domingo, 21 de junio de 2015

Los otros



Pocos meses después de licenciarme en periodismo, mi padre, un juez muy conocido en ambientes empresariales, consiguió que me admitieran como ayudante de reportero en una agencia de noticias. En noviembre de 1992, la empresa nos propuso a mi mentor y a mí desplazarnos a Bosnia a cubrir el conflicto de los Balcanes. Yo tenía aún en la retina la guerra de Irak, en la que la voz en off de los periodistas describía una especie de videojuego sin sangre que apenas salpicaba de inquietud el almuerzo o la cena. Aquello me pareció una posibilidad increíble: ser testigo y narrador del mayor acontecimiento bélico de la segunda mitad del siglo XX en Europa.

Lo que nos encontramos tuvo poco que ver con una guerra como la que habíamos imaginado. Había pocos encuentros bélicos entre las partes, el peso de la violencia recaía sobre los civiles. Las tropas de la ONU eran una especie de testigos intrascendentes que tranquilizaban las mentes de la clase media de los países occidentales.

El odio ensordecía el futuro mientras Samuel, diariamente,  describía las muertes, las violaciones, los saqueos, las casas quemadas,… Al mes, sus columnas parecían esquelas repetidas sobre un mismo muerto. Lo miraba teclear distanciado de todo, con el pitillo en los labios. Muchos de nuestros colegas habían sufrido también en su propia piel la barbarie en la que estábamos atrapados, sólo el miedo hacía que nos mantuviéramos dentro de la escena.

Pensé que tenía que personalizar aquella tragedia, situarme en un punto y describir desde lo subjetivo todo el proceso. Busqué durante varios días, entrevistando a muchas personas, alguien que pudiera darme esa perspectiva, que me hiciera entender a mí y al mundo el infierno. Fue así como di con Anel.

Anel era miembro de “Los tigres de Arkan”, una organización paramilitar integrada por serbio-bosnios, en realidad, un hooligans del Estrella Roja de Belgrado, que había conseguido reunir y armar a un grupo numeroso que sembraba el terror. Me lo presentó una prostituta que frecuentaba el hotel. ¿Qué quieres?, me preguntó directamente. Entender, le dije. ¿Entender?, se extrañó. Todas las guerras hablan de lo mismo: o ellos o nosotros, ¿qué hay que entender? Dudé un instante. La crueldad, le dije finalmente. Anel lanzó una carcajada. Vale, me dijo dándome una palmada condescendiente en la espalda, eso te costará cincuenta dólares al día.


Durante unas semanas acompañé a Anel y a sus compañeros. ¿Serviría de algo describir el horror, darle un nombre, hablar de aquella niña musulmana, de cuánto te dan por un diente de oro, de cómo se puede abrir un cuerpo en canal y cortar un trozo de pan con el mismo cuchillo,..?

Samuel describía cada noche con detalle el tránsito del hombre a la bestia, y en la transcripción se fue perdiendo a sí mismo.

Poco tiempo después, en la zona occidental de Croacia, los tigres recibieron a un grupo de voluntarios de Amanecer Dorado. Durante los tres siguientes días el saqueo y los actos de terror se sucedieron sin tregua. Aquello empezó a no tener sentido para mí. Imaginé a mis compatriotas saltándose la columna de Samuel con gesto de hastío. ¿De qué servía ser testigo si no tenía trascendencia alguna? 

Una tarde, Anel se me acercó con un griego con pinta de haber dejado desabastecida a Grecia de anabolizantes. Los dos estaban completamente ebrios. ¡Periodista!, me gritó lanzándome algo a los pies, ¿lo has entendido ya? Miré al suelo y vi un trozo de carne humana. Era el rostro de Matic, un adolescente que se había incorporado a los tigres unas dos semanas atrás. Levanté la vista hacia los dos. No hay nada mejor que cortarle los huevos a los traidores, dijo esta vez el griego sonriendo mientras me enseñaba lo que llevaba en la mano. Reculé hacia atrás espantado. Los dos avanzaron hacia mí y cuando estuvieron a mi altura, Anel pegó su rostro al mío y volvió a preguntarme: ¿Lo has entendido? Sí, le dije temblando, lo entendí: cualquiera puede ser “el otro”, balbuceé. Ambos se rieron. No tienes ni puta idea, cabrón, me dijo Anel con desprecio y se dieron la vuelta, abrazados como dos antiguos camaradas.

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