La
autopista de circunvalación se engulle a sí misma. En su anillo interminable va
digiriendo sin cesar una procesión de coches adormecidos bajo la luz mortecina
del amanecer. Al fondo, tras una espesa cortina gris, se adivina la ciudad.
Pedro
se dirige al hospital para ver a Elena,
posiblemente por última vez. Le gustaría realizar la visita y regresar luego al
trabajo, así que prefiere no modificar su rutina diaria. Tiene sentimientos
ambivalentes respecto a volver a encontrarse con ella, aún sabiendo las circunstancias
en que se dará tal encuentro. Por un lado, la carga de reproches que lleva años
acumulando le hacen sentir que el desenlace es un acto de justicia; por otro,
no se imagina que no exista, al menos, la posibilidad de algún reencuentro
futuro.
Ensimismado,
mira a los coches del carril que ahora van adelantándolo en el mismo
ritual de vaivén matutino, pero apenas
los ve. En su interior se van formando imágenes, escenas de las que ha estado
huyendo todo este tiempo y desde esa nebulosa aparece con claridad la voz de
Elena.
— Odio estas
carreteras de circunvalación, son como nudos que asfixian a las ciudades. Es
horrible. ¿No te cansa esta rutina?
—¿Cansarme? Es una rutina obligatoria o la asumes o…
— ¿O qué? —retó ella.
Por
un momento aquella pregunta infantil se paseó por la mente de Pedro como una
puerta entreabierta. Luego, enseguida, recobró el sentido común.
—¿Cómo qué o qué?,
¿de veras te tengo que contestar a eso?
Pedro
adoptó un tono vehemente, o recordó haber adoptado un tono vehemente. Ella se
quedó mirándolo sin afectación.
— No sé, no me imagino viviendo con resignación esto
cada mañana del resto de mi vida.
—¿Y qué harías entonces? —preguntó Pedro.
— Vivir—respondió ella sin atisbo de duda.
¿Era
tan simple como eso? Un claxon, varios inmediatamente, le impelen a avanzar algunos metros más. Se incorpora a
la comitiva mecánicamente mientras los recuerdos avivan el peso de lo cotidiano, del cielo plomizo,
del trasiego de miradas desoladas tras los cristales, de la libertad que tuvo
un día entre sus dedos, de la piel que le ofreció el camino,..
— ¿Te importa si me voy contigo mañana?
—Claro que no… por supuesto… sí
—Es que como apenas nos conocemos de nada… pensarás que
soy una fresca.
Elena
sonrió y él desvió su mirada algo confuso, luego se apresuró a corregirla
esforzándose a conciencia por desmentirlo con frases que sonaron a vacías. Ella
lo cortó con un beso espontáneo en las mejillas.
—Gracias. Eres muy amable.
Nuevamente
ella le devuelve una hermosa sonrisa. Esa noche no pudo apartarla de su mente, ni esa noche ni
las siguientes. Los fines de semana se empezaron a eternizar en un anticipo del dolor que intuía cuando se
acabaran los lunes. Se preguntaba si ella habría notado algún cambio y la duda
lo azoraba.
A
medida que avanza por la autopista, los recuerdos se le van anudando a la
garganta en un puzle sin orden.
—¿Qué tal tu fin de semana?
— Bien —mintió.
—Yo no he
parado, estoy agotada… —dijo ella exultante, luego comenzó a relatar con
detalle las causas de su cansancio.
Pedro
conducía sin apartar la vista de la carretera. Las filas de coches pasaban con
exasperante lentitud. Elena no pareció asombrada al verlo golpear varias veces
el claxon con impaciencia. No quería estar allí, encerrado, escuchando lo que
le contaba. Entonces ella, en un momento, detuvo el relato y le dijo abiertamente.
—Sé por qué has reaccionado así.
¿Cómo
pudo saberlo? Piensa en aquella frase. Aún hoy le cuesta encontrar algún gesto
suyo que pudiera haberlo delatado. A la derecha, desde un coche con la ventana bajada, un conductor
lo mira fijamente. Parece recriminarle su indolencia. Sólo entonces se da
cuenta de que le toca a su fila adelantar unos metros.
Los
primeros y más sucios edificios de la ciudad se muestran al fin. Pedro intenta
concentrarse para tomar el carril adecuado. Se deshace durante un instante del
rostro y de la voz de ella y pisa suavemente el acelerador. No tiene prisas. No
sabe siquiera si desea llegar. Podría presentarse en el trabajo y explicar que al
final no había tenido que ir al hospital. Nadie le pediría explicaciones.
Recién
levantado, sin haber realizado aún los ejercicios para el cuello y la espalda
delante del espejo del cuarto de baño, escuchó el sonido de un mensaje en el
móvil. Le molestó sobremanera, pero no pudo evitar abrirlo. Un escueto “Hola”
apareció de pronto en la pantalla. Miró la pequeña foto en el ángulo superior y
sintió que el corazón le daba un vuelco. Unos latidos ya casi olvidados. “Tengo
que decirte algo, ¿te llamo?”. Tras un instante dubitativo, finalmente escribió: “No”. Introdujo las dos letras
temblando, luego añadió: “preferiría no hablar contigo”, y finalmente, “lo
siento”. Ella, no obstante, continuó escribiendo. “Me trasladan a Houston”. Él
esperó sin atreverse a preguntar. “Al Anderson Center, ya sabes. ¿Te
imaginas?”. No fue capaz de responder.
“Me gustaría verte” volvió a escribir ella. Pedro no se sentía con
fuerzas para reaccionar. De pronto se limitó a copiar: “Al Anderson Center”,
ella devolvió enseguida el mensaje. “¿Te imaginas?”, insistió, queriendo
encontrar un hilo que conectara con algún momento en la vida de ambos. No, no
se lo imaginaba. Lo primero que pensó fue en lo costoso que debería ser ese
centro, un pensamiento que le permitiera distanciarse, y luego, solo después, la imaginó deteriorada
por algún tipo de cáncer. “Quisiera despedirme. Igual me gusta tanto aquello
que decido no regresar nunca más”. Él
hacía tiempo que no la esperaba. La daba por perdida. Un día abrió los
ojos y descubrió el mar, esa sensación atávica que te devuelve a algún lugar
que ignorabas que existiera. Otro, igualmente inesperado, vuelve la estepa,
insondable y árida. Y así, un día también,
para sobrevivir, tienes que elegir: un mar improbable o la plúmbea
seguridad de lo familiar. Le preguntó
por el nombre del hospital y después
escribió un lacónico: “Iré”.
En
la carretera hay un silencio tenso, expectante. ¿Continuará su ruta habitual o se desviará? Él
siempre ha cumplido su palabra. Nunca ha fallado a nadie, ¿a quién podría haber
fallado? Decide, claro, acudir. Nota de nuevo el rugir de motores que se
disponen a distribuirse por los afluentes en que se abre este río angosto.
— Tengo un remedio infalible para ti.
— No estoy enfermo.
— Bueno —continuó ella, —estás así,… como triste.
— No estoy triste —se defendió Pedro. Intentó mostrar
una sonrisa que lo corroborara, pero finalmente se truncó en una mueca extraña
de la que se arrepintió enseguida.
—Sí, tienes la triple T: tristón, triste, tristísimo.
Detén el coche un momento.
Frenó
ligeramente con la intención de asegurarle que estaba equivocada, pero sin
tiempo de reacción vio como abría la ventanilla, sacaba medio cuerpo y gritaba: “¡Un momento, por favor!: ¡Es una
emergencia, una emergencia!
— ¡Estás loca! Vuelve adentro.
Intentó
agarrarla para forzarla a volver, pero se detuvo indeciso, sin saber por dónde
cogerla. Ella se metió de nuevo en el interior
y cerró la ventanilla. Lo miró a los ojos sin decir nada. Pedro se
sintió extrañamente amenazado. Elena le
quitó las gafas y las dejó indolentemente sobre la guantera, él las siguió
preocupado por si se arañaban los cristales, pero ella puso ambas manos sobre
su rostro y lo obligó a mirarla, se le acercó y cuando estaba muy cerca de sus
labios musitó: “Te hace falta un B60, quizás un B120”, y lo besó con suavidad.
Un beso prolongado. A Pedro le pareció prolongado y aún más prolongado ahora,
mientras lo recordaba. Sintió que estaba a punto de estallar una sinfonía de
quejumbrosos bocinazos. Pero no ocurrió. O quizá sí. El Sol se coló por la
ventanilla y notó el calor sobre sus párpados cerrados. Ella se despegó con
delicadeza, pero él siguió dejándose bañar por la cálida luz intentando retener
aquella sensación durante un instante.
—Realmente estaba enfermo —dijo al fin sonriendo
mientras notaba cómo fluían en su interior colores desconocidos —¿Cómo has
dicho que se llama este remedio?
— B60 —dijo Elena.
—Creo que necesitaría un B120, ¿lo has traído?
Alguien,
en algún momento, había sembrado unos arbustos aparentemente mustios en las
medianas de la autopista. De esas hierbas venidas a más, habían nacido
incomprensiblemente unas hermosísimas flores blancas. Desde los coches, que
avanzaban parsimoniosos, se oían canciones de amor o todas las canciones
parecían de amor. En la entrada de la ciudad, también de repente, unos artistas
anónimos habían dibujado en los tristes laterales de los edificios unos espectaculares murales con motivos
urbanos.
Pedro abre los ojos y mira ahora aquellos
edificios. Los desconchones retratan su abandono. Busca algo que demuestre que
alguna vez fueron lienzos repletos de vida, pero no lo encuentra. En la
mediana, los arbustos están cubiertos de un serrín grisáceo.
Gira
hacia la derecha, en dirección al
hospital. Ya dentro del recinto busca un aparcamiento. No sabe si es o
no normal que haya tantos disponibles. Quizás sea muy temprano aún. Ignora las
normas de visita de los hospitales. Se queda dentro del coche sin atreverse a
bajar, inseguro sin un trazado que lo conduzca al lugar habitual.
—Un día me verás por la calle y no me reconocerás.
—Sí, —sonrió Pedro —seguro. Si te veo de pie,
andando y a plena luz del día no te
reconoceré. ¿Llevas la medicina?
—Siempre la llevo encima —dijo ella acercándose al
asiento de él—, pero es posible que de noche haga incluso más efecto.
— ¡Uf! —dijo él entregándose —, podría convertirme en un
adicto. ¿Por qué dosis vamos?
Vacilante
aún, se baja del coche y se dirige a la entrada. Al instante duda si ha cerrado
o no la puerta, vuelve sobre sus pasos e intenta abrirla sin conseguirlo.
Siente un fuerte deseo de marcharse, pero se contiene. Mientras camina, le
manda un mensaje por móvil a Elena, espera un poco antes de entrar, pero no
recibe respuesta. Es posible que duerma, incluso que esté sedada, se dice a sí
mismo. Alrededor del aparcamiento se extiende una amplia zona ajardinada que
desprende un olor a hierba fresca. Pedro se queda mirándola abstraído.
—¿Qué te ha parecido? —le preguntó Elena sentada a
horcajadas sobre él.
— Mucho mejor. No conocía este parque —dijo él dejándose
caer sobre la hierba.
—No creo que conocieras nada fuera de tu rutina —dijo
ella —, ¿sabías que el cielo es azul?
En
Admisión pregunta por Elena Romero. El administrativo mira su reloj con cierto
aire de reprobación. Entonces él añade: “oncología”, y el chico se inclina
sobre un libro de registro y al cabo de un instante le indica la planta y el
número de la habitación.
Junto
a Elena, en una habitación silenciosa y con un horrible olor a ganas de huir, encuentra
a la madre aún dormida, vestida, sobre
una cama sin deshacer. Ella está acostada en la cama junto a la ventana. Tiene
el rostro tapado por un libro que sostiene entre las manos, en una de las
cuales tiene cogida una vena. En ambas palmas se aprecian unas desgarradoras
marcas oscuras. Se acerca a ella, que sin bajar el libro le dice de pronto:
— Hola, aburrido. Te has decidido al fin.
— ¿Qué…?— teme o desea preguntarle, saber, pero completa
la pregunta más fácil —¿… qué tal estás?
Elena
baja el libro y lo deja abierto encima
de la colcha. Tiene el pelo muy corto, incipiente, no, probablemente lo está
perdiendo, y la cara pálida, sin el
color vívido de la última vez que la vio.
—Ahora mejor — sonríe extendiendo los brazos abiertos
hacia él.
Pedro
se inclina y la abraza intentando mostrar
cierta frialdad. Ella lo mantiene sujeto, cerca, sin hablarle. Luego afloja
el abrazo y él se sienta en la cama con aspecto más relajado. Parece
reconfortado. Ella le coge la mano en un guiño antes familiar y con la otra le
acaricia la mejilla. Gestos simples de mar en calma. Pedro mira por la ventana.
El Sol empieza a colarse nuevamente a través de un cristal. Por los diminutos
huecos de la persiana le llegan los rayos a la cara. Cierra los ojos y se deja
caer sobre el cuello de Elena. Todos los reproches, todas las dudas, se van
disipando.
— A veces… — dice ella en un susurro que suena a
disculpa—, a veces, las cosas pasan, sin más.
Quizás,
piensa él. No quiere separarse, no mientras pueda. Ella continúa justificando
su comportamiento pero a él le conforta más el contacto, saber que aún puede
sentir, que no todo está perdido, que aquello que ella descubrió continúa existiendo,
acaba de descubrirlo a través de esa confusa sensación de asfixia y esperanza.
Camino
de los aparcamientos observa las margaritas que tapizan el césped. Entra en el
coche, baja las ventanillas y realiza una inspiración profunda. Ya en la
carretera se desvía del camino que conduce al trabajo y se dirige al parque que
a aquella hora de la mañana está prácticamente vacío. Tras bajarse del coche,
camina durante un rato hasta encontrarse
cerca del lago, se sienta sobre la hierba a contemplarlo sin hacer ningún
esfuerzo por pensar, se tumba y permanece un rato mirando al cielo, luego
cierra los ojos y busca la voz de Elena en su interior. Tiene entonces la certeza de que ella volverá, de
que ya ha vuelto.
En
el trabajo apenas permanece un par de horas, pone una excusa y sale antes. De
regreso a casa no coge por la autopista, sino por una carretera secundaria. Un
trayecto más largo salpicado habitualmente por camiones. No es la misma y
milimétrica lentitud, ni el engranaje opresivo de cada mañana que tan
rápido dibujó Elena. Siente que es un ritmo que puede manejar. Se detiene en el
arcén y sale del coche para contemplar el espacio que lo rodea. Coge el móvil y
escribe un mensaje: “Azul, el cielo es azul”.