viernes, 23 de septiembre de 2011

El amor y las aceitunas (versión 1)






Siempre he estado enamorado de Raquel, mi prima Raquel. De la que veía cada verano y de la que sigo visitando en mi mente cada día.

Ninguna de mis intentos de relación ha superado la prueba de su recuerdo.


En aquellas tardes asilvestradas del verano sin piscina del pueblo, mientras mi familia y la suya dormían la siesta, Raquel aparecía  en mi habitación. Tendido sobre la cama, yo intentaba concentrarme inútilmente en las aventuras de Peter Parker , esperando inquieto y mirando con el rabillo del ojo la puerta entreabierta.  Presa del aburrimiento, ella llegaba, se sentaba al borde de mi cama y empezaba a hablarme de cosas que habitualmente no lograba entender.

- ¿Sabes qué es la madurez, Pedro?
- Mmmm,… ¿cómo la de las aceitunas?

Mi padre me decía que “ni con las mujeres ni con las aceitunas había que arriesgarse”.  Por eso sólo teníamos olivos de la variedad picual, una variedad  muy resistente a las inclemencias, muy productiva y que  había mostrado durante generaciones lo bien adaptada que estaba a la tierra de nuestra comarca.  Tras un continuo proceso de aprendizaje, finalmente, con sólo mirarla, con apenas olerla, era capaz de determinar el grado de madurez. 
Me enseñó lo necesario para sobrevivir en el mundo de lo tangible, para intuir que me convendría una mujer igualmente palpable y concreta, de la que ya supiera por generaciones familiares de su valor en el mundo de lo real y notorio.
Desgraciadamente, mi  prima se movía en un  universo paralelo y ajeno a mi mundo.

- No. La de las personas – me dijo mirándome fijamente.
- De esa no sé mucho – confesé ruborizado.
- La madurez es saber otras fechas de cumpleaños que no sean la tuya propia. ¿Cuántas fechas de cumpleaños conoces, Pedro?
- Pues…. –intenté recordar azorado- creo que… ninguna más.
- Ves, todavía no eres lo suficientemente maduro.

Yo interpretaba aquello como una señal. Necesitaba dar un paso para  poder ponerme a su altura, para pasar de alumno a hombre, para hacerme visible a sus ojos perdidos. Recabé fechas, todas las fechas de cumpleaños de mis amigos y amigas, que al igual que yo habitaban a la sombra de los olivos.

- Sé doce – le dije al día siguiente en el mismo escenario.
- ¿Fechas de cumpleaños?
- Sí – respondí satisfecho.
- Me alegro, pero lo importante es que seas capaz de recordarlas el año que viene.

Portazo. Mis veranos podrían resumirse así:  puertas cerrándose a la esperanza recién creada.

- Este pueblo es asfixiante – me dijo otro día.

¿Cómo puede alguien asfixiarse en un pueblo? Más tarde, muy poco después, entendí que Raquel se refería en realidad a un tipo de zozobra  y que esa sensación dolorosa no la produce sólo la falta de oxígeno. La ausencia –su ausencia- podía  dejarme  igualmente angustiado. Viví esa opresión con cada despedida de primeros de septiembre y también, anticipando el desenlace de finales del verano,  apenas llegaba con su familia.

En esta  persecución silenciosa fui abandonando el pueblo y la búsqueda de lo concreto. También me distancié de mis amigos. Y en ese proceso de acabar con el sufrimiento, me acerqué, en cambio,  a todas las chicas, fantaseando con que me ayudarían a olvidarla o bien a encontrar en ellas lo que intuí que hallaría en Raquel.

Contra la opinión de mi padre, ya mayor, fui al norte, a buscar otras variedades de aceitunas, en lo que marcó el primer paso para cambiarlo todo. Nada más llegar me acerqué a él, que estaba  sentado junto al fuego de  la chimenea.

- ¿Ya has vuelto? – me preguntó en un tono apagado.

No le dije nada. Le mostré una aceituna en la palma de la mano.

- Mira, papá. Se llama arbequina. Es pequeña, pero es diferente. Pronto todos querrán sembrarla, pero nosotros vamos a ser los primeros.

Me miró apesadumbrado, sin decir nada, instalado  ya en la certeza de que el pasado acababa conmigo. Saberlo todo sobre la variedad picual sólo había servido para que yo quisiera cambiarla. Sin mayor  motivo ni explicación. Él había sido fiel a su padre, y su padre a su abuelo, igual que todos los olivos centenarios habían seguido proveyendo de frutos y de futuro a nuestra familia. Me iba a arriesgar, a cruzar el umbral.

Hacía ya varios años que mi prima no venía al pueblo con su familia. No le preguntaba a sus padres por ella. Sólo escuchaba cuando decían algo al respecto, sin hacer comentarios.  Temía saber si compartía su vida con otra persona, incluso me daba miedo formalizar más cualquiera de aquellas relaciones esporádicas mías, con el fin de dejar una puerta abierta en caso de que ella volviera algún día a entrar en mi cuarto de adolescente perpetuo.

El último verano, antes de que los padres se marcharan, les pregunté por su nueva dirección. Me la anotaron en un papel y me pidieron que le recordara que cumpliera su promesa de visitarlos más a menudo.

Elegí la mejor ropa y estuve acicalándome toda la mañana ante el espejo. Sólo me veía interiormente. Ni el perfume, ni el mentón enrojecido por el afeitado, ni el pelo perfectamente desaliñado, ni los ojos grandes y verdes  conseguían evitar que viera mi trémulo interior palpitando de miedo.

Llegué a la puerta de su casa, en un barrio con casas de corte colonial. Dejé atrás la marquesina y acerqué el dedo al timbre. Justo en ese momento, de forma instintiva, casi para protegerme, metí la otra mano en el bolsillo del pantalón. Mis dedos se tropezaron con algo pequeño. Lo cogí.  Miré  la aceituna  que tenía en la palma de la mano, la misma que había mostrado a mi padre semanas antes, una aceituna variedad arbequina, arrugada por la pérdida de humedad  y  el paso del tiempo. La tiré a un lado y sin pensarlo pulsé el timbre.