Parece
que te estoy viendo ahora mismo: “Nunca llegarás a nada, Pável. Mira a tu primo
Sergey, ya ha ganado una medalla al mérito en el trabajo”. Jódete, viejo, todas las medallas están ya en
los anticuarios y pronto no quedarán ni mi primo ni otros de su calaña para poder añorarlas.
Él
estará ahora ahí, junto al resto,
gritando contra los nuevos tiempos, con sus banderitas y sus cánticos. Nunca me aprendí ninguno, lo
siento madre. Sé que no soportabas la tensión cuando el viejo empezaba a maldecirme.
“Vamos, hijo, ¿qué te cuesta? Yo sé que
eres bueno, repite conmigo, vamos,
hijo…” No madre, no podía, no podía retener las frases dentro de mi
cabeza. Lo intenté, créeme. Yo querías ser como los demás pero él pensó que no,
que lo hacía por despecho, para avergonzarlo. Maldito vejestorio. Ojalá los
gusanos hayan dado cuenta de hasta el último de tus podridos huesos. Escucha,
escucha como gritan. Óyelos cantar. Pronto tu viejo camarada Kolia te hará compañía. Ya quedan pocos. Estoy
disfrutando de mi nuevo trabajo. Llevabas razón, acabaría de barrendero, pero
lo que no imaginabas era lo que iba a terminar limpiando. Óyelos. Los escucho desde aquí. Cantan sí, cantan y
gritan. Déjalos desgañitarse.
Ojalá
Sergey viniera acompañando a Kolia. Seguramente fingiría alegría. “Hola,
primo”, me diría, “cuánto tiempo sin verte”. Me abrazaría y al chocar contra mi
pecho sentiría el arma debajo del abrigo y se echaría hacia atrás sorprendido y
asustado, sí asustado, padre, tu sobrino es un cobarde, lo sé porque yo un día
lo fui. Leería en mis ojos su destino, como aquella vez en el patio de casa, cuando se ofreció a ayudarme con la leña que
me mandaste a cortar como castigo. “Trabaja como un hombre, desgraciado”, “Padre
–te supliqué-, está nevando”, pero me atravesaste con la mirada y me empujaste
hacia afuera: “Demuestra que mereces el pan que te comes. No soporto descubrir
cada día lo inútil que eres”. Lo inútil
que eres. Sí, esas palabras me ayudaron a combatir el frío, me hicieron
arder por dentro y aún no se ha extinguido la llama. Y entonces llegó él, con
otra hacha, dispuesto a ayudarme, a humillarme aún más y yo lo miré fijamente y
no nos dijimos nada, se dio media vuelta y se marchó.
Ya
le quedará poco a la manifestación. Ahora se concentrarán en la plaza Puskhin,
Kolia tomará el micrófono y gemirá como una
plañidera contra las injusticias, luego se dispersarán y entonces bajará a su casa, hinchado como un pavo real. Ven Kolia, no tardes.
Cómo
me gustaría desenterrarte, viejo, y ponerte aquí, en el asiento de atrás de tu
asqueroso Lada, para que contemplaras mi trabajo. Me dirías: “Saluda al camarada Kolia, Pável”.
“Hola señor Nikolay; mis respetos”. “¿Qué es eso, Pável?”, “Ah, ¿esto? Esto,
señor Nikolay, es una Ruger de 9 mm, y estas muescas que ve aquí, en la
empuñadura, son camaradas que han ido a hacerle compañía a su amigo Mihail”. Oh, cabrón, seguro que estarás encantado de
tenerlo allí abajo contigo. Podréis organizar una célula para luchar contra el
diablo.
Te
demoras, bastardo, pero da igual; esperaré. Cuando acabe saldré por abajo,
hasta el hotel Berlín, allí me encontraré con Oleg y beberemos para celebrarlo,
como cuando nos escapábamos al parque siendo adolescentes y él sacaba la petaca y la blandía como una bandera
delante de mi cara: “Vodka, camarada, sangre bolchevique para el cuerpo”. Lo siento, madre, ni acertaste con el viejo
ni con mis amigos. El padre de Oleg lo tuvo claro desde el principio. “Mi padre
dice que nos vayamos preparando”. Qué razón tenía, amigo, qué poco tardó en
llegar el gobierno de los fuertes. Parece
que aún oigo a tu padre: “Vamos a limpiar el país”. Ves, madre, no hacía falta
repetir tantas veces la canción. La verdad estaba en la calle, no en esos
libelos amarillentos.
“Oleg
no es buena compañía, Pável”, “¿Por qué, madre?”. “No lo ves, pobre Pável,
estás cegado por el odio”. No, madre, la ciega eras tú. Míralo, nunca me ha
fallado. Te contaré algo, madre. Como tantas veces, una tarde en el colegio me
rodearon. Yo me oriné encima porque sabía lo que me esperaba y entonces,
inesperadamente, llegó él y le bastó
decir en voz baja: “Dejadle en paz”, y todos se apartaron con el rabo entre las
piernas y entonces se acercó y me ofreció beber de su petaca. ¿Lo entiendes,
madre? “A ser valiente se aprende”, me dijo. ¿Recuerdas aquel día, verdad?
Llegué ebrio, oliendo a alcohol y a meado. Me llevaste corriendo a la parte
trasera de la casa y empezaste a llorar mientras me quitabas la ropa. Yo estaba
feliz, por primera vez en mucho tiempo me sentía feliz, y tú, en cambio, parecías decepcionada. Ese día comprendí que
sólo podría confiar en Oleg.
Un
momento, por ahí llegan. Me echaré hacia atrás. Ahora se despedirán y lo
dejarán a él solo. Cuando meta la llave en el portal saldré del coche y lo
empujaré dentro. Creerá que vengo a incorporarme a su lucha. Pobre viejo.
Pronto beberemos de tu petaca, Oleg, amigo y cerraremos los ojos escuchando a
tu padre citando a Malaquías: “No quedará de ellos ni raíz ni rama”