Alekos, me dijo mi tutor, acompaña a Georgios a la rueda de
prensa. Georgios lo miró apesadumbrado, como si le acabaran de endosar un fardo
con el que tenía que atravesar los Cárpatos. Se giró y empezó a andar deprisa
hacia el ascensor. Corrí hacia mi mesa, cogí la grabadora y bajé las escaleras
a trompicones para poder encontrarme con él en la planta baja. Al verme llegar
a su altura se detuvo, me cogió por los hombros y me preguntó:
¾ —¿Cuántos años tienes becario?
¾ —Veinticuatro, señor —le respondí con
humildad.
¾ —
Vale. Escúchame, imberbe, ¡ni se te
ocurra abrir el pico allí! ¿Entendiste?
Y sin esperar respuesta se giró y salió del edificio conmigo
corriendo detrás, hasta llegar al aparcamiento y montarnos en el coche.
Mayo se presentó frío y lluvioso en Atenas. Era una mañana con
una atmósfera densa, de nubes bajas, que hacía aún más caótico e insufrible el
tráfico habitual, pero ni las protestas de los conductores, ni el retumbar de
los cláxones eran capaces de amortiguar
el sonido de mi saliva al tragar. Georgios parecía ausente. Llegamos a la sede
de “Amanecer Dorado” sin intercambiar una sola palabra.
En la puerta nos recibieron dos tipos enormes, claramente
cebados de anabolizantes, ataviados con unas camisetas de mangas cortas negras
con el anagrama del partido dibujado a la altura del pecho.
¾ —¿De dónde venís? —nos preguntó uno de
los ellos.
¾ —De TA NEA —le contestó Georgios e
intentó sacar su credencial, pero el tipo le puso una mano sobre el hombro y lo
detuvo.
¾ —A ver qué escribes —le dijo con tono
amenazante.
Cuando entramos nos encontramos a buena parte de los colegas
sentados, esperando al líder del partido. Casi todos los cámaras y fotógrafos
estaban tomando datos de la iluminación para tenerlo todo preparado. La puesta
en escena me produjo una sensación de intranquilidad. Enfrente del espacio
destinado a la prensa había una mesa con
tres sillas. Encima de las mismas, en la pared,
un gran cartel con el lema “Honor, sangre, Amanecer Dorado”, flanqueado
por banderas rojas con un meandro que recordaba claramente a la esvástica nazi.
Georgios se sumó al corrillo de colegas que comentaban los
resultados en las elecciones del día anterior en el que Amanecer Dorado se
había convertido en la sexta fuerza política en el parlamento. Yo me senté
detrás, junto a una periodista que no
paraba de hacer anotaciones en una libreta que luego marcaba con números.
Imaginé que estaba concretando algunas preguntas. Saqué la grabadora y la probé
con mi propia voz. Después de pasarme algunas semana cubriendo necrológicas, la
sección de política podría considerarse un avance en mi proceso de formación,
pero mis inquietudes periodísticas estaban más centradas en el ámbito de la
cultura. Era difícil, no obstante, dada la situación del país, que algún
espacio pudiera ser ajeno a la asfixiante realidad que nos rodeaba. El único
reducto en el que apaciguaba mis deseos profesionales era a través de las
fantasías con las que me introducía cada noche en el sueño. Imaginaba
entrevistas a escritores, columnas mordaces sobre estrenos teatrales, programas
con las nuevas tendencias,.. Seguramente, sin esa franja casi onírica, pocos
compatriotas hubieran sido capaces de soportar cada día el anuncio del alba.
Mijaloliakos y sus guardaespaldas aparecieron de pronto en la
sala. Dos de ellos se colocaron a nuestra altura y gritaron con voz militar:
¾ —¡Levantaos, mostrad respeto al líder!
Miré a Georgios y este, a su
vez, a los colegas, que se mostraban confusos. El otro guardaespaldas se acercó
a la altura del anterior y ambos nos conminaron a hacerles caso con gestos
autoritarios. Un compañero comentó en voz baja: “Vamos, acabemos de una vez”, y
se levantó. El resto lo fue siguiendo en silencio o con tímidas protestas.
También Georgios. Yo hice lo propio. En cambio, la chica que estaba a mi lado
permaneció sentada. Metió la libreta en el bolso y se quedó sentada impasible
en su asiento. Uno de los guardaespaldas dio dos zancadas hacia nosotros, me
apartó de un manotazo y se dirigió a
ella:
¾ —¿No has oído?
¾ —Sí —respondió ella aparentemente
tranquila.
¾ —Pues levántate o te vas a la puta calle.
¾ —Estoy haciendo mi trabajo —dijo con
firmeza.
“Venga”, escuché decirle a Georgios, “¿qué más
da?”. Los demás le hicieron gestos en la misma dirección. Si yo hubiera sido
valiente, si aquello lo hubiera estado soñando, me hubiera sentado de nuevo, en
la silla de al lado y la habría mirado orgulloso, pero ahora relataba en mi
mente una columna sobre aquel acto de autoafirmación, una loa al valor y a la
dignidad.
Los dos cabezas rapadas se
lanzaron hacia la reportera. Aparté los dedos del teclado imaginario y me eché
a un lado para dejarles espacio o quizás para que no se confundieran de
objetivo. El más alto la cogió por debajo del brazo e intentó levantarla, pero
por alguna extraña razón no pudo. Mis compañeros protestaban ahora airadamente,
al tiempo que formaban un círculo que parecía crecer en distancia respecto al
epicentro en el que acontecía la afrenta. Un cámara intentó fotografiarla, pero
un tercer guardaespaldas salió por detrás y le bajó el objetivo de un golpe, y
ya ninguno hizo amago de repetir el intento. De pronto la chica comenzó a
cantar. Sorprendidos, todos nos quedamos callados, incluso la tropa fascista
parecía perpleja. Reconocí la canción de Dimitratos: “Proskinima”. “Vayamos a
los jardines otoñales”, entonaba la chica.
¾ —¡Respeta al líder! —le gritó uno de los rapados golpeándola en
el hombro.
Imaginé que el golpe la
tumbaría en el suelo y miré a Georgios para hacer un esfuerzo común por
socorrerla, pero vi en su rostro una mezcla de estupor y distancia. También él
estaría escribiendo su relato, su columna, esa que mañana recorrería el planeta
y escandalizaría a todos los demócratas civilizados. Pero ella no se inmutó, parecía
una columna inquebrantable, una de esas columnas dóricas del Partenón que han
permanecido erguidas durante siglos para recordarnos el valor de nuestro pasado.
Siguió cantando cada vez más fuerte, y entonces los otros dos nazis se
abalanzaron sobre ella y ya no pude verla. Todos empezaron a gritarles, a protestar
agitando los brazos indignados. Debajo de aquellos falsos cuerpos, la voz de
Dimitratos resonaba cada vez más queda, a veces se entrecortaba, como si le
estuvieran tapando la boca y luego volvía a escucharse una frase y así hasta apagar completamente la melodía.
Entonces los tres monstruos se apartaron sudorosos dejando un espacio vacío,
con una silla desvencijada, pero sin rastro de ella.
Georgios me miró. Por primera
vez aquella mañana tomé conciencia de mí mismo en sus ojos. Luego miró al
resto. Se giró y miró a Mijaloliakos, que permanecía impávido sentado en su
silla en la mesa.
¾ —¡Sentaos! —se oyó decir al portavoz que
antes nos había mandado levantar.
Esta vez no cruzamos ninguna
mirada. Georgios y los demás se sentaron y yo imaginé que me sentaba el último
y sentí un cosquilleo emocionante en mi interior. Las cámaras apuntaron ahora
al presidente del partido, que empezó a hablar. Saqué la grabadora y la puse en
marcha.
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