jueves, 13 de marzo de 2014

Hasp




La primera vez que vi a Hasp me asusté. Yo ya no era un crío, acababa de cumplir los diez años,  pero seguía siendo un niño temeroso, inseguro, con esa inseguridad que da la conciencia de que nunca estarás a la altura de lo que se espera de ti. Él era un cachorro, completamente blanco, prácticamente albino, con la piel aún arrugada tras  el hocico rosado, sobre el que se dibujaba un  moteado disperso. Alrededor de los ojos volvía a aparecer ese tenue color rosa, brindando una especie de antifaz  a unos ojos achinados y sin brillo, a través de los cuales, aquel animal,  intuyó mi debilidad. Mi padre vio la expresión de mi rostro e hizo un gesto de desagrado, me acercó al perro  e hizo que me agachara a su altura. El cachorro se limitó a lamerme la cara, hasta que finalmente me tranquilicé. Acaricié su lomo con suavidad y él empezó a contonearse con nerviosismo.

Hasp fue creciendo a la sombra de mi padre, siempre estaban juntos,  yo sentía que, de alguna manera, ocupaba mi lugar, que me robaba la posibilidad de que, al menos, la cercanía física pudiera otorgarme alguna vez la incierta posibilidad de su aceptación. Sus empleados prácticamente necesitaban el consentimiento de ambos para emprender cualquier acción. Cuando le contaban algo a mi padre,  éste miraba a Hasp, que a su vez le devolvía la mirada que yo, desde la distancia, imaginaba cómplice. Llegó un momento en el que los trabajadores, incluso los propios encargados con mayor antigüedad, empezaron ellos mismos a repetir ese protocolo de miradas y el perro se las sostenía  de la misma forma en que lo hacía mi padre, como órdenes mudas que han de ser interpretadas.

Un día me asomé a la ventana de la cocina y los vi caminar por el césped del jardín. Mi padre hablaba por teléfono y Hasp iba detrás. Me pareció que imitaba sus pasos, su forma de andar. Cuando levantaba una mano para apuntalar lo que hablaba, el perro elevaba también al mismo tiempo una pata; si negaba o afirmaba con la cabeza, él también realizaba tales gestos.

 El perro me da miedo, papá—, llegué a decirle un día.
¿Hasp? —, preguntó extrañado. Se giró y lo señaló con el dedo—. No encontraré jamás un animal como ese. Si fuera una persona le dejaría todo lo que he conseguido con tantos años de esfuerzo, no lo dudes.

El dogo argentino me miró con dureza, con una dureza penetrante, casi con arrogancia, como si supiera lo que acababa de decir de él. Abrió la boca y en lugar de emitir un ladrido me pareció que articulaba mi nombre. La impresión me llevó a recular hasta tropezar con una silla y caerme. En lugar de venir a levantarme, mi padre soltó una risa sonora. Hasp avanzó hasta ponerse a su altura y ambos se quedaron mirando cómo me incorporaba, yo, el vástago destronado, un enclenque estudiante pusilánime que no podría jamás enfrentarse a las demandas de la sacrosanta competitividad,  hasta el punto de que un simple y repugnante bicho transmitía más seguridad y confianza.


Subí las escaleras llorando y mientras me trastabillaba en mi huída, imaginé que tal actitud cobarde confirmaría aún más lo que mi padre veía en mí: la  incapacidad para enfrentarme al mundo, a su mundo. Ambos se quedaron allí, riéndose como viejos camaradas que acababan de compartir una confidencia. ¿Riéndose? Me detuve  ya en el rellano de la primera planta, cerca de mi habitación, y me asomé, agazapado, por los barrotes de la barandilla. Mi padre tenía sujeto a Hasp por las patas delanteras hasta ponerlo de pie ante él. La musculatura de las patas traseras comenzó a elongarse, el corvejón se enderezó por completo hasta convertirse en una rodilla puntiaguda y de las almohadillas de las patas empezaron a deslizarse unos dedos rematados por unas uñas aguileñas, recias  y atemorizantes. Miré perplejo a mi padre, que en lugar de asustarse por la transformación que observaba, soltó a Hasp y se retiró hacia atrás, mientras éste soportaba  sin aparente dificultad el peso del cuerpo sobre su tren inferior, ahora indistinguible del de cualquier humano, hasta quedar completamente erguido. Tras unos segundos de lo que intuí era admiración,  se acercó de nuevo a él, visiblemente emocionado, y lo abrazó.

Me restregué los ojos bañados aún por el estupor y los restos de orgullo herido, me di la vuelta, entré en la habitación y me tumbé sobre la cama repitiéndome una y otra vez que todo aquello era sólo una alucinación.


En los días siguientes, sin embargo, pude comprobar que no había sido fruto de mi imaginación. Hasp ya no iba detrás de mi padre, ahora  caminaban juntos, uno al lado del otro. El enorme perro blanco le sacaba una cabeza de altura a mi padre, pero él parecía sentirse cómodo al lado de aquel mastodonte. Extrañamente, los demás, los empleados de las empresas, los de la casa, el jardinero, el chófer,…nadie parecía afectado por el cambio. Llamé a mi madre para contárselo, pero ella, sin apenas dejarme acabar el nervioso relato de lo que estaba viviendo, se limitó a decirme: “De tu padre me lo creo todo, hijo, pero tú deberías comer más”, y colgó.  Y entonces volví a sentirme abandonado de nuevo y quise salir corriendo,  huir una vez más, pero el mundo fuera de la enorme  mansión se me antojó aún más angosto, lúgubre e inseguro.

Poco a poco, la transformación fue completa. De un rato para otro, de la mañana a la tarde,  podía observar algún cambio significativo, los dedos, los bíceps, el tórax, el cuello,.. pero seguía manteniendo aún su poderosa cabeza animal sin apenas cincelamientos, los músculos masticadores que se le marcaban con cada rictus de contrariedad, el hocico pigmentado de rosa en torno a la trufa  y las orejas en pico, siempre alertas. Veía a mi padre hablarle continuamente, hacer pausas, como esperando una respuesta que nunca aparecía, hasta que un día, cerca de finales del otoño, Hasp empezó a hablar.

Los preparativos de una fiesta para celebrar una nueva fusión requirieron la contratación de nuevas asistentes en la cocina. Yo estaba sentado en  un butacón de la biblioteca, fingiendo leer, mientras atisbaba por la puerta entreabierta que daba con el despacho en el que hacían las entrevistas de lo que imaginaba iban a ser nuevas personas deambulando sin parar por la cocina. Esperaba, anhelaba más bien, que apareciera alguien en quien confiar, alguien con la fortaleza necesaria para que pudiera ayudarme sin saber muy bien a qué. Mi padre estaba sentado tras la mesa y Hasp de pie, se dedicaba a olisquear  y dar vueltas alrededor de las asustadas candidatas. Con cada nueva chica se le veía más  intranquilo, jadeaba hasta babear, se ponía por detrás y empezaba a moverse con agitación prácticamente pegado a sus espaldas. Las chicas se revolvían temerosas  ante los gestos de aquel monstruo,  pero eso no hacía sino excitarlo aún más, hasta que salían huyendo, a pesar de la gran necesidad de un empleo que pudiera paliar aunque fuera temporalmente su miseria. Una de ellas, sin embargo, permaneció inmóvil, aparentemente sin temor, soportando el ritual sin inmutarse. Mi padre le preguntó a Hasp qué le parecía y él se quedó mirándolo por encima del hombro de ella y de pronto le escuché decir: “Es mía”. Salté del butacón. Era una voz gutural, extraña, pero el contenido me resultó rápidamente familiar.  Es mía, como un objeto, como había sido mi madre para mi padre, como lo soy incluso yo. Esperé alguna reacción de la chica, pero ella no hizo nada, ningún ademán. Mi padre sacó una bolsa con dinero de uno de los cajones de la mesa y se lo tiró al suelo. Ella se agachó a recogerlo y Hasp aprovechó para embestirla por detrás. Le desgarró la ropa y la penetró. Asistí al apareamiento con una contradictoria sensación de repugnancia y excitación, mientras en mi cabeza se repetía aquella lacónica frase: “Es mía”.

Desde ese día, los monólogos fueron convirtiéndose en conversaciones reales. Las facciones de la cara de Hasp fueron lentamente transformándose, diría que con cada palabra, con cada frase, sus rasgos iban mutando hacia un rostro humano, pero su verdadera naturaleza animal seguía aflorando de alguna manera a través de las miradas de sus ojos sin pestañas y de la enorme dentadura que albergaba su boca sin fin. A esa transformación física también le fue acompañando otra más trascendente aún. El monstruoso ser se fue adueñando cada vez más de la voluntad de mi padre. A veces recibía él solo a los empleados y les daba instrucciones precisas sobre su cometido. Cuando los veía ahora pasear juntos, parecía que era mi padre el que lo acompañaba y no al revés. Era Hasp el que sostenía un discurso vehemente, el que hablaba por teléfono gesticulando ampulosamente mientras mi padre, cada vez más rezagado, asentía comprensivo e imitaba los ademanes. A la hora de la comida, me miraba con aquella misma dureza inicial, no con el frío desdén  con el que lo hacía mi padre, sino con la certeza de abundar en mi amedrantamiento. Desde mucho tiempo atrás le rehuía, pero ahora no podía desembarazarme de su presencia ni siquiera cuando estaba en  una estancia diferente a la suya. Sus intenciones me perseguían día y noche. Sabía que yo, aún dentro de mi debilidad, era ya su único obstáculo, y esa certeza no me permitía conciliar el sueño. Apenas comía y mi aspecto físico se fue deteriorando con el paso de los días. Estaba continuamente sobresaltado y convencido de que el trémulo olor de mi temor llegaba a su olfato animal acrecentando sus ancestrales instintos de caza.


Pero paradójicamente, ese miedo me empujó por primera vez en mi vida a luchar, a luchar por sobrevivir,  a imaginar formas de librarme de aquella locura en las que todas acababan de la misma manera: con la muerte de Hasp. No encontraba una situación propicia, un segundo de distracción que me permitiera poner fin al monstruo. Fantaseaba con ello pero en esos  sueños, en el último instante,  él se giraba o se despertaba o era avisado por algún ruido producido por mi torpe acercamiento, y en ese momento saltaba sobre mí y de una poderosa dentellada acababa conmigo. Aún así, no cejaba, no me dejaba aletargar por la angustia, sino que ideaba otro plan, y luego otro, y así cada día y cada noche, mis  horas se fueron llenando del ansia de venganza y de un humor denso y oscuro que fueron convirtiendo el miedo que siempre me había acompañado  en una emoción que latía por mis venas, por debajo de mi piel, con más fuerza que mi propio corazón: el odio.

Aquella mañana no necesité pensar ningún plan especial. Simplemente me dirigí a la cocina y esperé a que el cocinero despiezara un enorme trozo de borrego traído expresamente para Hasp. Afilaba el cuchillo con cada corte y lobservaba la facilidad con que se introducía en la carne y ese detalle me convenció de que haría falta poca fuerza física para asestar un golpe mortal. Una vez que acabó, dejó el cuchillo sobre la tabla y con las piezas de carne metidas en un lebrillo se dirigió a la cámara. Me acerqué a la mesa, lo así con fuerza por la empuñadura y me dirigí decidido hacia la sala contigua a la biblioteca. Allí, ambos, mi padre y Hasp, esperaban a la  delegación de una empresa. Entré en la sala. Los dos estaban de pie delante de la mesa. Hasp le daba instrucciones a mi padre para que no dijera nada, para que lo dejara llevar el peso de la conversación y mi padre mostraba su acuerdo sin ambages. Me vieron entrar y sin apenas mirarme, Hasp me preguntó qué hacía allí. Vi los ojos de mi padre leer los míos asombrado. Avancé con extraño paso firme y de un salto me impulsé con el brazo armado a consumar mi venganza. Justo al descargarlo, observé horrorizado como mi padre se interponía entre ambos, mientras gritaba por primera vez la palabra “hijo” sin que pareciera que sonara a “inútil”. El cuchillo se introdujo entre las costillas hasta prácticamente el mango. Toda la fuerza que nunca tuve se había concentrado en aquel terrible golpe final. Mi padre apenas tuvo tiempo para mirarme, para descubrir lo que nunca vio en mí. La sangre se me heló, volví a ser yo de nuevo, cubierto del mismo miedo que creía haber dejado atrás. Temblando sin comprender. Intenté evitar  su  caída de pero  me faltaron fuerzas. El cuerpo se desplomó sin vida, y yo me incliné hacia él y lo miré incrédulo. Lo llamé una y otra vez por su nombre,  casi como para tomar distancia, para sentir que era otro, aquel otro que en realidad había sido siempre. Entonces escuché a Hasp acercarse lentamente hacia mí hasta oír su respiración animal sobre mi cabeza.

 Lástima—me susurró con un tono completamente humano—,  ya no despertará: ha sido un golpe certero.

Luego dio un grito, un grito de alarma, y en pocos segundos llegaron varios empleados de la casa y él se limitó a dar unos pasos hacia atrás, a dejar que la evidencia me delatara. Tras el revuelo inicial, oí a alguien llamar a una ambulancia y a la policía. Yo me quedé allí, inmóvil, esperando, bajo la mirada triunfadora de Hasp.