lunes, 17 de septiembre de 2012

Arrepentimiento




La principal causa de mi indecisión actual se debe al arrepentimiento.  Antes era un soberbio engreído que no encontraba motivos para pedir perdón por sus actos: no se los pedí a mi amigo cuando le gasté aquella broma durante su boda, la de esposarlo a un enano y tirar la llave a la basura; ni a mi ex-novia, cuando me encontró el mensaje en el móvil a su amiga Rosa; ni siquiera a Pedro, mi antiguo jefe en el banco, después de traicionar su confianza y vocear sus líos con las drogas, lo que me permitió ocupar su puesto muchos años antes de que se jubilara. Todo me parecía justificable, bien por los objetivos, bien porque los destinatarios eran, en realidad, como nenazas malcriadas que no soportaban ninguna broma inteligente.

Hasta hace prácticamente un año, sólo miraba para adelante. La vida me sonreía, no había persona o situación que tuviera control alguno sobre mí. Me sentía dueño de mi vida y cada uno de mis gestos, desde anudarme la corbata hasta atusarme el pelo, desprendían un halo de seguridad  que bien podrían haber cotizado en bolsa.

Un sábado de abril toda esa aplastante seguridad en mí mismo se desplomó. Una chica me abordó justo en la entrada del metro de Ópera. Al principio pensé que iba a pedirme que le pusiera un autógrafo en el pecho o algo así, pero su mirada parecía indicar lo contrario. Lo que ocurría era que el resto de las opciones ni se me pasaban por la cabeza. Mientras sonreía como Justin Bieber, esperando a que se quitara el botón superior de su blusa, me quedé sin reflejos para esquivar su movimiento. Introdujo su mano en el bolso, extrajo un cuchillo y me lo clavó en medio del abdomen, justo sobre el  ombligo en el que me echaba las gotitas de Poivre, para que el descenso mordisqueante que recorrían las chicas desde mi pecho  tuviera un toque de pimienta a mitad de camino.

Notaba sus dedos haciendo fuerza sobre mi camisa, empujando para que penetrara hasta las entrañas. Esperé que una luz cegadora iluminase el camino hasta el cielo, un lugar en el que también tendría éxito, sin duda, pero la única luz que me llegaba era la de la ira de sus ojos.

-        -  Es sorprendente, ¿verdad? - se limitó a decir.

¿Sorprendente? Sí, incluso, alarmante. Sacó el cuchillo, una hoja de al menos diez centímetros, y la blandió ante mis ojos atónitos. No había ni gota de sangre. Era uno de esos cuchillos que utilizan para las películas, con hoja retráctil. Estuve tentado de ahogarla allí mismo, pero, sí, la sorpresa me tenía paralizado.

-         - El que se clavó mi padre sí era de verdad – ahora, de pronto lloraba. Todo para mí era incomprensible.

 Se dio media vuelta y comenzó a correr, imagino que no se le ocurrió ninguna otra cosa mejor para paliar su dolor. Ni siquiera aquella extraña venganza parecía haberla consolado finalmente.

Y allí, con la gente corriendo a mi alrededor, ajena a aquella posible tragedia, me dio por pensar en los motivos de aquella chica. Dudé. Por primera vez desde que vi a mi padre sustituir mi diente de leche por caramelos bajo mi almohada, dudé.

Quise salir corriendo detrás, pero no pude. Pedirle perdón, por lo que fuera que yo hubiera hecho. Dudar, pedir perdón. Mis hombros se volvieron resbaladizos, la cartera que colgaba en bandolera cayó al suelo y alguien, no sé quien, se inclinó y me la entregó. Me di la vuelta y comencé a bajar las escaleras del metro, cabizbajo. Había estado a punto de morir pero lo habían dejado en un susto, un susto terrible.

Desde entonces vivo en un arrepentimiento continuo, por todo lo que hice, por el daño que infligí. Llamé a todo el mundo para intentar encontrarla, saber quién se había suicidado a consecuencia de mis actos, pero nadie conocido había llegado a tal punto. Se limitaban a odiarme en lo más profundo y alguno me confesó que si pudiera me escupiría a la cara, pero sin más.

Me detenía a la entrada del metro de Ópera esperando que se presentara de nuevo, que consumara su  represalia y acabara con este dolor, con esta indecisión permanente. Pero ella no apareció.

Mi nueva actitud no me granjeó nuevas amistados en principio, la gente se extrañaba de mi cambio de comportamiento.   Mis jefes también lo notaron  y no les gustó. Otro chico joven, seguro y sin contemplaciones les contó mi afición a chatear en horario de oficina. Cualquier cosa habría bastado; ellos necesitaban alguien con aplomo y sin escrúpulos.

Pronto me encontré al otro lado, junto a aquellos a los que había vilipendiado, a los que menospreciaba, que,  para mi sorpresa,  tardaron poco en perdonarme, más que yo a mí mismo, seguro. Me invitaron a una barbacoa. Y lo más gracioso es que fui. Una barbacoa con humos. Sí, definitivamente, era otro. La gente lo notaba y me trataba de manera diferente, con naturalidad. 

Vendí mi casa en el centro y me mudé al barrio, al de buena parte de los chicos de la oficina. Aún así, no podía estar en paz conmigo mismo, había algo, no sabía qué desgraciadamente, algo que había echo a alguien y que no podía reparar. Esa carga me lastraba diariamente.

Hace unos días, cuando ya me había hecho a la idea de vivir sin más con esta incertidumbre, esperando a un compañero en la puerta del metro de Callao, la vi llegar. Las piernas me temblaron. Pensé que venía  a consumar su trabajo incompleto, pero de pronto se detuvo ante otro hombre próximo a mí. Lo miré, vestía de Brione. Impoluto. Sólo las prisas justificaban que viajara en metro. Ella hizo exactamente lo mismo que conmigo. Sacó aquel cuchillo horrible y atravesó con su propio dolor el vientre tembloroso de aquel hombre de negocios. Él reaccionó de forma diferente. Salió corriendo despavorido. Sin mirar hacia atrás. Ella no tuvo tiempo siquiera para explicarle los motivos. Entonces giró la cara y me vio. Nos quedamos mirándonos un instante. Sus ojos seguían desprendiendo el fuego imperecedero de la ira. Luego se giró y se marchó sin más. Esta vez sin correr, sin llorar.

Comencé a entenderlo todo. Creí entenderlo, al menos. Ella no me había matado virtualmente a mí; nos mataba a todos, a desconocidos a los que asociaba con la muerte de su padre, mataba al sistema que había conseguido que su padre acabara suicidándose. Quería que supiéramos qué se siente, aunque sólo fuera por un instante fugaz y terrible, transmitirnos la sensación de ser objeto, en lugar de sujeto, de no tener el control sobre nuestras vidas, sino que dependa de lo que hayan decidido otros. Sí, elegí esa explicación. Quizá hubiera otras, pero esa me dio la paz suficiente para aceptar mi nueva vida.

Igual que la otra vez, estuve tentado para salir detrás de ella, esta vez para agradecerle que me abriera los ojos, que me convirtiera en este ser dubitativo, frágil, compañero,..humano.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Cómo esquilar a una oveja





Estación de Cerro Muriano. Córdoba. 1966.


-        -  ¡¡López Rengel!!, ¡¡Gómez Abad!!,..

La voz del soldado resonó entre el bullicio de la estación. Iba soltando nombres de carrerilla, sin detenerse a escuchar la confirmación de la presencia de los nombrados.

Paco miró a su alrededor. Vio reflejada su cara en los rostros huidizos de sus camaradas.

- ¡Gómez Nieto!

Tras el sobresalto inicial al escuchar sus apellidos, se encaminó en la misma dirección que los otros, hacia el terraplén a las espaldas del tren, en la que un camión militar iba engullendo chicos hacia su trascendente destino.

Un rato más tarde, enfilaron el camino de las minas,  rumbo al Cerro Muriano. El miedo le atravesaba los huesos más profundamente que  gélido viento  que se colaba por las lonas raídas.

Recordó a su padre en la estación, despidiéndolo. Más palabras juntas de las que le había dicho en prácticamente toda su vida previa.

-     Te harás un hombre.

Todos los hombres se construyen en la mili, antes eres un hombre incompleto. Ningún rito curte más. Ni fumar Ideales, ni irte de putas.  La mili te empequeñece hasta el punto de resituarte en el mundo, de hacerte comprobar la verdadera dimensión de las cosas. Desplaza el eje desde los ombligos hasta la periferia; desde sí mismo hacia los otros. Obedecer te hace un hombre; obedecer sin rechistar.

Un chico alto, moreno, lo sacó de su ensimismamiento.

- ¿Tú de dónde vienes? 
- De Almendralejo.
- ¡Uf, mi primo dice que aquí a los de Almendralejo se las tienen jurada!
- ¿Quién es tu primo?- preguntó  Paco.
- Un cabo primera - le respondió el chico.

-¡¡¡Vamos reclutas, moveros, que se os caen los cojones!!!

Salieron en tropel. De allí al barracón, del barracón al comedor, del comedor  a pelarse.

La cola para el barbero  le recordó a las ovejas. Su padre se dedicaba a esquilarlas desde siempre. A él le enseñó el oficio y seguramente él se lo enseñaría a su hijo también. Las primeras veces que le pasas las tijeras vas con miedo, luego, cuando ya has esquilado a cientos, el temor desaparece, al fin y al cabo eres tú el que esquila, el que tiene la herramienta, el que tiene el poder. La oveja bala, se lamenta inútilmente y tú cumples con tu deber, sin miramientos, sujetando bien a la bestia.

Veía salir uno tras otro, todos prácticamente iguales, hombres indistinguibles en su imagen y en su miedo. Los imaginó balando de impotencia. 

La ropa, el petate, la litera de abajo, la taquilla sin candado, las botas, el chopo, el toque de corneta, la retirada. La noche, la primera temida noche.

En aquellos barracones recién estrenados ese año,  el silencio nocturno castrense se podía cortar como el tocino sin veta del desayuno en el amanecer de la sierra. No pudo dormir. Oía las respiraciones a su alrededor. Todos expectantes. Unas voces al fondo, luego silencio. Al fin  gimoteos, algo lejanos, intermitentes. Por la distancia y la dirección los ubicó en las letrinas.

-¡¡Firme y besa la fregona, digo la bandera!! - se escuchó con claridad junto a unas risas, un golpe, tortazos,..- ¡¡Bien besada, soldado,  no querrás deshonrar a la bandera!! Eso es.., y ahora a casita, de vacaciones a ver a mami.

El  sonido al meterlos en las taquillas. Un atisbo de rabia.

- Cántanos algo, Gutiérrez.

Las luces de un par de linternas iluminaban la taquilla, uno de los veteranos la zarandeó con fuerza  hasta que desde su interior se oyó al recluta cantar algo, apenas reconocible, con voz trémula y suplicante. Luego silencio, por fin.

Toda la mañana del día siguiente marcando el paso, dando una y otra vez golpes por el enfangado suelo del campamento, hasta coger el ritmo. El gallego,  que iba delante no era capaz, lo perdía continuamente. Un alférez lo sacó de un manotazo de la fila y comenzó a darle tortas al mismo compás que el de los zapatazos con las botas recién estrenadas.

- ¡¡Así, vamos!!, ahora date tú, a ver si coges el ritmo de una puta vez gallego cabrón.

El gallego comenzó a golpearse a sí mismo, lo veían a cada vuelta allí, firme, con un temblor creciente y cada vez más impreciso.

En el descanso, el gallego permanecía mudo. La cara completamente alborotada por el pudor y el dolor.

- ¿Tienes dinero? - le preguntó a Paco, Álvarez,  el primo del cabo primero.
- ¿Trece cincuenta?
- Eso es un dineral. Da para cuatro Torres 5 y todavía te sobra. Vamos.

Se puso junto a los demás  en la cola del bar, hablando sin parar, hasta que les llegó el turno. Apenas se quedó con una moneda de  dos cincuenta, el resto se lo gastó en coñac.

El alcohol le alivió el frío, le hizo sentirse en comunión con las ovejas esquiladas en perpetua procesión que lo rodeaban. El gallego bebió más,  hasta el punto de que parecía haber olvidado la humillación que acababa de sufrir.

- Esta noche nos toca a nosotros - dijo Álvarez de pronto, con voz amarga.
- ¿Cuántos somos? - preguntó un chico tan bajo que Paco se preguntó cómo había logrado pasar la talla. No aparentaba 21, ni siquiera 18 años.
- Unos doce -respondió otro.
- ¿Y ellos? - insistió el chico.

Ellos. Nosotros. España era una. Una. pero aquí estaban Ellos y Nosotros. Y nosotros éramos más. Incluso el gallego, seguramente ebrio como nunca en su vida, podía llegar a esa conclusión.

- Cinco. Cinco veteranos cabrones -dijo Álvarez y se bebió su coñac de un trago, como si eso formara parte de su realidad cotidiana.
- Yo no quiero pasar la noche en la taquilla - se quejó Paco.
Todos rieron, liberados del miedo por el alcohol.

- Somos más - dijo otro mientras liaba un pitillo, como si acabara de contrastar dicha obviedad -, pero no sé de qué coño puede servir. Somos más pero todos acojonados. Y tú más, - señaló a Paco- porque me han dicho que eres de Almendralejo, y aquí a los de ese puto pueblo se las tienen jurada.

Con la última copa surgió al fin el valor suficiente para comprometerse con la sublevación. Eran más, aquello era injusto, ¿se necesitan más argumentos?

Tras pasar revista, se dirigieron a duras penas al interior del barracón, hacia sus literas. El toque de corneta anunció retreta,  retirada. Apagaron las luces. Paco se durmió profundamente sin apenas detenerse a recordar el miedo ni el valor, que tan cercanos habían estado en tan escaso periodo de tiempo.

- ¡¡Despierta, mierda!!, el ejército te llama.

Un grajo le gritó al oído. Tuvo que repetírselo a empujones, hasta que lo arrojaron al suelo. La luz de la linterna lo deslumbró.

- Vamos. Toca jurar bandera, ¿querrás irte a casita con mami, no?

Lo condujeron sin oposición hacia las letrinas. Allí, a la luz de varias velas, atisbó al resto de sus camaradas de quinta, escasamente despiertos aún, al igual que él. Los pusieron firmes. Uno de los veteranos se paseaba delante de ellos, con las manos detrás de la espalda mientras soltaba un discurso aparentemente marcial. Otro sujetaba un sucio mocho de fregona como si fuera la misma bandera. El bajito giró la cabeza para mirar a sus compañeros, probablemente buscando una señal para actuar, pero el veterano que soltaba el discurso se detuvo ante él y le soltó un terrible guantazo en la nuca. El resto de veteranos soltaron una risotada cruel.

-¡¡Firmes, coño!! Tú tienes que ser de Extremadura, ¿a qué sí?
- No, mi... -titubeó el chico- mi...
- ¡¡Mi general!!
- No, mi general, soy de Sevilla.
- Entonces te vas a librar- sonó condescendiente-.  Ven ponte aquí - lo condujo hasta  un retrete -, mete las manos y procura sacar la esencia y al que no bese la bandera como es debido se lo restriegas en la cara, ¿lo has entendido, sevillano?
- ¡Sí, mi general!!

Doce. Ellos cinco. Paco se escuchó a sí mismo gritar.

- ¡¡Ahora!!

Impulsados por la sorpresa, los otros se abalanzaron detrás de él, con el arrojo previsto, libres para hacer justicia y enderezar la situación. Desconcertados, los veteranos no tuvieron tiempo para reaccionar. Los tumbaron en el suelo como a ovejas y comenzaron a esquilarlos, uno a uno,.. ¿a esquilarlos?

- ¡¡¡Tú, mierda, despierta de una puta vez, que ya sólo faltas tú para jurar bandera!! ¿Querrás volver a casita a ver a mami, no?

La voz ronca del soldado lo devolvió a la realidad. Paco abrió los ojos hasta hacerse a la escasa luz de las linternas. Cerca, algunos de sus compañeros encerrados en las taquillas entonaban canciones supuestamente alegres. Mientras se dejaba conducir sin resistencia a las letrinas, un sentimiento de esperanza comenzó a alojarse en su interior: había sido capaz de soñar la liberación.