Cierro
los ojos y me concentro en sentir los pies dentro de las zapatillas.
Probablemente tendría que haberme puesto unos calcetines de lana por encima de
las medias. Aún así, me proporcionan una agradable sensación de libertad. Juan
me aprieta la mano y yo abro los ojos y
lo miro.
—
Llueve a cántaros —me dice en voz baja.
Por
los grandes ventanales de la catedral, el agua repiquetea insistentemente sobre
las vidrieras. Mayo siempre ha sido un mes lluvioso en León. “¿Por qué mayo?”,
le pregunté a Juan cuando me lo sugirió. “Es por mi madre; es una fecha especial para ella”,
“Pero en mayo seguro que nos cae un aguacero”, le dije. “¿Y eso te preocupa?”,
concluyó él. ¿Por qué iba a preocuparme?
Algo
me molesta en el interior de la zapatilla del pie derecho. Posiblemente una
piedrecilla que habría pasado desapercibida con mis calcetines habituales. ¿Qué
pensaría mi suegra si se enterara que debajo de su vestido de novia llevo unas
John Smith? Juan me agita la mano. Me giro hacia él. Parece otro, vestido con
su chaqueta de levita negra, el chaleco gris marengo, la corbata color plata
lisa y el pelo engominado. Me zafo.
—
¿Estás nerviosa? Creo que la gente se impacienta —continúa
sin esperar mi respuesta.
—
¡Ah! —exclamo confusa.
El
murmullo se extiende entre la bancada. Las voces chillonas de los niños son
apagadas por el siseo de los padres, como un vaivén que sube y de pronto vuelve
a caer, como esa otra intermitencia de la lluvia a la que el viento ora aleja,
ora arroja, sobre los cristales.
¾ — Estás preciosa —me dice sonriendo.
¾ — Tú también estás precioso —le digo devolviéndole una
sonrisa que me resulta ajena.
¾ — No creo que tarde. Será una indisposición pasajera. Es
mayor, pero no tanto como para que… ¿no crees?
En
la primera fila mis padres comparten banco con mis suegros esperando el reinicio de
la ceremonia. Son fáciles de distinguir
los míos de los de Juan.
“¿Y
entonces los zapatos?”, me dijo mi madre antes de salir, balanceándolos cogidos
por los tacones. “Bastante tengo ya con
el traje, ¿no te parece?”. Las dos nos reímos con complicidad. Ahora me mira aparentemente
contrariada.
—
¿Estás bien? —me pregunta Juan.
—
Sí —le miento—. Se me queda mirando poco convencido—.
Bueno, me molesta algo el zapato.
—
¡Uf, y eso que los tuyos no son nuevos! Mi madre les
estuvo echando crema durante un par de semanas para que recobraran la
flexibilidad. Son unos zapatos magníficos, ¿verdad?, pero claro, hasta que se te haga el pie. —
Sí, será eso… todavía mi pie no los reconoce como míos.
Observo
su corbata lisa mientras se atusa el pelo apelmazado, y otras imágenes empiezan
a gotear inesperadamente en mi mente: “No, no me gusta mucho leer”, “Ah, no,
ese tipo de cine no me va nada”, “Mejor ve tu sola al campo, yo soy más
urbanita”, “¿No se te ocurrirá votar a esos?”, “Cámbiate, esta noche vienen mis
padres”, “¿Y para qué vas a seguir estudiando?”, “No es tu estilo…Prefiero
arriba…Tres niños…Tortilla sin cebolla…”
En
el menú no habrá tortilla y mucho menos cebolla. Y si la hubiera no lo sabría,
porque todo el menú está en francés. Los niños vocean ahora descontrolados por
los pasillos laterales. Unos pocos se han tumbado y juegan a sofocar a sus
padres restregando sus relucientes pololos sobre el mármol pulido. Encima de ellos,
una vidriera representa a unos jinetes en una cacería los contempla
amenazadoramente. Unos motivos fuera de lugar, pero sobre los que igualmente
son azotados con intensidad por ráfagas
de viento acompañando a la lluvia.
—
¡Por fin! —escucho de pronto a Juan. Al darme la
vuelta veo al obispo, que hace de nuevo su aparición. Se nos acerca y nos pide
disculpas por la indisposición. “Es la primera vez”, aduce.
“¿Por
qué mayo, Soraya, sabe usted que ese mes es especialmente lluvioso aquí?”, “No
seas pesimista, cariño”, me respondió, “yo me casé en mayo, lució un sol
espléndido y fíjate en mi matrimonio:
cada día nos queremos más”. Miré a mi suegro que me devolvió la mirada
asintiendo obedientemente con la cabeza. “Toca, toca el vestido; es de seda
salvaje. A ti te sentará todavía mejor que a mí… y mira estos zapatos… los he
cuidado especialmente estos días… te sentirás una princesa, cariño”. Ernesto
levantó las cejas convencido. Bajé los ojos sobre las deportivas y ella siguió
mi mirada también. “Son muy modernas tus zapatillas, mi amor, pero es mejor que
te pongas zapatos estos días, para que se te vaya haciendo el pie, ¿no te
parece?”
Mi
padre y mi suegra llegan de nuevo a nuestro lado. Soraya me da un pellizco en
el brazo y me hace un gesto de triunfo con los ojos.
—
¡En pie! —ordenó el prelado—. En el nombre del Padre, del Hijo,…
Lluvia,
lluvia, lluvia,… la congregación responde: “Te alabamos señor”. Antiguo
Testamento. “Sentaos”. “En pie”. “¿Está hecha la cena?”. La piedrecita se mueve
inquieta. El misterio del matrimonio cristiano. La gracia del sacramento.
—
Juan, ¿aceptas a
Julia como esposa, y prometes serle fiel en las alegrías y en las penas,
en la salud y en la enfermedad, y, así, amarla y respetarla todos los días de
tu vida?
—
Sí, acepto.
—
Julia, ¿aceptas a Juan como esposo, y prometes
serle fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y,
así, amarlo y respetarlo todos los días de tu vida?
El
campo rezuma humedad, la tierra amenaza con estallar en mil colores, el aire
fresco libera mis pulmones. Amaina. Un
tono azulado empieza ahora a traspasar los tremendos ventanales góticos. La
espera llega a su fin. No habrá Soup a l'oignon, pero sí Brie De Meaux. Noto la
brisa de la puerta abierta en mi espalda. Oigo el tintineo de las últimas
gotas. “Mejor ve tu sola al campo, yo soy más urbanita”