Siempre he estado enamorado de Raquel, mi prima Raquel. De la que llegaba
cada verano con sus padres y de la que
sigo visitando en mi mente cada día.
Ninguno de mis intentos de relación superó la prueba de su recuerdo.
En aquellas tardes sofocantes, el pueblo hacía una pausa tras la comida y
mientras nuestra familia dormía la siesta, Raquel aparecía en mi
habitación. Tendido sobre la cama, yo
intentaba concentrarme inútilmente en las aventuras de Spiderman,
esperando inquieto y mirando con el rabillo del ojo la puerta entreabierta. Como
cada día, presa del aburrimiento, ella llegaba, se sentaba al borde de
mi cama y empezaba a divagar.
- ¿Sabes qué es la madurez, Pedro?
- Mmmm,… ¿cómo la de las aceitunas?
Mi padre me decía que “ni con las mujeres ni con las aceitunas había que
arriesgarse”. Por eso sólo teníamos olivos de la variedad picual, unos olivos
muy productivos y resistentes a las inclemencias, que habían mostrado
durante generaciones lo bien adaptados que estaban a nuestra tierra. Cogía una aceituna
entre sus dedos pulgar e índice, la olía, la apretaba suavemente y con esos
simples gestos era capaz de determinar su grado de madurez.
- No. La de las personas – me dijo Raquel mirándome fijamente.
- De esa no sé mucho – confesé ruborizado.
- La madurez consiste en saber otras fechas de cumpleaños que no sean la
tuya propia. ¿Cuántas fechas de cumpleaños conoces, Pedro?
- Pues…. –intenté recordar azorado- creo que… ninguna más.
- Ves, todavía no eres lo suficientemente maduro.
Durante la mañana siguiente, recabé fechas, todas las fechas de cumpleaños
de mis amigos y amigas, que al igual que yo habitaban a la sombra de los
olivos. Ilusionado, esperé con ansia a que la puerta se volviera a abrir.
- Sé doce – le dije nada más verla entrar.
- Sé doce – le dije nada más verla entrar.
- ¿Fechas de cumpleaños?
- Sí – respondí satisfecho.
- Me alegro, pero lo importante es que seas capaz de recordarlas el año que
viene.
Me quedé boquiabierto. Al fondo se
escuchó un portazo. Ella se giró hacia
el sonido sin sobresaltarse.
- Este pueblo es asfixiante; ni siquiera el viento es capaz de llevarse
esta angustia –se limitó a decir no sé bien a quién.
Abrí el cómic. Spiderman estaba intentando zafarse de los tentáculos de
Octopus, pero no pude concentrarme en el proceso de liberación. Miré por la ventana. Mi casa daba al campo. A lo lejos, el viento
agitaba pequeños matorrales, pero la hilera de olivos permanecía inmutable.
- En la ciudad serías otro –dijo ella de pronto, sin mirarme.
- ¿Otro? – repetí.
- Sí, otro… diferente, no mejor, ni peor –se apresuró a aclarar -; otro.
Era yo, inmaduro, no otro, pero en algún lugar desconocido podría ser algún
otro, quizás un “otro” como el que ella
buscaba. Me quedé profundamente triste y ella lo notó. Se me acercó y me
besó en la mejilla.
- Déjame un sitio – me dijo tumbándose junto a mí.
Contuve la respiración. Ambos nos quedamos mirando el inútil giro de las
aspas del ventilador del techo. Noté su cuerpo junto al mío, tan cerca y tan
lejos, mientras en mi estómago, la melancolía anticipaba el final del verano.
Salía con mis amigos al campo a primera hora de la mañana, intentando alejarme de mis propios pensamientos. Mientras cogíamos moras silvestres cerca de
un riachuelo observé
que entre los matorrales bajos no había signos ya de nidos.
- ¿Ya se han ido los mosquiteros? –pregunté.
- Ya hace unos días que no los escucho cantar, pero vamos, quedan muchos
gorriones; estos se quedan todo el año – contestó Lorenzo.
Volví a casa apesadumbrado. El espacio entre el otoño y comienzos del
verano se me antojaba insoportable.
Perdí el apetito y caí finalmente
enfermo. Eso me libró, al menos, del terrible ritual de la despedida, mirando
desde la puerta, junto a mis padres, como se alejaba el coche.
Las calles del pueblo se volvieron más pequeñas y estrechas, las
conversaciones repetitivas y absurdas y lo cotidiano una losa insoportable. Empecé
a coquetear con todas las chicas que pude, buscando algo que paliara aquella desazón, algo que me
permitiera olvidarla o bien encontrar en ellas lo que intuí que hallaría en
Raquel.
Un día, ya mayor, contra la opinión de mi padre, tomé la decisión de ir al norte,
a buscar otras variedades de aceitunas. Después de varias semanas volví a casa.
Nada más llegar me acerqué a él, que estaba sentado junto al fuego
de la chimenea.
- Hola, hijo – me saludó en un tono apagado.
No le devolví el saludo, me limité a mostrarle una aceituna en la palma de
la mano.
- Mira, papá. Se llama arbequina. Es otra aceituna, pequeña, diferente.
Pronto todos querrán sembrarla, pero nosotros vamos a ser los primeros.
Me miró apesadumbrado, sin decir nada, instalado ya en la certeza de
que el pasado acababa conmigo. Él había sido fiel a su padre, y su padre a su
abuelo, igual que todos los olivos centenarios habían seguido proveyendo de
frutos y de futuro a nuestra familia.
Hacía ya varios años que mi prima no venía al pueblo con su familia. Cuando
sus padres hablaban de ella, temía escucharles decir que compartía su vida con
otra persona, pero ellos se limitaban a quejarse de la rebeldía y el
distanciamiento de su hija, hasta que finalmente se había emancipado. Por mi parte, me negaba a
formalizar más cualquiera de aquellas relaciones esporádicas y cerrar así mi alma
de adolescente perpetuo.
El último verano, antes de que los padres se marcharan, les pregunté por su
nueva dirección. Me la anotaron en un papel y me pidieron que cuando la viera le recordara que cumpliera su
promesa de visitarlos más a menudo.
Abrí el armario, elegí la mejor ropa y estuve acicalándome toda la mañana
ante el espejo. Sólo me veía interiormente. Ni el perfume, ni el mentón
enrojecido por el afeitado, ni el pelo perfectamente desaliñado, ni los ojos
grandes y verdes conseguían evitar que viera mi trémulo interior
palpitando de miedo.
Emprendí el viaje junto a aquel viejo compañero alado que habitaba en mi
estómago. Raquel vivía en un barrio de corte colonial. Unas casas separadas por
un pequeño jardín sin verjas. Miré el
número en el papel que me habían entregado sus padres y luego el de la
casa. Atravesé la marquesina y acerqué el dedo al timbre. Justo en ese momento,
de forma instintiva, metí la otra mano
en el bolsillo del pantalón. Mis dedos tropezaron con algo pequeño. Lo
cogí. Miré la aceituna que tenía en la palma de la mano, la
misma que había mostrado a mi padre semanas antes, una aceituna variedad
arbequina, algo más arrugada ahora, por
la pérdida de humedad y el paso del tiempo. La apreté con fuerza y
sin pensarlo pulsé el timbre.