—
¿Has
visto lo mal que está Raúl?
—
No
—respondió Marta—, no me he fijado.
—
Está
fatal de la espalda. No creo que pueda seguir durmiendo en el sofá.
—
Desde
luego —dijo Marta con frialdad—, ese sofá nunca fue muy cómodo para dormir.
—
Bueno…
al menos, para dormir tantos días seguidos.
Antonio
se dirigió al sofá y se sentó en él.
—
Ven
—llamó a Marta haciéndole un gesto para que se sentara a su lado.
Ella
se acercó y se sentó dónde le indicó Antonio. Miró la puerta entreabierta de la
cocina. La encimera estaba reluciente. Se miró las manos. La yema de los
dedos. Antonio seguía hablando.
—
…¿lo
entiendes, verdad?
Marta
se giró hacia él. Se detuvo en algunos detalles de su rostro, las arrugas
marcadas entre las cejas, la barba rala, el incisivo montado sobre el canino,
el hueco deformado del premolar. …
—
…
tú estás mal, pero estás mal,… ya sabes,… de lo tuyo,… pero físicamente…
—
¿Qué?
—
…físicamente
estás perfecta.
Le dio unos golpes en los muslos y luego le tocó
el mentón. Ella emitió un gesto de dolor y él la atrajo hacia sí y le dio un
abrazo.
—
Lo
siento, cariño. A veces te pones de una manera que cuesta controlarse. Ya sabes
cómo soy.
—
Sí
–dijo ella sin apartarse—; ya lo sé.
—
Pues
eso… entonces —continuó— creo que lo mejor es que duermas tú en el sofá unos
días.
Marta
se deshizo del abrazo.
—
¿Yo?
—
Mujer,
no pensarás que iba a dormir yo en el sofá y él contigo, ¿no?
—
No,
había pensado que volviera a su casa.
Antonio
apoyó su mano con dureza sobre el muslo de Marta y empezó a apretar con fuerza.
—
¿Otra
vez? Es que no entiendes que todavía no puede volver, que no tiene adónde ir.
Es mi amigo, -acercó su rostro al de Marta- no me gustaría tener que
repetírtelo.
Ella
no contestó. La encimera brillaba, pero le pareció ver algo de polvo sobre la
campana extractora.
—
Además,
ya lo sabes: todo acaba alguna vez. Tráeme una cerveza. No quiero discutir más
esto. Cuando venga Raúl le dices que dormirás tú en el sofá.
Marta
se levantó y se dirigió a la cocina.
Abrió el frigorífico, sacó una cerveza. Abrió el cajón de los cubiertos para
coger el abridor. Miró un instante los cubiertos ordenados, una fila de
tenedores, otra de cucharas, un separador, otra fila de cubiertos de postre. El
hueco del cuchillo en el cuchillero.
—
¿La
traes o tengo que ir a buscarla?
—
No,
ya voy —respondió algo nerviosa-. Bien fría, como te gusta. ¿Le llevo otra a
Raúl? Está a punto de llegar, a él no le gusta tan fría como a ti.
—
Buena
idea. ¿Ves? Es mucho más fácil así.
Le
dejó ambas cervezas y el abridor sobre la mesa frente al sofá.
—
Iré
a coger mis cosas para esta noche.
—
Sí,
claro, llévate de camino su pijama. Lo guarda aquí.
Antonio
sacó el pijama de dentro de un bolso
negro que estaba junto al sofá.
—
Ah,
y las zapatillas que están en el cuarto
de baño. Y ya te traes tus cosas a este cuarto de baño. Así no tendremos que
estar liados de un lado para otro.
En
ese instante sonó el timbre de la puerta. Antonio dio un salto y se levantó,
tirándole encima el pijama a Marta.
—
Ya
está aquí Raúl, anda llévatelo.
Cogió
el pijama y se marchó con él a la habitación. Antonio abrió la puerta y saludó
a Raúl. Desde la habitación oyó a Antonio saludarlo. Luego hubo un instante de
silencio. Se acercó a la puerta para intentar oír algo, pero no parecían
hablar. De pronto, Raúl soltó una risa nerviosa
y acto seguido Antonio lo mandó a callar. Marta se giró de nuevo a la
cama, levantó la almohada, acercó la mano a la hoja de acero y sintió el frío
sobre los dedos. Se apartó y dejó caer de nuevo la almohada. Entonces se llevó
la mano al mentón y apretó con fuerza. Al fondo del pasillo escuchó ahora con
claridad a Raúl.
—
Está
demasiado fría para mí, mejor me la tomo con algo, ¿queda queso?
—
Sí,
coge lo que quieras. Ya sabes donde están los picos.
—
¿Con
qué cuchillo corto el queso, Antonio?
Marta
se apresuró por el pasillo.
—
Coge
cualquiera del cuchillero.
—
Vale,
pero…
—
Hola
Raúl, -dijo de pronto Marta entrando en la cocina- siéntate con Antonio, no te
preocupes, ya os corto yo la tapa y os la llevo a la mesa.
—
Hola
Marta —saludó Raúl- ¿dónde vas tan cargada?
—
Ah,
no,.. es sólo mi pijama y el neceser… creo que será mejor que duermas con
Antonio unos días… a mí no me importa dormir en el sofá y sé que tienes la
espalda fatal y…
—
No
mujer, de ninguna manera —la voz de Raúl le sonó distinta, quizás lejana.
—
Sí,
claro que sí… eres el… nuestro invitado... lo estás pasando mal, no vamos a permitir encima que acabes con una hernia
de…
—
Un
pinzamiento…
—
Bueno,
eso… que no puedas levantarte. Yo tengo la espalda perfecta, gracias a Dios.
Siéntate con Antonio, anda. Ya me encargo yo de esto.
—
Gracias,
Marta, no sé cómo os voy a poder pagar esto, en cuanto pueda…
—
No
te preocupes —apostilló ella pasándole la mano por la espalda—: todo acaba
alguna vez.