voz baja.


Por los grandes ventanales de la catedral, el agua repiquetea insistentemente sobre las vidrieras. Mayo siempre ha sido un mes lluvioso en León. “¿Por qué mayo?”, le pregunté a Juan cuando me lo sugirió. “Es por  mi madre; es una fecha especial para ella”, “Pero en mayo seguro que nos cae un aguacero”, le dije. “¿Y eso te preocupa?”, concluyó él. ¿Por qué iba a preocuparme?

Algo me molesta en el interior de la zapatilla del pie derecho. Posiblemente una piedrecilla que habría pasado desapercibida con mis calcetines habituales. ¿Qué pensaría mi suegra si se enterara que debajo de su vestido de novia llevo unas John Smith? Juan me agita la mano. Me giro hacia él. Parece otro, vestido con su chaqueta de levita negra, el chaleco gris marengo, la corbata color plata lisa y el pelo engominado.  Me zafo.

         ¿Estás nerviosa? Creo que la gente se impacienta —continúa sin esperar mi respuesta.
        ¡Ah! —exclamo confusa.


El murmullo se extiende entre la bancada. Las voces chillonas de los niños son apagadas por el siseo de los padres, como un vaivén que sube y de pronto vuelve a caer, como esa otra intermitencia de la lluvia a la que el viento ora aleja, ora arroja,  sobre los cristales.

        ¾          Estás preciosa —me dice sonriendo.
        ¾        Tú también estás precioso —le digo devolviéndole una sonrisa que me             resulta ajena.
        ¾           No creo que tarde. Será una indisposición pasajera. Es mayor, pero no tanto    como para que… ¿no crees?

En la primera fila mis padres comparten  banco con mis suegros esperando el reinicio de  la ceremonia. Son fáciles de distinguir los míos de los de Juan.

“¿Y entonces los zapatos?”, me dijo mi madre antes de salir, balanceándolos cogidos  por los tacones. “Bastante tengo ya con el traje, ¿no te parece?”. Las dos nos reímos con complicidad. Ahora me mira aparentemente contrariada.

      ¿Estás bien? —me pregunta Juan. 
       Sí —le miento—. Se me queda mirando poco convencido—. Bueno, me     molesta algo el zapato.
 —     ¡Uf, y eso que los tuyos no son nuevos! Mi madre les estuvo echando crema durante un par de semanas para que recobraran la flexibilidad. Son unos zapatos magníficos, ¿verdad?, pero claro,  hasta que se te haga el pie.                  Sí, será eso… todavía mi pie no los reconoce como míos.


Observo su corbata lisa mientras se atusa el pelo apelmazado, y otras imágenes empiezan a gotear inesperadamente en mi mente: “No, no me gusta mucho leer”, “Ah, no, ese tipo de cine no me va nada”, “Mejor ve tu sola al campo, yo soy más urbanita”, “¿No se te ocurrirá votar a esos?”, “Cámbiate, esta noche vienen mis padres”, “¿Y para qué vas a seguir estudiando?”, “No es tu estilo…Prefiero arriba…Tres niños…Tortilla sin cebolla…”

En el menú no habrá tortilla y mucho menos cebolla. Y si la hubiera no lo sabría, porque todo el menú está en francés. Los niños vocean ahora descontrolados por los pasillos laterales. Unos pocos se han tumbado y juegan a sofocar a sus padres restregando sus relucientes pololos sobre el mármol pulido. Encima de ellos, una vidriera representa a unos jinetes en una cacería los contempla amenazadoramente. Unos motivos fuera de lugar, pero sobre los que igualmente son azotados con  intensidad por ráfagas de viento acompañando  a la lluvia.

    ¡Por fin! —escucho de pronto a Juan. Al darme la vuelta veo al obispo, que hace de nuevo su aparición. Se nos acerca y nos pide disculpas por la indisposición. “Es la primera vez”, aduce.


“¿Por qué mayo, Soraya, sabe usted que ese mes es especialmente lluvioso aquí?”, “No seas pesimista, cariño”, me respondió, “yo me casé en mayo, lució un sol espléndido  y fíjate en mi matrimonio: cada día nos queremos más”. Miré a mi suegro que me devolvió la mirada asintiendo obedientemente con la cabeza. “Toca, toca el vestido; es de seda salvaje. A ti te sentará todavía mejor que a mí… y mira estos zapatos… los he cuidado especialmente estos días… te sentirás una princesa, cariño”. Ernesto levantó las cejas convencido. Bajé los ojos sobre las deportivas y ella siguió mi mirada también. “Son muy modernas tus zapatillas, mi amor, pero es mejor que te pongas zapatos estos días, para que se te vaya haciendo el pie, ¿no te parece?”

  
Mi padre y mi suegra llegan de nuevo a nuestro lado. Soraya me da un pellizco en el brazo y me hace un gesto de triunfo con los ojos.

  ¡En pie! —ordenó el prelado—. En el  nombre del Padre, del Hijo,…


Lluvia, lluvia, lluvia,… la congregación responde: “Te alabamos señor”. Antiguo Testamento. “Sentaos”. “En pie”. “¿Está hecha la cena?”. La piedrecita se mueve inquieta. El misterio del matrimonio cristiano. La gracia del sacramento.

   Juan,  ¿aceptas a  Julia como esposa, y prometes serle fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y, así, amarla y respetarla todos los días de tu vida? 
     Sí, acepto.
         Julia,  ¿aceptas a Juan como esposo, y prometes serle fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y, así, amarlo y respetarlo todos los días de tu vida? 


El campo rezuma humedad, la tierra amenaza con estallar en mil colores, el aire fresco libera  mis pulmones. Amaina. Un tono azulado empieza ahora a traspasar los tremendos ventanales góticos. La espera llega a su fin. No habrá Soup a l'oignon, pero sí Brie De Meaux. Noto la brisa de la puerta abierta en mi espalda. Oigo el tintineo de las últimas gotas. “Mejor ve tu sola al campo, yo soy más urbanita”