La primera vez que vi a Hasp me
asusté. Yo ya no era un crío, acababa de cumplir los diez años, pero seguía siendo un niño temeroso,
inseguro, con esa inseguridad que da la conciencia de que nunca estarás a la
altura de lo que se espera de ti. Él era un cachorro, completamente blanco,
prácticamente albino, con la piel aún arrugada tras el hocico rosado, sobre el que se dibujaba un moteado disperso. Alrededor de los ojos
volvía a aparecer ese tenue color rosa, brindando una especie de antifaz a unos ojos achinados y sin brillo, a través de los cuales, aquel
animal, intuyó mi debilidad. Mi padre
vio la expresión de mi rostro e hizo un gesto de desagrado, me acercó al perro e hizo que me agachara a su altura. El cachorro
se limitó a lamerme la cara, hasta que finalmente me tranquilicé. Acaricié su
lomo con suavidad y él empezó a contonearse con nerviosismo.
Hasp fue creciendo a la sombra de mi
padre, siempre estaban juntos, yo sentía
que, de alguna manera, ocupaba mi lugar, que me robaba la posibilidad de que,
al menos, la cercanía física pudiera otorgarme alguna vez la incierta
posibilidad de su aceptación. Sus empleados prácticamente necesitaban el
consentimiento de ambos para emprender cualquier acción. Cuando le contaban algo
a mi padre, éste miraba a Hasp, que a su
vez le devolvía la mirada que yo, desde la distancia, imaginaba cómplice. Llegó
un momento en el que los trabajadores, incluso los propios encargados con mayor
antigüedad, empezaron ellos mismos a repetir ese protocolo de miradas y el
perro se las sostenía de la misma forma
en que lo hacía mi padre, como órdenes mudas que han de ser interpretadas.
Un día me asomé a la ventana de la
cocina y los vi caminar por el césped del jardín. Mi padre hablaba por teléfono
y Hasp iba detrás. Me pareció que imitaba sus pasos, su forma de andar. Cuando
levantaba una mano para apuntalar lo que hablaba, el perro elevaba también al
mismo tiempo una pata; si negaba o afirmaba con la cabeza, él también realizaba
tales gestos.
— El perro me da miedo, papá—, llegué a decirle
un día.
—¿Hasp? —, preguntó extrañado. Se giró y lo
señaló con el dedo—. No encontraré jamás un animal como ese. Si fuera una
persona le dejaría todo lo que he conseguido con tantos años de esfuerzo, no lo
dudes.
El dogo argentino me miró con dureza, con una dureza penetrante, casi
con arrogancia, como si supiera lo que acababa de decir de él. Abrió la boca y
en lugar de emitir un ladrido me pareció que articulaba mi nombre. La impresión
me llevó a recular hasta tropezar con una silla y caerme. En lugar de venir a
levantarme, mi padre soltó una risa sonora. Hasp avanzó hasta ponerse a su
altura y ambos se quedaron mirando cómo me incorporaba, yo, el vástago destronado,
un enclenque estudiante pusilánime que no podría jamás enfrentarse a las
demandas de la sacrosanta competitividad,
hasta el punto de que un simple y repugnante bicho transmitía más
seguridad y confianza.
Subí las escaleras llorando y mientras me trastabillaba en mi huída,
imaginé que tal actitud cobarde confirmaría aún más lo que mi padre veía en mí:
la incapacidad para enfrentarme al
mundo, a su mundo. Ambos se quedaron allí, riéndose como viejos camaradas que
acababan de compartir una confidencia. ¿Riéndose? Me detuve ya en el rellano de la primera planta, cerca
de mi habitación, y me asomé, agazapado, por los barrotes de la barandilla. Mi
padre tenía sujeto a Hasp por las patas delanteras hasta ponerlo de pie ante
él. La musculatura de las patas traseras comenzó a elongarse, el corvejón se
enderezó por completo hasta convertirse en una rodilla puntiaguda y de las
almohadillas de las patas empezaron a deslizarse unos dedos rematados por unas
uñas aguileñas, recias y atemorizantes.
Miré perplejo a mi padre, que en lugar de asustarse por la transformación que
observaba, soltó a Hasp y se retiró hacia atrás, mientras éste soportaba sin aparente dificultad el peso del cuerpo
sobre su tren inferior, ahora indistinguible del de cualquier humano, hasta
quedar completamente erguido. Tras unos segundos de lo que intuí era admiración, se acercó de nuevo a él, visiblemente
emocionado, y lo abrazó.
Me restregué los ojos bañados aún por el estupor y los restos de
orgullo herido, me di la vuelta, entré en la habitación y me tumbé sobre la
cama repitiéndome una y otra vez que todo aquello era sólo una alucinación.
En los días siguientes, sin embargo, pude comprobar que no había sido
fruto de mi imaginación. Hasp ya no iba detrás de mi padre, ahora caminaban juntos, uno al lado del otro. El
enorme perro blanco le sacaba una cabeza de altura a mi padre, pero él parecía
sentirse cómodo al lado de aquel mastodonte. Extrañamente, los demás, los
empleados de las empresas, los de la casa, el jardinero, el chófer,…nadie
parecía afectado por el cambio. Llamé a mi madre para contárselo, pero ella, sin
apenas dejarme acabar el nervioso relato de lo que estaba viviendo, se limitó a
decirme: “De tu padre me lo creo todo, hijo, pero tú deberías comer más”, y
colgó. Y entonces volví a sentirme
abandonado de nuevo y quise salir corriendo, huir una vez más, pero el mundo fuera de la
enorme mansión se me antojó aún más
angosto, lúgubre e inseguro.
Poco a poco, la transformación fue completa. De un rato para otro, de la
mañana a la tarde, podía observar algún
cambio significativo, los dedos, los bíceps, el tórax, el cuello,.. pero seguía
manteniendo aún su poderosa cabeza animal sin apenas cincelamientos, los
músculos masticadores que se le marcaban con cada rictus de contrariedad, el
hocico pigmentado de rosa en torno a la trufa
y las orejas en pico, siempre alertas. Veía a mi padre hablarle
continuamente, hacer pausas, como esperando una respuesta que nunca aparecía,
hasta que un día, cerca de finales del otoño, Hasp empezó a hablar.
Los preparativos de una fiesta para celebrar una nueva fusión
requirieron la contratación de nuevas asistentes en la cocina. Yo estaba
sentado en un butacón de la biblioteca,
fingiendo leer, mientras atisbaba por la puerta entreabierta que daba con el
despacho en el que hacían las entrevistas de lo que imaginaba iban a ser nuevas
personas deambulando sin parar por la cocina. Esperaba, anhelaba más bien, que
apareciera alguien en quien confiar, alguien con la fortaleza necesaria para que
pudiera ayudarme sin saber muy bien a qué. Mi padre estaba sentado tras la mesa
y Hasp de pie, se dedicaba a olisquear y
dar vueltas alrededor de las asustadas candidatas. Con cada nueva chica se le
veía más intranquilo, jadeaba hasta
babear, se ponía por detrás y empezaba a moverse con agitación prácticamente
pegado a sus espaldas. Las chicas se revolvían temerosas ante los gestos de aquel monstruo, pero eso no hacía sino excitarlo aún más,
hasta que salían huyendo, a pesar de la gran necesidad de un empleo que pudiera
paliar aunque fuera temporalmente su miseria. Una de ellas, sin embargo,
permaneció inmóvil, aparentemente sin temor, soportando el ritual sin
inmutarse. Mi padre le preguntó a Hasp qué le parecía y él se quedó mirándolo
por encima del hombro de ella y de pronto le escuché decir: “Es mía”. Salté del
butacón. Era una voz gutural, extraña, pero el contenido me resultó rápidamente
familiar. Es mía, como un objeto, como había sido mi madre para mi padre,
como lo soy incluso yo. Esperé alguna reacción de la chica, pero ella no hizo
nada, ningún ademán. Mi padre sacó una bolsa con dinero de uno de los cajones
de la mesa y se lo tiró al suelo. Ella se agachó a recogerlo y Hasp aprovechó
para embestirla por detrás. Le desgarró la ropa y la penetró. Asistí al
apareamiento con una contradictoria sensación de repugnancia y excitación, mientras
en mi cabeza se repetía aquella lacónica frase: “Es mía”.
Desde ese día, los monólogos fueron convirtiéndose en conversaciones
reales. Las facciones de la cara de Hasp fueron lentamente transformándose,
diría que con cada palabra, con cada frase, sus rasgos iban mutando hacia un
rostro humano, pero su verdadera naturaleza animal seguía aflorando de alguna
manera a través de las miradas de sus ojos sin pestañas y de la enorme
dentadura que albergaba su boca sin fin. A esa transformación física también le
fue acompañando otra más trascendente aún. El monstruoso ser se fue adueñando
cada vez más de la voluntad de mi padre. A veces recibía él solo a los
empleados y les daba instrucciones precisas sobre su cometido. Cuando los veía
ahora pasear juntos, parecía que era mi padre el que lo acompañaba y no al
revés. Era Hasp el que sostenía un discurso vehemente, el que hablaba por
teléfono gesticulando ampulosamente mientras mi padre, cada vez más rezagado,
asentía comprensivo e imitaba los ademanes. A la hora de la comida, me miraba
con aquella misma dureza inicial, no con el frío desdén con el que lo hacía mi padre, sino con la
certeza de abundar en mi amedrantamiento. Desde mucho tiempo atrás le rehuía,
pero ahora no podía desembarazarme de su presencia ni siquiera cuando estaba en
una estancia diferente a la suya. Sus
intenciones me perseguían día y noche. Sabía que yo, aún dentro de mi
debilidad, era ya su único obstáculo, y esa certeza no me permitía conciliar el
sueño. Apenas comía y mi aspecto físico se fue deteriorando con el paso de los
días. Estaba continuamente sobresaltado y convencido de que el trémulo olor de
mi temor llegaba a su olfato animal acrecentando sus ancestrales instintos de
caza.
Pero paradójicamente, ese miedo me empujó por primera vez en mi vida a
luchar, a luchar por sobrevivir, a
imaginar formas de librarme de aquella locura en las que todas acababan de la
misma manera: con la muerte de Hasp. No encontraba una situación propicia, un
segundo de distracción que me permitiera poner fin al monstruo. Fantaseaba con
ello pero en esos sueños, en el último
instante, él se giraba o se despertaba o
era avisado por algún ruido producido por mi torpe acercamiento, y en ese
momento saltaba sobre mí y de una poderosa dentellada acababa conmigo. Aún así,
no cejaba, no me dejaba aletargar por la angustia, sino que ideaba otro plan, y
luego otro, y así cada día y cada noche, mis
horas se fueron llenando del ansia de venganza y de un humor denso y
oscuro que fueron convirtiendo el miedo que siempre me había acompañado en una emoción que latía por mis venas, por
debajo de mi piel, con más fuerza que mi propio corazón: el odio.
Aquella mañana no necesité pensar ningún plan especial. Simplemente me
dirigí a la cocina y esperé a que el cocinero despiezara un enorme trozo de
borrego traído expresamente para Hasp. Afilaba el cuchillo con cada corte y lobservaba
la facilidad con que se introducía en la carne y ese detalle me convenció de que
haría falta poca fuerza física para asestar un golpe mortal. Una vez que acabó,
dejó el cuchillo sobre la tabla y con las piezas de carne metidas en un
lebrillo se dirigió a la cámara. Me acerqué a la mesa, lo así con fuerza por la
empuñadura y me dirigí decidido hacia la sala contigua a la biblioteca. Allí,
ambos, mi padre y Hasp, esperaban a la delegación de una empresa. Entré en la sala.
Los dos estaban de pie delante de la mesa. Hasp le daba instrucciones a mi
padre para que no dijera nada, para que lo dejara llevar el peso de la
conversación y mi padre mostraba su acuerdo sin ambages. Me vieron entrar y sin
apenas mirarme, Hasp me preguntó qué hacía allí. Vi los ojos de mi padre leer
los míos asombrado. Avancé con extraño paso firme y de un salto me impulsé con
el brazo armado a consumar mi venganza. Justo al descargarlo, observé
horrorizado como mi padre se interponía entre ambos, mientras gritaba por
primera vez la palabra “hijo” sin que pareciera que sonara a “inútil”. El
cuchillo se introdujo entre las costillas hasta prácticamente el mango. Toda la
fuerza que nunca tuve se había concentrado en aquel terrible golpe final. Mi
padre apenas tuvo tiempo para mirarme, para descubrir lo que nunca vio en mí.
La sangre se me heló, volví a ser yo de nuevo, cubierto del mismo miedo que
creía haber dejado atrás. Temblando sin comprender. Intenté evitar su caída de pero me faltaron fuerzas. El cuerpo se desplomó sin
vida, y yo me incliné hacia él y lo miré incrédulo. Lo llamé una y otra vez por
su nombre, casi como para tomar
distancia, para sentir que era otro, aquel otro
que en realidad había sido siempre. Entonces escuché a Hasp acercarse
lentamente hacia mí hasta oír su respiración animal sobre mi cabeza.
— Lástima—me susurró con un tono completamente
humano—, ya no despertará: ha sido un
golpe certero.
Luego dio un grito, un grito de alarma, y en pocos segundos llegaron
varios empleados de la casa y él se limitó a dar unos pasos hacia atrás, a
dejar que la evidencia me delatara. Tras el revuelo inicial, oí a alguien
llamar a una ambulancia y a la policía. Yo me quedé allí, inmóvil, esperando,
bajo la mirada triunfadora de Hasp.