lunes, 22 de junio de 2015

Aquel que un día fui






 
Te preguntarás por qué he venido a verte si ya ha terminado el curso y no necesito más tu ayuda. Efectivamente, pensé, pero no se lo dije. Me detuve un instante en su nariz, aquella deforme nariz torcida, pero enseguida desvié la vista. Seguía dándome miedo, a pesar de todo. Se acercó a la ventana. Da gusto mirar por tu ventana, dijo, todo parece tan simple desde aquí. Se giró de nuevo y volvió a sentarse. Se echó hacia atrás hasta apoyar la silla contra la pared.

Un día llegué llorando a casa, empezó a contarme. Solía llegar así a menudo, luego me lavaba la cara a fondo y me consolaba imaginando que sería la última vez. Siempre pensaba que ya no volvería a suceder. Aquel día mi padre estaba más sereno que de costumbre. Nada más verme me cogió de la camiseta y me tiró hacia él hasta casi levantarme del suelo. Se me cortó el llanto de puro miedo. Mi padre, no sé si lo sabes, había servido en la legión, de allí trajo el alcoholismo y esos tatuajes horrorosos en los brazos y el Cristo que le cubría la espalda; el miedo, en cambio, lo dejó en África. Cuando más pequeño se entretenía en contarme historias suyas, unas historias terribles. El primer día que llegó al campamento dejaron a todos los voluntarios en un barrio peligroso de Sidi Ifni y les encargaron que volvieran con un diente de un moro. A mi padre se le pegó un gallego, un fugitivo que asaltaba viejas en Vigo. Ninguno tuvo valor suficiente como para hacer lo que le pedían, entonces se les ocurrió coger a un perro y sacarle los dientes, pero los dientes eran demasiado grandes, así que los aplastaron con el machete hasta reducirlos de una manera más o menos proporcionada. Luego se fumaron unos pocos canutos de grifa y regresaron antes de que tocaran retreta. Al poco de entrar en su barracón se presentaron el cabo Ramírez y cuatro veteranos y los pusieron a todos en fila, de pie delante de las literas. Vamos cabrones, esos dientes, les gritó. Se dieron la vuelta y sacaron de la taquilla o de los bolsillos los dientes. Todos menos uno que adujo que no había podido. No has tenido cojones, ¿verdad?, le espetó el cabo. Aquel gaditano era grande como una plaza de toros, pero el miedo lo convirtió en un enano. Ramírez le hizo un gesto a los veteranos y dos de ellos se lo llevaron a las letrinas. Se quedaron en silencio hasta que empezaron a oír gimotear al andaluz, entonces el cabo prosiguió con la inspección. Vamos a ver tú, asaltaviejas, le dijo al gallego, que estaba al lado de mi padre. El gallego le extendió el diente ensangrentado y casi destrozado. Cuando el cabo lo cogió dio un salto hacia atrás. ¡Mierda de gallego! ¿Te quieres quedar conmigo? Esto no es un diente de moro. Anda, le devolvió el diente, trágatelo, que la próxima vez vas a engañar a tu puta madre. La palidez del gallego se transformó, de pronto, en un rojo intenso, se abalanzó al cuello del cabo y estuvo a punto de estrangularlo, pero los veteranos lo cogieron por detrás, lo tiraron al suelo y lo molieron a patadas. Mi padre se meó encima imaginando lo que le esperaba a él, pero justo en ese momento entró el sargento en el barracón y mandó a todo el mundo a su piltra y al gallego a enfermería.

Me contó muchas veces esa historia. Cuanto más me la contaba más miedo sentía yo. Él lo notaba y entonces me cogía por la barbilla con fuerza y me decía: tienes que elegir entre mearte encima o estrangular al cabo. ¿Tú qué preferirías recordar el resto de tu vida?
Pues aquel día, como te decía, mi padre tuvo fuerzas para asirme por la camiseta. ¿Qué coño te pasa otra vez? Manu me llama monstruo… por lo de la nariz. Me soltó con desprecio. Ves aquel palo, me dijo señalando una pequeña estaca que siempre tenía detrás de la puerta, cógelo, ve adónde esté y párteselo en la cabeza. Pero, le dije temblando, entonces vendrá el padre y me pegará. Entonces le romperé otro palo al padre yo. 


Salí hipnotizado. Era como si hubiera encontrado la solución, pero conforme caminaba el efecto de aquel mandato parecía ir perdiendo fuerza, y mis habituales mariposas, las dudas y el temor, comenzaron a asaltarme de nuevo. A medio camino me salió al encuentro el perro de Rita, ¿lo recuerdas?, un chucho cariñoso que hacía con todo el mundo. Se me acercó moviendo la cola. Me agaché y lo acaricié. Siempre me quedaba un rato allí con él cada vez que volvía destrozado del colegio. Entonces me acordé de Manu y me levanté de golpe. El perro creyó que estaba jugando y se puso a saltarme sobre las piernas. Agarré la estaca con fuerza, cerré los ojos y lo golpeé. Oí su lamento y cómo huía, pero cuando abrí los ojos estaba otra vez cerca, con el rabo entre las piernas y la mirada extrañada, reconocí esa mirada asustada e incrédula en mí mismo ante la crueldad gratuita. Ya no cerré los ojos, lo golpeé una y otra vez hasta que dejó de moverse. Miré el palo ensangrentado y luego miré dentro, en mi interior, en las entrañas, y no noté nada. Aceleré el paso.

¿Por qué me cuentas eso, Marcos?, le pregunté azorado. Bueno, dijo con inusitada calma, quiero que entiendas las cosas.

Cuando me vieron llegar, Manu se me acercó y empezó a insultarme y, como siempre, todos rieron. No le asustó ver el palo que llevaba. ¿Qué piensas hacer con eso, monstruo? ¿Quieres que te lo meta por el culo? Llegué a su altura y sin mediar palabra lo golpeé en el costado. Se dobló sobre sí mismo y aproveché para golpearla varias veces la espalda. Los demás no acudieron a socorrerlo, se limitaron a pedir que me detuviera. Manu se quejaba de dolor y lloraba como un niño pequeño. Entonces me acerqué a su oído, ya en el suelo, y le dije: Es verdad, soy un monstruo, no lo olvides. 

Como sabes, desde ese día mi vida cambió por completo, pero no por eso dejé de torturarme. Estaba obsesionado con la venganza y fui cobrándome todas las piezas durante el resto del curso. Cada noche repasaba una especie de lista mental, hasta que un día, por más que buscaba, ya no aparecía nadie más. El miedo había sellado todas las bocas. Marquitos ya no existía. Pero aún así algo no me dejaba descansar del todo, hasta que la otra noche caí en la cuenta. 

Se levantó y comenzó a caminar hacia mí. Dudé entre llamar a mis padres o pedirle que se fuera, pero no me atreví. Me quedé sentado inmóvil. Ya solo me queda una persona, continuó hablando mientras avanzaba, que pueda recordarme a quien no quiero volver a ver. Solo una persona capaz de ver debajo de quien aparento ser… y no puedo permitirlo…¿Lo entiendes, verdad?

domingo, 21 de junio de 2015

Los otros



Pocos meses después de licenciarme en periodismo, mi padre, un juez muy conocido en ambientes empresariales, consiguió que me admitieran como ayudante de reportero en una agencia de noticias. En noviembre de 1992, la empresa nos propuso a mi mentor y a mí desplazarnos a Bosnia a cubrir el conflicto de los Balcanes. Yo tenía aún en la retina la guerra de Irak, en la que la voz en off de los periodistas describía una especie de videojuego sin sangre que apenas salpicaba de inquietud el almuerzo o la cena. Aquello me pareció una posibilidad increíble: ser testigo y narrador del mayor acontecimiento bélico de la segunda mitad del siglo XX en Europa.

Lo que nos encontramos tuvo poco que ver con una guerra como la que habíamos imaginado. Había pocos encuentros bélicos entre las partes, el peso de la violencia recaía sobre los civiles. Las tropas de la ONU eran una especie de testigos intrascendentes que tranquilizaban las mentes de la clase media de los países occidentales.

El odio ensordecía el futuro mientras Samuel, diariamente,  describía las muertes, las violaciones, los saqueos, las casas quemadas,… Al mes, sus columnas parecían esquelas repetidas sobre un mismo muerto. Lo miraba teclear distanciado de todo, con el pitillo en los labios. Muchos de nuestros colegas habían sufrido también en su propia piel la barbarie en la que estábamos atrapados, sólo el miedo hacía que nos mantuviéramos dentro de la escena.

Pensé que tenía que personalizar aquella tragedia, situarme en un punto y describir desde lo subjetivo todo el proceso. Busqué durante varios días, entrevistando a muchas personas, alguien que pudiera darme esa perspectiva, que me hiciera entender a mí y al mundo el infierno. Fue así como di con Anel.

Anel era miembro de “Los tigres de Arkan”, una organización paramilitar integrada por serbio-bosnios, en realidad, un hooligans del Estrella Roja de Belgrado, que había conseguido reunir y armar a un grupo numeroso que sembraba el terror. Me lo presentó una prostituta que frecuentaba el hotel. ¿Qué quieres?, me preguntó directamente. Entender, le dije. ¿Entender?, se extrañó. Todas las guerras hablan de lo mismo: o ellos o nosotros, ¿qué hay que entender? Dudé un instante. La crueldad, le dije finalmente. Anel lanzó una carcajada. Vale, me dijo dándome una palmada condescendiente en la espalda, eso te costará cincuenta dólares al día.


Durante unas semanas acompañé a Anel y a sus compañeros. ¿Serviría de algo describir el horror, darle un nombre, hablar de aquella niña musulmana, de cuánto te dan por un diente de oro, de cómo se puede abrir un cuerpo en canal y cortar un trozo de pan con el mismo cuchillo,..?

Samuel describía cada noche con detalle el tránsito del hombre a la bestia, y en la transcripción se fue perdiendo a sí mismo.

Poco tiempo después, en la zona occidental de Croacia, los tigres recibieron a un grupo de voluntarios de Amanecer Dorado. Durante los tres siguientes días el saqueo y los actos de terror se sucedieron sin tregua. Aquello empezó a no tener sentido para mí. Imaginé a mis compatriotas saltándose la columna de Samuel con gesto de hastío. ¿De qué servía ser testigo si no tenía trascendencia alguna? 

Una tarde, Anel se me acercó con un griego con pinta de haber dejado desabastecida a Grecia de anabolizantes. Los dos estaban completamente ebrios. ¡Periodista!, me gritó lanzándome algo a los pies, ¿lo has entendido ya? Miré al suelo y vi un trozo de carne humana. Era el rostro de Matic, un adolescente que se había incorporado a los tigres unas dos semanas atrás. Levanté la vista hacia los dos. No hay nada mejor que cortarle los huevos a los traidores, dijo esta vez el griego sonriendo mientras me enseñaba lo que llevaba en la mano. Reculé hacia atrás espantado. Los dos avanzaron hacia mí y cuando estuvieron a mi altura, Anel pegó su rostro al mío y volvió a preguntarme: ¿Lo has entendido? Sí, le dije temblando, lo entendí: cualquiera puede ser “el otro”, balbuceé. Ambos se rieron. No tienes ni puta idea, cabrón, me dijo Anel con desprecio y se dieron la vuelta, abrazados como dos antiguos camaradas.

viernes, 19 de junio de 2015

Historia de Avelino





 

Para comprender por qué Avelino corre a esa velocidad a esta hora de la noche, una noche tan desapacible,  habría que remitirse a cuatro hitos fundamentales en su historia personal: nacer en casa de los Revuelta, un enamoramiento no correspondido, la afonía repentina durante la canción “Amigos” del grupo “Enanitos Verdes” en el día de su graduación y el descubrimiento del padecimiento de paruresis. 

Los Revuelta

Engracia estuvo buena parte de los nueve meses de embarazo buscando un nombre singular para su primer vástago. Manuel, su marido, venía cada semana con un nuevo texto repleto de sugerencias: desde la mitología griega y romana, hasta la lista de reyes visigodos, pasando por la guía telefónica de Islandia. Con el transcurrir de los meses, la búsqueda se fue cerrando en torno a nombres españoles en vías de extinción y una vez localizados los más cercanos a su desaparición,  realizaron un sorteo final entre ellos: Remigio, Eustaquio y Avelino, siendo este último finalmente el afortunado.

Un enamoramiento no correspondido

Avelino se enamoró varias veces durante su etapa escolar, concretamente cada vez que su mirada era correspondida por alguna chica. En el patio del colegio escaneaba con avidez unos ojos sobre los que depositar aquello que crecía en su interior noche tras noche. El traductor de miradas de Avelino funcionaba de la siguiente manera: una mirada fortuita era un aviso, una mirada sostenida una conversación romántica  y una que se repetía era claramente una invitación a acudir sin demora al dispensador de condones.
Cuando Cari se le acercó a pedirle los apuntes y luego le dio las gracias mientras le entregaba una sonrisa con música de mariposas celestiales de esas que acompañan a Cupido en sus excursiones, a Avelino se le deshizo el cuerpo  como si acabara de correr una maratón por el Sáhara.

Viendo cómo voló a contárselo a sus padres parecía que llevaba una  planilla de  notas repleta de sobresalientes. Apenas les hubo contado la buena nueva, los conservacionistas le organizaron una  fiesta con globos, pinchitos de cerdo y piña  y tarta de galletas para que invitara a la futura y a los suegros, y en esa fantasía estuvieron navegando hasta el miércoles de esa misma semana, durante el recreo, cuando Cari le devolvió otra sonrisa, esta vez sonora y acompañada de un zumbido de tábanos de los pantanos, al ver la invitación que le ofrecía a ella y a sus padres aquel chico con el polo recién estrenado. La carcajada se fue contagiando conforme su ex propagaba el relato de los acontecimientos por todo el recinto amurallado. Avelino tuvo su primera crisis opresiva y la sensación de que no habría suficiente agua en la tierra para hidratar el desierto que acababa de formarse en su garganta, ni árnica para anestesiar su corazón.

La afonía repentina

Lo que  parecía no llegar nunca,  llegó al fin. Hubo un último día para el suplicio de ver, escuchar o presentir a Cari. Un último trance en el que su maestra de lengua le asignó a su voz aflautada una estrofa de la canción  del grupo “Enanitos Verdes”  y una coreografía copiada de una escena de la película “Mamma mía”, que consistía en realizar  un movimiento de aspas con los brazos, al mismo tiempo que se desplazada a derecha e izquierda con sendos pasos laterales.

No importa nada más
que un amigo es una luz
brillando en la oscuridad
siempre serás mi amigo
no importa nada más

Cantar, coordinar y olvidar a Cari le provocaron a Avelino en los ensayos un repiqueteo de dientes y rodillas que hicieron dudar a su maestra sobre la conveniencia de exponerlo a tal  experiencia. Puesta en contacto con los padres, estos decidieron tomar cartas en el asunto y buscar en internet remedios naturales para la conjunción de tareas a la que se debía enfrentar su retoño.

Descartada la  homeopatía y la valeriana, los Revuelta optaron por una serie de chupitos de vodka caramelizado servidos  en vasos de chocolate,  que aunaba el conocido efecto protector del chocolate sobre  las cuerdas vocales  con el poder sedativo del vodka. El día de autos, a los dos chupitos de los ensayos, los padres decidieron añadirle otros dos para afianzar el poder terapéutico de la combinación

En el escenario, Avelino se cimbreaba  como en los días previos a la administración medicinal,  pero él se sentía confiado y desenvuelto, hasta el punto de aventurarse a añadir algunos pasos extras a la sucinta coreografía de la señora Peláez.  Para su desgracia, transcurrido el efecto inicial, los enanitos etílicos comenzaron a estirar las cuerdas vocales hasta convertir su voz en un pitido inaudible y su actuación en lo único que quedaría para la posteridad en la retina y en los pasillos del colegio de aquella fiesta de graduación.

Paruresis

Años más tarde encontramos a Avelino por fin en una discoteca. Ha aceptado la invitación de su único amigo con la condición de que no lo obligara a moverse de la barra. Apoyado en la misma, Avelino observa a su amigo saltar en la pista de baile y pasea su mirada por toda la discoteca para confirmar que todos están viendo lo mismo que él: el espantoso ridículo que está haciendo. Para su sorpresa nadie parece pendiente de los saltos de cabra alpina de su amigo y, animado,  empieza un debate interno sobre el valor y la vergüenza, un combate desigual  al que no parece ayudarle la Coca Cola sin cafeína. Decide arriesgarse pidiendo otra,  pero esta vez auténtica, con todos los ingredientes estimulantes y una rodaja de limón y se la bebe casi de un trago, con los ojos cerrados, como si fuera una ración de espinacas para Popeye, y va notando el burbujeo y el empuje del valor arrinconando a la vergüenza, y repite con una tercera, hasta que un repentino aviso de la vejiga le indica que tiene que hacer una pausa en el proceso. Se dirige decidido a los urinarios, en los que se encuentra con otras tantas urgencias y una fila de tazas pegadas en la pared sobre la que despreocupadamente todos van soltando sus secreciones sin asomo de pudor. Avelino siente una terrible presión doble: en el pecho y en la uretra y no le queda más remedio que salir huyendo a toda prisa, haciendo un recorrido mental del camino más corto hacia su casa y calculando cuanto tiempo le daría de margen la estenosis uretral antes de regar sus pantalones de pitillo.

Y aquí está, corriendo como alma que lleva el diablo,  desencajado, prometiéndole a Dios que no volverá a masturbarse en un año si le permite llegar seco al cuarto de baño de su casa,  un día antes de que encuentre  en internet que padece una cosa llamada vejiga tímida, o lo que es lo mismo, que a estas alturas de su vida, ya no sólo se ha convertido en una persona ensimismada  y retraída, sino que incluso sus propios órganos están empezando a padecer de forma autónoma  tal desgracia.

lunes, 15 de junio de 2015

Pollo al horno


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Querida Andrea, no pretendo que me perdones por lo que ocurrió el domingo durante la cena. Ya sabes que odio los domingos y el pollo al horno. Cenar pollo al horno el domingo deberías considerarlo, pues,  un eximente. Sin embargo, entiendo que sigas dolida y que no te valgan de nada mis excusas. Hace tiempo que nuestra relación sufría un… no sé… llamémoslo estancamiento. Hacíamos las cosas por rutina y cuando le preguntábamos a nuestros amigos resulta que ellos también hacían las cosas de forma rutinaria y entonces todo empezó a parecerme domingo y todo me sabía a pollo al horno y es en esas circunstancias de desamparo intelectual en las que acudí a ver a la coach. Sí, soy más de pelota vasca que de tenis de mesa y  siempre he pensado que donde se ponga el Trankimazin no tienen sitio ninguna de esas mariconadas modernas, pero te recuerdo que fuiste tú la que insistió en que buscara ayuda.

Querida Andrea, amor, ahora lo sé.  Lástima haber tardado tanto en saberlo. Mi coach dice que tengo que ser yo mismo y tú dices que soy un adolescente tardío  y que llego tarde a todo, como llegué tarde a los Beatles y al Gin Tonic, pero que cuando llego ya no me quiero ir del sitio, y entonces, al final,  todo lo que fue salmón a la mostaza se convierte en pollo, en domingo,  y empiezo a protestar y me vuelvo insoportable y tú me animas hasta que también te cansas de consolarme y me mandas a la coach como quien manda a freír espárragos y yo tengo que aferrarme a algo porque hasta el Trankimazin me parece ya de corral… y voy a verla y ella me dice que sea yo mismo, que busque mi camino, y me cuenta cuentos de ranas y de elefantes y me pide que convierta el pollo al horno en un reto. Y lo consigo. Empiezo a comer pollo al horno de lunes a sábado. No noto nada positivo, más bien me parece una mierda de estrategia, pero tú insistes y la coach me indica que estoy en el buen camino y entonces lo comprendo: la rutina era eso. Sí. La rutina no era el misionero de los sábados, tender, planchar  y atender la demanda insaciable de los niños. La rutina era pollo al horno: algo seco que hace sólo puedes soportar si lo comparas con una patada en las amígdalas meridionales. Sentados en su sofá de piel, le cuento mi descubrimiento. Mi coach me abraza emocionada y yo le devuelvo el abrazo y luego vuelve a abrazarme y yo vuelvo a abrazarla también,  y entonces me pregunta qué me parece y yo le dijo que me parece salmón a la mostaza. 

Te lo conté, cariño y tú también te emocionaste y me diste un abrazo y yo te lo devolví. Y desde ese día empezamos a utilizar mucho más el salmón y  la mostaza, incluso los sábados por la noche te untabas con mostaza antigua que tenía un agradable efecto peeling y durante un tiempo pensamos que habíamos resuelto el problema, pero poco a poco al salmón también le salieron plumas y entonces perdí definitivamente la fe. Si todo es susceptible de convertirse en pollo, ¿cuál es el sentido de mi vida? Y tú te volviste loca y empezaste a gritarme como nunca y llamaste a tu coach y ella te dio  unos consejos y te calmaste y te dijo que fueras tú misma, que buscaras tu camino y entonces decidiste preparar aquella cena de domingo con velas y fue ahí donde perdí el control y le metí la vela por el culo al pollo y lo estampé contra las cortinas recién lavadas y te dije que ya no soportaba nada, ni a ti, ni a mí, ni al sinsentido de todo aquello y me marché y no volví.  

Y ahora estoy aquí, cariño, en algún sitio, lejos ya, buscando sin saber qué y sólo me gustaría que, al menos, me pudieras perdonar, para poder buscar sin el peso de la culpa.

domingo, 15 de marzo de 2015

La conjugación del verbo croar



- ¡¡En pie!!

Los niños se levantaron en bloque de sus asientos. A Manuel se le cayó la goma al suelo y al intentar asirla también tiró el lápiz. Durante un instante se quedó pensando, luego levantó la vista y su mirada se cruzó con la de don Fulgencio y se le disiparon al instante todas las dudas sobre qué acción llevar a cabo. Enervó la espalda y alzó la vista por encima de las cabezas del holograma del sacerdote y de don Fulgencio.

- ¡Santiguaos!, ¡¡Padre nuestro…” –inició el sacerdote.

- Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu… -todos los niños entonaron la oración con la habitual precisión.

- Podéis sentaros – dijo finalmente el cura. Hizo una señal de la cruz en el aire y el  holograma se disolvió.

El maestro se dirigió a la pizarra, cogió una tiza azul y comenzó a escribir la fecha: “13 de marzo de 2018”. Luego anunció con un grito seco: “¡Dictado!”.  Los niños sacaron sus cuadernos. Él continuó escribiendo con una letra pulcra y laboriosa.

“Don José María Pemán nació el 8 de mayo de 1897, en el seno de una familia tradicional y católica de Cádiz,..”

Manuel se agachó y recogió la goma y el lápiz del suelo. Empezó a copiar en su cuaderno. Por la ventana entraba el sol, un sol filtrado por unas nubes bajas que parecían anunciar nuevas lluvias. Ayer salió el arco iris después de una tromba de agua. Desde el cielo cayeron muchas ranas. ¿Por qué tira Dios ranas en lugar de chucherías? Las ranas croaban asustadas. ¿Cómo se conjuga el verbo croar?

- ¡Vuelve ya, Manuel, vuelve ya! - Sintió una terrible descarga eléctrica en la oreja. Una quemazón conocida. Los ojos de don Fulgencio echaban fuego. – Tu madre se ha vuelto a olvidar de la medicación, ¿verdad desgraciado?

Lo arrancó del pupitre y se lo llevó a rastras junto a su mesa.

- De rodillas.

En un gesto de rebeldía, Manuel se quedó de pie, tragándose las lágrimas.

- ¡¡De rodillas, inútil!! – El maestro lo empujó por el hombro hasta obligarlo a ponerse de rodillas.  Manuel se cubrió las orejas con las manos y cerró los ojos, esperando una descarga en cualquier parte, pero no estaba dispuesto a dejarse quemar de nuevo las orejas.

Don Fulgencio miró el bastón eléctrico indeciso. De pronto lo soltó con estrépito sobre el suelo.

- ¡Maldita mariconada! -Cogió el tomo de “Mis almuerzos con gente importante”

Yo croo, tú croas,..

- Ponte en pie – su voz sonaba ahora más calmada. –Ponte esto en la cara, a ver si así te entra algo en la cabeza.

Manuel se acercó dubitativo el libro al rostro y se quedó quieto  sin saber qué hacer. La clase permanecía en un tenso silencio. De pronto, el maestro dio media vuelta sobre sí para coger impulso y golpeó con la palma abierta sobre el libro que sostenía Manuel. El niño salió despedido hacia la puerta y el libro se abrió de par en par y cayó sobre los pies de Rebeca, que se apresuró a recogerlo y recomponerlo antes de entregárselo a su maestro. Don Fulgencio se quedó repasando las páginas del libro,  una de ellas se había separado. “Maldito imbécil”, masculló intentando reparar el desperfecto.

A Manuel le sangraba el oído. Un dolor agudo le cruzaba todo el cerebro. Se hizo un ovillo en el suelo y lloró desconsolado. Los niños lo miraban indecisos. Ninguno se atrevió a levantarse. Finalmente el maestro llamó a dos de ellos y les ordenó que se lo llevaran a enfermería.

- A ver si nos deja tranquilos una temporada –luego volvió al encerado y continuó escribiendo.


“…en el colegio San Felipe Neri, regido por los “marianistas” cursó con gran brillantez..”

domingo, 8 de febrero de 2015

LLUVIA DE MAYO




Cierro los ojos y me concentro en sentir los pies dentro de las zapatillas. Probablemente tendría que haberme puesto unos calcetines de lana por encima de las medias. Aún así, me proporcionan una agradable sensación de libertad. Juan me aprieta la mano y  yo abro los ojos y lo miro.

         Llueve a cántaros —me dice en voz baja.


Por los grandes ventanales de la catedral, el agua repiquetea insistentemente sobre las vidrieras. Mayo siempre ha sido un mes lluvioso en León. “¿Por qué mayo?”, le pregunté a Juan cuando me lo sugirió. “Es por  mi madre; es una fecha especial para ella”, “Pero en mayo seguro que nos cae un aguacero”, le dije. “¿Y eso te preocupa?”, concluyó él. ¿Por qué iba a preocuparme?

Algo me molesta en el interior de la zapatilla del pie derecho. Posiblemente una piedrecilla que habría pasado desapercibida con mis calcetines habituales. ¿Qué pensaría mi suegra si se enterara que debajo de su vestido de novia llevo unas John Smith? Juan me agita la mano. Me giro hacia él. Parece otro, vestido con su chaqueta de levita negra, el chaleco gris marengo, la corbata color plata lisa y el pelo engominado.  Me zafo.

         ¿Estás nerviosa? Creo que la gente se impacienta —continúa sin esperar mi respuesta.
        ¡Ah! —exclamo confusa.


El murmullo se extiende entre la bancada. Las voces chillonas de los niños son apagadas por el siseo de los padres, como un vaivén que sube y de pronto vuelve a caer, como esa otra intermitencia de la lluvia a la que el viento ora aleja, ora arroja,  sobre los cristales.

        ¾          Estás preciosa —me dice sonriendo.
        ¾        Tú también estás precioso —le digo devolviéndole una sonrisa que me             resulta ajena.
        ¾           No creo que tarde. Será una indisposición pasajera. Es mayor, pero no tanto    como para que… ¿no crees?

En la primera fila mis padres comparten  banco con mis suegros esperando el reinicio de  la ceremonia. Son fáciles de distinguir los míos de los de Juan.

“¿Y entonces los zapatos?”, me dijo mi madre antes de salir, balanceándolos cogidos  por los tacones. “Bastante tengo ya con el traje, ¿no te parece?”. Las dos nos reímos con complicidad. Ahora me mira aparentemente contrariada.

      ¿Estás bien? —me pregunta Juan. 
       Sí —le miento—. Se me queda mirando poco convencido—. Bueno, me     molesta algo el zapato.
 —     ¡Uf, y eso que los tuyos no son nuevos! Mi madre les estuvo echando crema durante un par de semanas para que recobraran la flexibilidad. Son unos zapatos magníficos, ¿verdad?, pero claro,  hasta que se te haga el pie.                  Sí, será eso… todavía mi pie no los reconoce como míos.


Observo su corbata lisa mientras se atusa el pelo apelmazado, y otras imágenes empiezan a gotear inesperadamente en mi mente: “No, no me gusta mucho leer”, “Ah, no, ese tipo de cine no me va nada”, “Mejor ve tu sola al campo, yo soy más urbanita”, “¿No se te ocurrirá votar a esos?”, “Cámbiate, esta noche vienen mis padres”, “¿Y para qué vas a seguir estudiando?”, “No es tu estilo…Prefiero arriba…Tres niños…Tortilla sin cebolla…”

En el menú no habrá tortilla y mucho menos cebolla. Y si la hubiera no lo sabría, porque todo el menú está en francés. Los niños vocean ahora descontrolados por los pasillos laterales. Unos pocos se han tumbado y juegan a sofocar a sus padres restregando sus relucientes pololos sobre el mármol pulido. Encima de ellos, una vidriera representa a unos jinetes en una cacería los contempla amenazadoramente. Unos motivos fuera de lugar, pero sobre los que igualmente son azotados con  intensidad por ráfagas de viento acompañando  a la lluvia.

    ¡Por fin! —escucho de pronto a Juan. Al darme la vuelta veo al obispo, que hace de nuevo su aparición. Se nos acerca y nos pide disculpas por la indisposición. “Es la primera vez”, aduce.


“¿Por qué mayo, Soraya, sabe usted que ese mes es especialmente lluvioso aquí?”, “No seas pesimista, cariño”, me respondió, “yo me casé en mayo, lució un sol espléndido  y fíjate en mi matrimonio: cada día nos queremos más”. Miré a mi suegro que me devolvió la mirada asintiendo obedientemente con la cabeza. “Toca, toca el vestido; es de seda salvaje. A ti te sentará todavía mejor que a mí… y mira estos zapatos… los he cuidado especialmente estos días… te sentirás una princesa, cariño”. Ernesto levantó las cejas convencido. Bajé los ojos sobre las deportivas y ella siguió mi mirada también. “Son muy modernas tus zapatillas, mi amor, pero es mejor que te pongas zapatos estos días, para que se te vaya haciendo el pie, ¿no te parece?”

  
Mi padre y mi suegra llegan de nuevo a nuestro lado. Soraya me da un pellizco en el brazo y me hace un gesto de triunfo con los ojos.

  ¡En pie! —ordenó el prelado—. En el  nombre del Padre, del Hijo,…


Lluvia, lluvia, lluvia,… la congregación responde: “Te alabamos señor”. Antiguo Testamento. “Sentaos”. “En pie”. “¿Está hecha la cena?”. La piedrecita se mueve inquieta. El misterio del matrimonio cristiano. La gracia del sacramento.

   Juan,  ¿aceptas a  Julia como esposa, y prometes serle fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y, así, amarla y respetarla todos los días de tu vida? 
     Sí, acepto.
         Julia,  ¿aceptas a Juan como esposo, y prometes serle fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y, así, amarlo y respetarlo todos los días de tu vida? 


El campo rezuma humedad, la tierra amenaza con estallar en mil colores, el aire fresco libera  mis pulmones. Amaina. Un tono azulado empieza ahora a traspasar los tremendos ventanales góticos. La espera llega a su fin. No habrá Soup a l'oignon, pero sí Brie De Meaux. Noto la brisa de la puerta abierta en mi espalda. Oigo el tintineo de las últimas gotas. “Mejor ve tu sola al campo, yo soy más urbanita”


domingo, 25 de enero de 2015

NUBES BAJAS





Alekos, me dijo mi tutor, acompaña a Georgios a la rueda de prensa. Georgios lo miró apesadumbrado, como si le acabaran de endosar un fardo con el que tenía que atravesar los Cárpatos. Se giró y empezó a andar deprisa hacia el ascensor. Corrí hacia mi mesa, cogí la grabadora y bajé las escaleras a trompicones para poder encontrarme con él en la planta baja. Al verme llegar a su altura se detuvo, me cogió por los hombros y me preguntó:

        ¾       ¿Cuántos años tienes becario?
        ¾        Veinticuatro, señor —le respondí con humildad.
        ¾        Vale. Escúchame, imberbe, ¡ni se te ocurra abrir el pico allí! ¿Entendiste?

Y sin esperar respuesta se giró y salió del edificio conmigo corriendo detrás, hasta llegar al aparcamiento y montarnos en el coche.

Mayo se presentó frío y lluvioso en Atenas. Era una mañana con una atmósfera densa, de nubes bajas, que hacía aún más caótico e insufrible el tráfico habitual, pero ni las protestas de los conductores, ni el retumbar de los cláxones  eran capaces de amortiguar el sonido de mi saliva al tragar. Georgios parecía ausente. Llegamos a la sede de “Amanecer Dorado” sin intercambiar una sola palabra.

En la puerta nos recibieron dos tipos enormes, claramente cebados de anabolizantes, ataviados con unas camisetas de mangas cortas negras con el anagrama del partido dibujado a la altura del pecho.

        ¾        ¿De dónde venís? —nos preguntó uno de los ellos.
        ¾       De TA NEA —le contestó Georgios e intentó sacar su credencial, pero el tipo le puso una mano sobre el hombro y lo detuvo.
        ¾        A ver qué escribes —le dijo con tono amenazante.

Cuando entramos nos encontramos a buena parte de los colegas sentados, esperando al líder del partido. Casi todos los cámaras y fotógrafos estaban tomando datos de la iluminación para tenerlo todo preparado. La puesta en escena me produjo una sensación de intranquilidad. Enfrente del espacio destinado a la prensa  había una mesa con tres sillas. Encima de las mismas, en la pared,  un gran cartel con el lema “Honor, sangre, Amanecer Dorado”, flanqueado por banderas rojas con un meandro que recordaba claramente a la esvástica nazi.

  
Georgios se sumó al corrillo de colegas que comentaban los resultados en las elecciones del día anterior en el que Amanecer Dorado se había convertido en la sexta fuerza política en el parlamento. Yo me senté detrás, junto a una periodista  que no paraba de hacer anotaciones en una libreta que luego marcaba con números. Imaginé que estaba concretando algunas preguntas. Saqué la grabadora y la probé con mi propia voz. Después de pasarme algunas semana cubriendo necrológicas, la sección de política podría considerarse un avance en mi proceso de formación, pero mis inquietudes periodísticas estaban más centradas en el ámbito de la cultura. Era difícil, no obstante, dada la situación del país, que algún espacio pudiera ser ajeno a la asfixiante realidad que nos rodeaba. El único reducto en el que apaciguaba mis deseos profesionales era a través de las fantasías con las que me introducía cada noche en el sueño. Imaginaba entrevistas a escritores, columnas mordaces sobre estrenos teatrales, programas con las nuevas tendencias,.. Seguramente, sin esa franja casi onírica, pocos compatriotas hubieran sido capaces de soportar cada día el anuncio del alba.

Mijaloliakos y sus guardaespaldas aparecieron de pronto en la sala. Dos de ellos se colocaron a nuestra altura y gritaron con voz militar:

        ¾        ¡Levantaos, mostrad respeto al líder!

Miré a Georgios y este, a su vez, a los colegas, que se mostraban confusos. El otro guardaespaldas se acercó a la altura del anterior y ambos nos conminaron a hacerles caso con gestos autoritarios. Un compañero comentó en voz baja: “Vamos, acabemos de una vez”, y se levantó. El resto lo fue siguiendo en silencio o con tímidas protestas. También Georgios. Yo hice lo propio. En cambio, la chica que estaba a mi lado permaneció sentada. Metió la libreta en el bolso y se quedó sentada impasible en su asiento. Uno de los guardaespaldas dio dos zancadas hacia nosotros, me apartó  de un manotazo y se dirigió a ella:

        ¾        ¿No has oído?
        ¾        Sí —respondió ella aparentemente tranquila.
        ¾        Pues levántate o te vas a la puta calle.
        ¾        Estoy haciendo mi trabajo —dijo con firmeza.

 “Venga”, escuché decirle a Georgios, “¿qué más da?”. Los demás le hicieron gestos en la misma dirección. Si yo hubiera sido valiente, si aquello lo hubiera estado soñando, me hubiera sentado de nuevo, en la silla de al lado y la habría mirado orgulloso, pero ahora relataba en mi mente una columna sobre aquel acto de autoafirmación, una loa al valor y a la dignidad.

 Los dos cabezas rapadas se lanzaron hacia la reportera. Aparté los dedos del teclado imaginario y me eché a un lado para dejarles espacio o quizás para que no se confundieran de objetivo. El más alto la cogió por debajo del brazo e intentó levantarla, pero por alguna extraña razón no pudo. Mis compañeros protestaban ahora airadamente, al tiempo que formaban un círculo que parecía crecer en distancia respecto al epicentro en el que acontecía la afrenta. Un cámara intentó fotografiarla, pero un tercer guardaespaldas salió por detrás y le bajó el objetivo de un golpe, y ya ninguno hizo amago de repetir el intento. De pronto la chica comenzó a cantar. Sorprendidos, todos nos quedamos callados, incluso la tropa fascista parecía perpleja. Reconocí la canción de Dimitratos: “Proskinima”. “Vayamos a los jardines otoñales”, entonaba la chica.

        ¾       ¡Respeta al líder!  —le gritó uno de los rapados golpeándola en el hombro.


Imaginé que el golpe la tumbaría en el suelo y miré a Georgios para hacer un esfuerzo común por socorrerla, pero vi en su rostro una mezcla de estupor y distancia. También él estaría escribiendo su relato, su columna, esa que mañana recorrería el planeta y escandalizaría a todos los demócratas civilizados. Pero ella no se inmutó, parecía una columna inquebrantable, una de esas columnas dóricas del Partenón que han permanecido erguidas durante siglos para recordarnos el valor de nuestro pasado. Siguió cantando cada vez más fuerte, y entonces los otros dos nazis se abalanzaron sobre ella y ya no pude verla. Todos empezaron a gritarles, a protestar agitando los brazos indignados. Debajo de aquellos falsos cuerpos, la voz de Dimitratos resonaba cada vez más queda, a veces se entrecortaba, como si le estuvieran tapando la boca y luego volvía a escucharse una frase  y así hasta apagar completamente la melodía. Entonces los tres monstruos se apartaron sudorosos dejando un espacio vacío, con una silla desvencijada, pero sin rastro de ella.

Georgios me miró. Por primera vez aquella mañana tomé conciencia de mí mismo en sus ojos. Luego miró al resto. Se giró y miró a Mijaloliakos, que permanecía impávido sentado en su silla en la mesa.

        ¾       ¡Sentaos! ­—se oyó decir al portavoz que antes nos había mandado levantar.


Esta vez no cruzamos ninguna mirada. Georgios y los demás se sentaron y yo imaginé que me sentaba el último y sentí un cosquilleo emocionante en mi interior. Las cámaras apuntaron ahora al presidente del partido, que empezó a hablar. Saqué la grabadora y la puse en marcha.