miércoles, 23 de noviembre de 2011

Una estrella de cinco puntas



Cuando le entregó a Antonio la carta, antes de ponerse a leerla, se le quedó mirando.

- ¿Tengo que leerlo?
- Si quieres te la leo yo.

Se sentaron dentro del enorme  tubo de hormigón que había quedado abandonado en el terraplén cercano a la playa, como un monumento a lo que pudo haber sido y no fue. Aquel pasadizo sin misterio lo mismo ofrecía resguardo para los besos que abrigo para las confidencias. Desde allí dentro, la voz del mar entraba atronando los días de otoño como el de aquella tarde.

"Te quiero desde el primer día que te vi en el colegio, no puedo dejar de pensar en ti, pero sé que no te gustaré y por eso siempre estoy de mal humor. Estoy en tu clase".

- Me la han echado en el buzón, sin firmar - le dijo a Antonio señalando el dibujo que llevaba como único identificativo, una especie de estrella de cinco puntas.
- ¡¡Puaj!! - escupió él con cara de asco - seguro que es Merchi. Rompe esa mierda antes que la vea nadie. Te juro que no abro la boca.

Se la dió sin rechistar. Antonio tenía una gran ascendencia sobre buena parte de los chicos de la clase, pero Luis no se atrevió  a romper la carta.  Sentía que era como mutilar un corazón. Él la dobló por la mitad y empezó a romperla sin compasión. A Luis se le encogió el estómago. Vio como se metía los trozos rotos en el bolsillo. Luego se quedaron en silencio mientras el aire los envolvía violentamente.

- ¿Merchi? ¿la que tiene tatuado un pokemon en el brazo y está todo el día escuchando a Green Day?
- ¡Ni la nombres! Seguro que sí, ¿quién si no?

No sabía bien cómo interpretar lo que le decía Antonio. "¿Sólo podía fijarse en mí la emo de la clase?", pensaba al mismo tiempo que la ilusión inicial se iba derrumbando en su mente.

- Tú eres un tío muy legal. No te agobies.

Le pasó la mano por encima del hombro y lo acercó. Luego, como en una muestra de arrepentimiento, le dio un cachetazo cariñoso.

- Venga tío... ¿A ti te gusta alguna?
- No sé...- dudó Luis

Durante los meses siguientes, Luis se fue fijando cada vez más en Merchi. Cuanto más intentaba pasar de ella, más presente la tenía. Sentía una extraña atracción que mantenía en secreto, por temor a la reacción de Antonio. De alguna manera, ella intuyó esa cercanía. Un día en el recreo se le acercó y le preguntó directamente si le gustaba un grupo de música que él no había oído en su vida.

- Ni idea  - le dijo, intentando que sonara frío y distante.

Ella obvió el tono y se limitó a ponerle uno de los cascos que tenía conectados al Ipod. Luis hizo un débil amago para apartarse, miró a su alrededor sintiéndose observado. Al otro lado, Antonio empujaba aparentemente malhumorado a otro chico. Agachó la cabeza y se concentró en el sonido. Le sorprendió.  Levantó la mirada hacia Merchi y se cruzó con el único ojo que el mechón de ella dejaba disponible. Era una mirada limpia y profunda, que le hizo desear que ese instante permaneciera por siempre en su vida.

- Es la leche, tía - dijo animado.
- La leche, sí -convino ella - ¿nos vemos esta tarde?.

Esa era la confirmación, pensó asustado, Antonio llevaba razón. Le entraron ganas de salir corriendo pero sentía que sus piernas no le respondían. A pesar de que no había nadie cerca, no se atrevió a pronunciar la palabra "Sí", por temor a que resonara estruéndosamente en todo el patio. Se limitó a asentir con la cabeza.

- Quedamos en el tubo- dijo la chica, se dio media vuelta y se marchó dándolo por hecho.

Las citas se sucedieron en aquel habitáculo multiusos. Luis fue penetrando más allá de la  ténebre fachada oscura, descubrió que no era cíclope y que el otro ojo era igual de hermoso y expresivo. Poco a poco se fue enamorando de aquella chica sin sentido del humor, transparente y directa. Se sentía cada vez con más fuerzas para preguntarle por la carta iniciática. Un día, mientras la besaba en el cuello y le bajaba la chupa negra por debajo de los hombros se quedó mirando su tatuaje.

- No sé cómo has podido tatuarte un pokemon - le dijo con sorna.

- Pssst, peor es la del hortera de tu amigo Antonio, con esa mierda de estrella de cinco puntas que lleva en el tobillo.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Mujer triste mirando al mar



Esta vez no fui capaz de continuar la discusión. Callé, me di la vuelta y salí de allí. Sorprendida, no dijo nada. La imaginé confusa,  observando en silencio  cómo me marchaba, preguntándose si aquello era otro paso hacia el fin.

Bajé los escalones de las serpenteantes calles casi sin pensar. El mar se asomaba entre las casas. A pesar de estar cerca ya el invierno era un día espléndido. Por el camino me crucé con varios turistas cargados con cámaras fotográficas apuntando con ellas a todos los colores y a todas las luces. Recordé  mis primeros días en Positano, antes de que el mar se convirtiera en un collar asfixiante, cuando cada puesta de Sol bastaba para justificar haber acompañado a Clara en su proyecto. Ella se quedaba en casa, en la azotea, intentando captar  el “espíritu del Mediterráneo”.

Disfrutar del paisaje, imaginar que este nuevo espacio podría cambiar el curso de los acontecimientos, darnos otra oportunidad,.. Así vivía cada día. No recuerdo haber puesto un empeño especial en que cambiara nada. Sólo me dejaba llevar. Me cuesta menos entregarme a demoler  que a reconstruir. A ella la veía feliz y confiada. Podría pintar en paz, sin temer que  nuestra batalla interrumpiera su creatividad. Yo seguiría en contacto con mi empresa desde la distancia. “Merecemos una oportunidad”, me dijo. Asentí y dejé que iniciara todos los preparativos quedándome al margen, pero sin obstaculizar, dejándome arrastrar como un fardo pesado.

Mientras divagaba sobre lo mismo de siempre me encontré de pronto en un mirador que daba a una pequeña playa ahora desierta. Contemplé al fondo los racimos de casas entretejidas por la ladera de la montaña. La bruma desdibujaba la costa Amalfitana.
Apoyado en la barandilla, intentando reblandecer la ira, caí de pronto en la mujer que estaba en la otra punta, sentada en el banco de piedra que me había servido tantas tardes para contemplar el ocaso. Me extrañó su quietud. Parecía absorta. Miraba fijamente  al infinito, aparentemente a ningún detalle  en concreto. Contemplar su extraño aire de serenidad y misterio tuvo un efecto carminativo instantáneo en mi mente. ¿Qué podría llevar a alguien a esa ausencia si no es la tristeza?

No la había visto antes. Prácticamente conocía a todas las personas del pueblo, bien por haberlas tratado, bien simplemente por cruzarme con ellas durante mi trasiego diario, mezclado entre las  tiendas de “siempre lo mismo”  y las coladas de los balcones. Huyendo, siempre huyendo.

- Buongiorno - me atreví a saludarla.

Ella giró la cabeza hacia mí e hizo un gesto con la mano, luego se recogió el pelo. Noté que ya no pudo volver a lo que fuera que tuviera en su pensamiento. Permanecí un rato en el mismo sitio, mirándola de vez en cuando, hasta que la incomodidad de la situación me hizo volver a refugiarme en mis rumiaciones. Poco después me marché. La miré al pasar a su lado y ella me devolvió la mirada, pero ninguno de los dos dijo nada.

Bajé por via Colombo hacia el bar Bruno, a charlar con Cesare sobre todas las cosas y sobre nada, como cada tarde, con ese español salpicado de italiano  que utilizaba para describir las anécdotas del día con una cháchara hipnotizante. Por el camino, los ojos de aquella mujer se hacían cada vez más profundos e insondables. Deseaba descubrir, encontrar un motivo, algo a lo que aferrarme en mi huida, ahora que el mar y las fuerzas comenzaban a ser más quebradizos.

Clara encontró lo que buscaba. Desde siempre supo hacia dónde quería ir. Quizá yo nunca lo supe. Mi horizonte era ella y cuando ella fue volcando su vida hacia su trabajo, en la galería, pintando, en las charlas con todos aquellos bohemios imposibles, yo me fui sintiendo más y más desnudo, abandonado en un rincón. Y esos sentimientos se fueron trasladando desde lo más profundo, en forma de reproches, de silencios que castigaban todos sus intentos por rescatarme.

Ahora estaba atrapado en aquel paisaje, rodeado de carreteras tortuosas y temibles, de escalones, del martilleante ruido permanente del mar que antes intuí  siempre en calma, de las insustanciales tiendas de zapatillas para turistas. Todo parecía hecho para evitar mi liberación.


- ¿Por qué te separaste, Cesare? – le pregunté aquella tarde a mi amigo. En realidad quería preguntarle: “¿Cómo lograste separarte?”.

Sonrió. Luego me dijo muy despacio: “No, todavía no he logrado separarme. Todavía sigo con ella”. Se martilleó  la cabeza con el dedo. “¿Hai capito?”

La espesa brisa que llegaba desde la orilla me inundó de desaliento.

- Ma… - continuó Cesare – tuve que encontrar algo que pudiera permitirme soportarlo… este rincón… parlare e parlare… hablar sin parar.. vivere fuori de mí. ¿Hay otra forma?


Probablemente no. ¿Acaso no era eso lo que hacía yo?

El trayecto de vuelta a casa estaba siempre lastrado por el alcohol y la pesadumbre, por las quejas del adolescente que quiere alargar el crédito horario que le han dado sus padres y va pensando por el camino qué hacer para conseguirlo.

 Me detuve delante de la fachada. La puerta color añil se encontraba apagada por la tenue luz del atardecer. La empujé  y entré. Ella no estaba en el salón. Subí la escalera que daba a la terraza. Clara estaba sentada delante del caballete. Miraba el horizonte, la puesta de Sol, pensé. No hizo ningún gesto al percibir mi presencia. Me dirigí a la barandilla y contemplé indolente el paisaje.  Me giré hacia ella, que permanecía abstraída,  con un extraño aire de serenidad. ¿Qué podría llevar a alguien a esa ausencia si no es la tristeza?

- Hola – la saludé con voz trémula.
- Hola –respondió ella secamente, luego se recogió el pelo con un coletero que apenas alcancé a ver y volvió a hundirse en el horizonte.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Ramón



 



Ramón nació a principios de la primavera. Ni el embarazo ni el parto tuvieron complicación alguna. Dos hermanos previos habían facilitado la labor de lo segundo y, al parecer,  no  habían prevenido suficientemente de lo primero a su  madre.

Hasta los ocho años la vida de Ramón transcurrió con la más absoluta normalidad,  excepción hecha por la presencia  de un frenillo no operado que dificultaba repetir sin avergonzarse su nombre de pila y explicar que su padre tenía una ferretería. El resto de las taras no eran visibles. Su padre y su madre se ocuparon funcionalmente de él, si bien, los aspectos emocionales nunca llegaron a estar en primer plano, una veces porque la economía familiar permitía a sus padres  escaparse de la carga del cuidado de los niños y otras justo por lo contrario, porque ambos progenitores tenían  que ocupar el tiempo cerrando balances imposibles y quejándose del futuro incierto.

No le faltaron, no obstante, ni comida, ni bicicleta, ni ropa para no desentonar. Los horarios y el resto de disciplinas del hogar estaban determinadas con  un marchamo semi-marcial que su padre, jesuita de vocación, había adoptado leyendo el cómic de Giménez sobre  Paracuellos del Jarama.


Se puede decir que fue a partir de esa edad, cuando los contactos entre iguales comienzan a dejar su impronta particular, el momento en el que Ramón comienza a tomar consciencia de sí mismo.

A los trece años, en octubre,  repitiendo primero de la ESO, para su sorpresa,  una niña igualmente repetidora se enamoró perdidamente de él. El motivo  de ese enamoramiento obsesivo podría estar entre alguno  de los siguientes:

                a. Una autoestima peor que la suya
                b. Un interés prematuro por la logopedia
                c. Creer que las protuberancias que se intuían bajo 
                    su ropa se correspondían con la realidad.

Sus compañeros de clase se divertían quitándole el bocadillo durante el recreo. Para evitarlo, Ramón  decidió meterse el mismo, sin el papel de aluminio, dentro de los calzoncillos.

- Quitazzmelo, ahoda si tenéis güevos –les decía agarrándose el bocadillo con las dos manos por encima de la bragueta.

Por si la causa c) fuera la determinante, Ramón mantuvo esa costumbre a pesar de que sus compañeros habían abandonado convencidos ya la suya. El  hambre que pasaba era mitigado por aquel extraño cerrojazo de estómago que le producía  Rita - Margarita - cuando se acercaba a él.

La relación no prosperó fuera de los muros del colegio. Él no pudo contárselo a nadie, ni padres ni hermanos, no tanto por las dificultades para pronunciar el nombre de su amada o la palabra amor o todo lo importante, que parecía  contener en su interior alguna /r/, como  por no saber cómo hacer tal cosa, cómo hablar de ello, describiendo con palabras lo que le sucedía por dentro.

Un día, cerca ya de los veinte años,  su hermano mayor le pidió enfadado que acompañara a su novia a casa en la motocicleta. Miró el silencio espeso que distanciaba a los dos, y asintió sin protestar porque le encantaba cómo le hacía sentir aquella Cobra 75, de 80 cc,   y por la cara de tristeza que le vio a la chica. 

Durante el trayecto ella se aferraba a él con fuerza. Notaba la cara apoyada sobre su espalda y unos movimientos de respiración entrecortada  que tradujo por llanto.  Luego fue tomando conciencia de  los pechos hundiéndose mullidos en su columna vertebral y comenzó a experimentar lo que el bocadillo y una situación más explícita probablemente impidieron en su día con aquella chica titubeante.

 Detuvo la moto en una parada de autobús semi-desvencijada, a medio camino entre su casa y la de la chica. Se bajó y la miró. Lloraba sin tapujos, como Ramón no había visto llorar nunca a nadie antes. Se acercó a ella y la abrazó. Luego echó su cara hacia atrás, la volvió a mirar pidiendo permiso para lo que iba a hacer y ella le devolvió la mirada consintiendo.

Aquel beso húmedo y lleno de lágrimas saladas le hizo sentirse, por primera vez, protagonista de su vida.

Con la fuerza de ese recuerdo, poco tiempo después,  una mañana lluviosa de enero, trabajando en  las plantaciones de fresas, Ramón le pidió una cita a la chica polaca que lo acompañaba en la hilera de al lado, metiendo plantones mojados en la tierra a través de los negros y eternos ríos de plástico. Ella le contestó en polaco y él, empujado por el optimismo, lo interpretó como un:  “Por supuesto, mi amor”. Le cogió la mano y ella sonrió  el tiempo justo antes de que el capataz los llamara al orden.

Antes que el empuje de él o el sentimiento de soledad de Bodgana se diluyeran, tuvieron los encuentros sexuales necesarios para no necesitar profundizar en otros aspectos coyunturales de la relación. Se casaron aprovechando el parón veraniego de las labores del campo y con el subsidio de desempleo de ambos se fueron en coche al norte de Polonia, a Elblag, la  ciudad natal de ella, a conocer a sus padres y hermanos.

Allí, los silencios de Ramón, parco en palabras y con tendencia a la introspección,  en el seno de su familia política eran señales de sabiduría y reflexión. Lo que tres mil quinientos kilómetros más abajo le hacía sentirse un extraño, aquí le ayudaba a integrarse. 
Su suegro talaba un árbol con tres hachazos pero también lloraba, abrazaba y daba unas palmadas en la espalda cuyo significado dependía de la intensidad de las mismas  y a Ramón le resultaron  fáciles  de descifrar  en poco tiempo.

Diez días antes de volver, Ramón le confesó a su esposa que no quería regresar al extranjero. ¿Al extranjero?, le preguntó extrañada Bodgana. Él calló, sin saber explicar  a qué se refería. Tampoco ella insistió en la pregunta, simplemente le pasó el brazo por encima del hombro y lo atrajo hacia sí. Reconfortado, Ramón cerró los ojos.