Esta vez no fui
capaz de continuar la discusión. Callé, me di la vuelta y salí de allí.
Sorprendida, no dijo nada. La imaginé confusa, observando en silencio cómo me marchaba, preguntándose si aquello era
otro paso hacia el fin.
Bajé los escalones
de las serpenteantes calles casi sin pensar. El mar se asomaba entre las casas.
A pesar de estar cerca ya el invierno era un día espléndido. Por el camino me
crucé con varios turistas cargados con cámaras fotográficas apuntando con ellas
a todos los colores y a todas las luces. Recordé mis primeros días en Positano, antes de que
el mar se convirtiera en un collar asfixiante, cuando cada puesta de Sol bastaba
para justificar haber acompañado a Clara en su proyecto. Ella se quedaba en
casa, en la azotea, intentando captar el “espíritu del Mediterráneo”.
Disfrutar del
paisaje, imaginar que este nuevo espacio podría cambiar el curso de los
acontecimientos, darnos otra oportunidad,.. Así vivía cada día. No recuerdo
haber puesto un empeño especial en que cambiara nada. Sólo me dejaba llevar. Me
cuesta menos entregarme a demoler que a
reconstruir. A ella la veía feliz y confiada. Podría pintar en paz, sin temer
que nuestra batalla interrumpiera su
creatividad. Yo seguiría en contacto con mi empresa desde la distancia.
“Merecemos una oportunidad”, me dijo. Asentí y dejé que iniciara todos los
preparativos quedándome al margen, pero sin obstaculizar, dejándome arrastrar
como un fardo pesado.
Mientras divagaba
sobre lo mismo de siempre me encontré de pronto en un mirador que daba
a una pequeña playa ahora desierta. Contemplé al fondo los racimos de casas
entretejidas por la ladera de la montaña. La bruma desdibujaba la costa
Amalfitana.
Apoyado en la
barandilla, intentando reblandecer la ira, caí de pronto en la mujer que estaba
en la otra punta, sentada en el banco de piedra que me había servido tantas
tardes para contemplar el ocaso. Me extrañó su quietud. Parecía absorta. Miraba
fijamente al infinito, aparentemente a ningún
detalle en concreto. Contemplar su
extraño aire de serenidad y misterio tuvo un efecto carminativo instantáneo en
mi mente. ¿Qué podría llevar a alguien a esa ausencia si no es la tristeza?
No la había visto
antes. Prácticamente conocía a todas las personas del pueblo, bien por haberlas
tratado, bien simplemente por cruzarme con ellas durante mi trasiego diario,
mezclado entre las tiendas de “siempre
lo mismo” y las coladas de los balcones.
Huyendo, siempre huyendo.
- Buongiorno - me
atreví a saludarla.
Ella giró la cabeza
hacia mí e hizo un gesto con la mano, luego se recogió el pelo. Noté que ya no
pudo volver a lo que fuera que tuviera en su pensamiento. Permanecí un rato en
el mismo sitio, mirándola de vez en cuando, hasta que la incomodidad de la
situación me hizo volver a refugiarme en mis rumiaciones. Poco después me
marché. La miré al pasar a su lado y ella me devolvió la mirada, pero ninguno
de los dos dijo nada.
Bajé por via
Colombo hacia el bar Bruno, a charlar con Cesare sobre todas las cosas y sobre
nada, como cada tarde, con ese español salpicado de italiano que utilizaba para describir las anécdotas del
día con una cháchara hipnotizante. Por el camino, los ojos de aquella mujer se
hacían cada vez más profundos e insondables. Deseaba descubrir, encontrar un motivo, algo a lo que aferrarme en mi huida, ahora que el mar y
las fuerzas comenzaban a ser más quebradizos.
Clara encontró lo
que buscaba. Desde siempre supo hacia dónde quería ir. Quizá yo nunca lo supe. Mi
horizonte era ella y cuando ella fue volcando su vida hacia su trabajo, en la
galería, pintando, en las charlas con todos aquellos bohemios imposibles, yo me
fui sintiendo más y más desnudo, abandonado en un rincón. Y esos sentimientos
se fueron trasladando desde lo más profundo, en forma de reproches, de
silencios que castigaban todos sus intentos por rescatarme.
Ahora estaba
atrapado en aquel paisaje, rodeado de carreteras tortuosas y temibles, de
escalones, del martilleante ruido permanente del mar que antes intuí siempre en calma, de las insustanciales
tiendas de zapatillas para turistas. Todo parecía hecho para evitar mi
liberación.
- ¿Por qué te
separaste, Cesare? – le pregunté aquella tarde a mi amigo. En realidad quería
preguntarle: “¿Cómo lograste separarte?”.
Sonrió. Luego me
dijo muy despacio: “No, todavía no he logrado separarme. Todavía sigo con
ella”. Se martilleó la cabeza con el
dedo. “¿Hai capito?”
La espesa brisa que
llegaba desde la orilla me inundó de desaliento.
- Ma… - continuó
Cesare – tuve que encontrar algo que pudiera permitirme soportarlo… este
rincón… parlare e parlare… hablar sin parar.. vivere fuori de mí. ¿Hay otra
forma?
Probablemente no.
¿Acaso no era eso lo que hacía yo?
El trayecto de
vuelta a casa estaba siempre lastrado por el alcohol y la pesadumbre, por las
quejas del adolescente que quiere alargar el crédito horario que le han dado
sus padres y va pensando por el camino qué hacer para conseguirlo.
Me detuve delante de la fachada. La puerta color
añil se encontraba apagada por la tenue luz del atardecer. La empujé y entré. Ella no estaba en el salón. Subí la
escalera que daba a la terraza. Clara estaba sentada delante del caballete.
Miraba el horizonte, la puesta de Sol, pensé. No hizo ningún gesto al percibir
mi presencia. Me dirigí a la barandilla y contemplé indolente el paisaje. Me giré hacia ella, que permanecía abstraída,
con un extraño aire de serenidad. ¿Qué
podría llevar a alguien a esa ausencia si no es la tristeza?
- Hola – la saludé
con voz trémula.
- Hola –respondió
ella secamente, luego se recogió el pelo con un coletero que apenas alcancé a
ver y volvió a hundirse en el horizonte.
vivir fuera de mi no, fuera de ella. con otras...
ResponderEliminarjaja, no está mal la lectura de esa intención. Igual Cesare quería vivir con otras y probablemente su pareja quisiera vivir sin él.
ResponderEliminarUn saludo.