La principal causa de mi indecisión actual se debe al
arrepentimiento. Antes era un soberbio engreído
que no encontraba motivos para pedir perdón por sus actos: no se los pedí a mi
amigo cuando le gasté aquella broma durante su boda, la de esposarlo a un enano
y tirar la llave a la basura; ni a mi ex-novia, cuando me encontró el mensaje
en el móvil a su amiga Rosa; ni siquiera a Pedro, mi antiguo jefe en el banco, después de
traicionar su confianza y vocear sus líos con las drogas, lo que me permitió
ocupar su puesto muchos años antes de que se jubilara. Todo me parecía
justificable, bien por los objetivos, bien porque los destinatarios eran, en
realidad, como nenazas malcriadas que no soportaban ninguna broma inteligente.
Hasta hace prácticamente un año, sólo miraba para adelante.
La vida me sonreía, no había persona o situación que tuviera control alguno
sobre mí. Me sentía dueño de mi vida y cada uno de mis gestos, desde anudarme
la corbata hasta atusarme el pelo, desprendían un halo de seguridad que bien podrían haber cotizado en bolsa.
Un sábado de abril toda esa aplastante seguridad en mí mismo
se desplomó. Una chica me abordó justo en la entrada del metro de
Ópera. Al principio pensé que iba a pedirme que le pusiera un autógrafo en el
pecho o algo así, pero su mirada parecía indicar lo contrario. Lo que ocurría era que el resto de las opciones ni se me pasaban por la cabeza. Mientras sonreía
como Justin Bieber, esperando a que se quitara el botón superior de su blusa,
me quedé sin reflejos para esquivar su movimiento. Introdujo su mano en el
bolso, extrajo un cuchillo y me lo clavó en medio del abdomen, justo sobre
el ombligo en el que me echaba las gotitas de Poivre, para que el descenso mordisqueante que recorrían las chicas desde mi pecho tuviera un toque de pimienta a mitad de camino.
Notaba sus dedos haciendo
fuerza sobre mi camisa, empujando para que penetrara hasta las entrañas. Esperé
que una luz cegadora iluminase el camino hasta el cielo, un lugar en el que
también tendría éxito, sin duda, pero la única luz que me llegaba era la de la
ira de sus ojos.
- - Es sorprendente, ¿verdad? - se limitó a decir.
¿Sorprendente? Sí, incluso, alarmante. Sacó el cuchillo, una
hoja de al menos diez centímetros, y la blandió ante mis ojos atónitos. No
había ni gota de sangre. Era uno de esos cuchillos que utilizan para las
películas, con hoja retráctil. Estuve tentado de ahogarla allí mismo, pero, sí,
la sorpresa me tenía paralizado.
- - El que se clavó mi padre sí era de verdad –
ahora, de pronto lloraba. Todo para mí era incomprensible.
Se dio media vuelta y
comenzó a correr, imagino que no se le ocurrió ninguna otra cosa mejor para
paliar su dolor. Ni siquiera aquella extraña venganza parecía haberla consolado finalmente.
Y allí, con la gente corriendo a mi alrededor, ajena a aquella posible tragedia, me dio por pensar en los motivos de aquella chica. Dudé. Por primera vez desde que vi a mi padre sustituir mi diente de leche por caramelos bajo mi almohada, dudé.
Quise salir corriendo detrás, pero no pude. Pedirle perdón, por lo que fuera que yo hubiera hecho. Dudar, pedir perdón. Mis hombros se volvieron resbaladizos, la cartera que colgaba en bandolera cayó al suelo y alguien, no sé quien, se inclinó y me la entregó. Me di la vuelta y comencé a bajar las escaleras del metro, cabizbajo. Había estado a punto de morir pero lo habían dejado en un susto, un susto terrible.
Desde entonces vivo en un arrepentimiento continuo, por todo lo que hice, por el daño que infligí. Llamé a todo el mundo para intentar encontrarla, saber quién se había suicidado a consecuencia de mis actos, pero nadie conocido había llegado a tal punto. Se limitaban a odiarme en lo más profundo y alguno me confesó que si pudiera me escupiría a la cara, pero sin más.
Me detenía a la entrada del metro de Ópera esperando que se presentara de nuevo, que consumara su represalia y acabara con este dolor, con esta indecisión permanente. Pero ella no apareció.
Mi nueva actitud no me granjeó nuevas amistados en principio, la gente se extrañaba de mi cambio de comportamiento. Mis jefes también lo notaron y no les gustó. Otro chico joven, seguro y sin contemplaciones les contó mi afición a chatear en horario de oficina. Cualquier cosa habría bastado; ellos necesitaban alguien con aplomo y sin escrúpulos.
Pronto me encontré al otro lado, junto a aquellos a los que había vilipendiado, a los que menospreciaba, que, para mi sorpresa, tardaron poco en perdonarme, más que yo a mí mismo, seguro. Me invitaron a una barbacoa. Y lo más gracioso es que fui. Una barbacoa con humos. Sí, definitivamente, era otro. La gente lo notaba y me trataba de manera diferente, con naturalidad.
Vendí mi casa en el centro y me mudé al barrio, al de buena parte de los chicos de la oficina. Aún así, no podía estar en paz conmigo mismo, había algo, no sabía qué desgraciadamente, algo que había echo a alguien y que no podía reparar. Esa carga me lastraba diariamente.
Hace unos días, cuando ya me había hecho a la idea de vivir sin más con esta incertidumbre, esperando a un compañero en la puerta del metro de Callao, la vi llegar. Las piernas me temblaron. Pensé que venía a consumar su trabajo incompleto, pero de pronto se detuvo ante otro hombre próximo a mí. Lo miré, vestía de Brione. Impoluto. Sólo las prisas justificaban que viajara en metro. Ella hizo exactamente lo mismo que conmigo. Sacó aquel cuchillo horrible y atravesó con su propio dolor el vientre tembloroso de aquel hombre de negocios. Él reaccionó de forma diferente. Salió corriendo despavorido. Sin mirar hacia atrás. Ella no tuvo tiempo siquiera para explicarle los motivos. Entonces giró la cara y me vio. Nos quedamos mirándonos un instante. Sus ojos seguían desprendiendo el fuego imperecedero de la ira. Luego se giró y se marchó sin más. Esta vez sin correr, sin llorar.
Comencé a entenderlo todo. Creí entenderlo, al menos. Ella no me había matado virtualmente a mí; nos mataba a todos, a desconocidos a los que asociaba con la muerte de su padre, mataba al sistema que había conseguido que su padre acabara suicidándose. Quería que supiéramos qué se siente, aunque sólo fuera por un instante fugaz y terrible, transmitirnos la sensación de ser objeto, en lugar de sujeto, de no tener el control sobre nuestras vidas, sino que dependa de lo que hayan decidido otros. Sí, elegí esa explicación. Quizá hubiera otras, pero esa me dio la paz suficiente para aceptar mi nueva vida.
Igual que la otra vez, estuve tentado para salir detrás de ella, esta vez para agradecerle que me abriera los ojos, que me convirtiera en este ser dubitativo, frágil, compañero,..humano.