Querida Andrea, no pretendo que me perdones por lo que
ocurrió el domingo durante la cena. Ya sabes que odio los domingos y el pollo
al horno. Cenar pollo al horno el domingo deberías considerarlo, pues, un eximente. Sin embargo, entiendo que sigas
dolida y que no te valgan de nada mis excusas. Hace tiempo que nuestra relación
sufría un… no sé… llamémoslo estancamiento. Hacíamos las cosas por rutina y
cuando le preguntábamos a nuestros amigos resulta que ellos también hacían las
cosas de forma rutinaria y entonces todo empezó a parecerme domingo y todo me
sabía a pollo al horno y es en esas circunstancias de desamparo intelectual en
las que acudí a ver a la coach. Sí, soy más de pelota vasca que de tenis
de mesa y siempre he pensado que donde se ponga el Trankimazin no tienen
sitio ninguna de esas mariconadas modernas, pero te recuerdo que fuiste tú la
que insistió en que buscara ayuda.
Querida Andrea, amor, ahora lo sé. Lástima haber tardado tanto en saberlo. Mi
coach dice que tengo que ser yo mismo y tú dices que soy un adolescente tardío y que llego tarde a todo, como llegué tarde a
los Beatles y al Gin Tonic, pero que cuando llego ya no me quiero ir del sitio,
y entonces, al final, todo lo que fue
salmón a la mostaza se convierte en pollo, en domingo, y empiezo a protestar y me vuelvo
insoportable y tú me animas hasta que también te cansas de consolarme y me
mandas a la coach como quien manda a freír espárragos y yo tengo que aferrarme
a algo porque hasta el Trankimazin me parece ya de corral… y voy a verla y ella
me dice que sea yo mismo, que busque mi camino, y me cuenta cuentos de ranas y
de elefantes y me pide que convierta el pollo al horno en un reto. Y lo consigo.
Empiezo a comer pollo al horno de lunes a sábado. No noto nada positivo, más
bien me parece una mierda de estrategia, pero tú insistes y la coach me indica
que estoy en el buen camino y entonces lo comprendo: la rutina era eso. Sí. La
rutina no era el misionero de los sábados, tender, planchar y atender la demanda insaciable de los niños.
La rutina era pollo al horno: algo seco que hace sólo puedes soportar si lo comparas con una patada en las amígdalas meridionales. Sentados en su sofá de piel, le cuento mi descubrimiento. Mi coach me abraza emocionada y yo
le devuelvo el abrazo y luego vuelve a abrazarme y yo vuelvo a abrazarla
también, y entonces me pregunta qué me parece
y yo le dijo que me parece salmón a la mostaza.
Te lo conté, cariño y tú también te emocionaste y me diste
un abrazo y yo te lo devolví. Y desde ese día empezamos a utilizar mucho más el
salmón y la mostaza, incluso los sábados
por la noche te untabas con mostaza antigua que tenía un agradable efecto
peeling y durante un tiempo pensamos que habíamos resuelto el problema, pero
poco a poco al salmón también le salieron plumas y entonces perdí
definitivamente la fe. Si todo es susceptible de convertirse en pollo, ¿cuál es
el sentido de mi vida? Y tú te volviste loca y empezaste a gritarme como nunca
y llamaste a tu coach y ella te dio unos
consejos y te calmaste y te dijo que fueras tú misma, que buscaras tu camino y
entonces decidiste preparar aquella cena de domingo con velas y fue ahí donde
perdí el control y le metí la vela por el culo al pollo y lo estampé contra las
cortinas recién lavadas y te dije que ya no soportaba nada, ni a ti, ni a mí,
ni al sinsentido de todo aquello y me marché y no volví.
Y ahora estoy aquí, cariño, en algún sitio, lejos ya,
buscando sin saber qué y sólo me gustaría que, al menos, me pudieras perdonar,
para poder buscar sin el peso de la culpa.
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