Un grito inhumano rompió la noche hasta colarse en sus
entrañas. Saltó de la cama de forma inconsciente, intentando aferrarse al marco
de la puerta que daba al cuarto de baño, pero se encontró con la pared desnuda.
En la penumbra, desorientado aún, recordó que no se encontraba en su
apartamento. Con la pálida luz que entraba por la ventana, intentó escudriñar aquel espacio ajeno y extraño hasta acertar a verla incorporada sobre la
cama, con su camisón de algodón blanco empapado en sudor. La mirada perdida al
frente. Luego observó cómo giraba la cabeza hacia el lado de la cama en el que
él había estado hasta ese momento, como si estuviera buscándolo. Se quedó así
un instante, sin hacer ningún otro gesto, aparentemente tranquila.
No quiso despertarla, más que calmarla a ella de su
pesadilla, necesitaba tomar aire. Se acercó a la ventana y tras correr los
visillos a un lado, la entreabrió. Asomado al exterior, la oscuridad abrazaba
la casa de una manera asfixiante. El movimiento de las nubes en torno a la luna
convertía la noche en un bosquejo de claroscuros intermitentes. El aire frío y húmedo se introdujo en la habitación
sin que él hiciera nada por evitarlo.
Sintió nostalgia de la polución envuelta en los sonidos de los coches y de los sonidos de transeúntes trasnochadores. Pero
ella necesitaba alejarse, alejarse… no estaba seguro de que hubiera sido buena
idea. ¿Cómo puede alejarse uno de la muerte de su propio hijo? ¿Cuánto tiempo
hace falta? Detuvo los pensamientos y se centró en intuir el bosque de hayas al fondo, buscando encontrar algo que hacer
al día siguiente, algo que hacer con ella, pasear, recoger bayas,…
Una imagen fugaz le produjo un sobresalto. Le pareció verla
cruzar corriendo desde la casa en dirección al bosque. Se giró, buscó el
interruptor de la luz de la mesilla y la encendió. La cama estaba vacía. Tocó
las sábanas. Estaban empapadas. La puerta de la habitación abierta. La llamó.
No obtuvo respuesta. Repitió, esta vez más alto. Se coló las zapatillas y se
dirigió al salón. Encendió la luz. La puerta de la calle estaba abierta
también. Sintió de nuevo el frío del viento de la noche sobre el rostro, pero
esta vez no le supuso un alivio. Se apresuró a salir. Desde el porche volvió a
llamarla. “Dios mío”, se escuchó a sí mismo decir
en voz alta. Un extraño presentimiento le hizo acercarse a la chimenea y coger
el atizador que colgaba del soporte de hierro forjado. Salió afuera y comenzó a andar hacia el bosque de hayas.
Notó una punzada en el pie derecho. Sólo entonces se dio
cuenta de que estaba descalza. Miró a su alrededor y apenas pudo ver nada. La
noche la rodeaba. Se sintió acorralada en medio de la oscuridad, presa de un miedo
que se había sustanciado en una rama rota clavada en su pie desnudo. Imaginó
que estaba dentro de un sueño y quiso despertar, quiso abrir aún más los ojos,
gritar su nombre, aferrarse a sus manos firmes y tiernas. Quiso que nada de
aquello hubiera pasado, quiso decirle que lo necesitaba, pedirle perdón por
haberlo arrastrado con su dolor,… Sintió el deseo de volver a recuperar la vida.
Le pareció escuchar un ruido, un ruido
de ramas al crujir. Podría ser él, que había salido a buscarla. Intentó llamarlo
pero la voz no le salió de la garganta, posiblemente contraída por un espasmo de frío, pensó. O quizás ya no podía
hablar. Hacía tanto tiempo que estaba encerrada en su silencio. Entonces se agachó,
alcanzó una rama a tientas y acercándose a un árbol, comenzó a golpear una y otra vez contra su
tronco.
“Aquí, aquí”, se imaginó gritando. Detuvo los golpes y aguzó
el oído. Nada. Silencio. Tenía que esforzarse, vencer el dolor, avanzar en
alguna dirección, eso le dijo la psicóloga, tenía
que avanzar en alguna dirección. El frío le calaba los huesos y la tierra
húmeda y las ramas cortadas bajos sus pies le hacían dar saltitos con los que
se sintió ridícula. Una emoción. Se lo diría luego: “Por fin siento algo”. De
repente lo oyó, lo oyó cerca, gritando su nombre, pero el tono de la voz le
produjo una extraña sensación. Parecía enfadado, como quien busca a alguien que
se ha escapado desobedeciendo una orden estricta. A pesar de ello echó a correr
hacia la voz, ajena ya a cualquier molestia. Pronto se tuvieron a la vista. Un
hueco de luz de luna filtrado entre los
árboles se alió con el encuentro
situando el foco entre ellos. Ella estaba más cerca y llegó antes. Se detuvo
allí a esperarlo a él. Tiritando de frío y de alegría. Conforme entraba en el
espacio más claro pudo contemplar su rostro, serio o quizás triste o…No le
resultó familiar su expresión. Luego observó su mano. Los nudillos marcados
empuñando un hierro largo acabado en punta, como un arpón de pesca. Ahora sus
ojos le parecieron amenazadores. Quiso eliminar sus temores, abrió los brazos
extendiéndolos hacia su amado. En un gesto rápido, él impulsó el hierro hacia
atrás y se lo clavó de un golpe seco y duro en el vientre, justo debajo de las
costillas.
El grito de dolor la devolvió por fin a la realidad. Fue un
grito liberador. Se encontró incorporada en la cama, sintiendo el sudor
empaparle el camisón. La mirada perdida al frente. Su corazón latía con fuerza
en su pecho. Giró la cabeza buscándolo a su lado. Allí estaba. Dormido aún. Se
sintió reconfortada. No quiso despertarlo. Quizás vendría bien tomar un poco el
aire de la noche, despejarse. Sin encender las luces se dirigió al salón, abrió
la puerta. Miró a lo lejos. A ratos la
luna se colaba entre las nubes dibujando la silueta de un regimiento de hayas del bosque cercano. Comenzó a andar hacia ellos.