viernes, 11 de noviembre de 2011

Mujer triste mirando al mar



Esta vez no fui capaz de continuar la discusión. Callé, me di la vuelta y salí de allí. Sorprendida, no dijo nada. La imaginé confusa,  observando en silencio  cómo me marchaba, preguntándose si aquello era otro paso hacia el fin.

Bajé los escalones de las serpenteantes calles casi sin pensar. El mar se asomaba entre las casas. A pesar de estar cerca ya el invierno era un día espléndido. Por el camino me crucé con varios turistas cargados con cámaras fotográficas apuntando con ellas a todos los colores y a todas las luces. Recordé  mis primeros días en Positano, antes de que el mar se convirtiera en un collar asfixiante, cuando cada puesta de Sol bastaba para justificar haber acompañado a Clara en su proyecto. Ella se quedaba en casa, en la azotea, intentando captar  el “espíritu del Mediterráneo”.

Disfrutar del paisaje, imaginar que este nuevo espacio podría cambiar el curso de los acontecimientos, darnos otra oportunidad,.. Así vivía cada día. No recuerdo haber puesto un empeño especial en que cambiara nada. Sólo me dejaba llevar. Me cuesta menos entregarme a demoler  que a reconstruir. A ella la veía feliz y confiada. Podría pintar en paz, sin temer que  nuestra batalla interrumpiera su creatividad. Yo seguiría en contacto con mi empresa desde la distancia. “Merecemos una oportunidad”, me dijo. Asentí y dejé que iniciara todos los preparativos quedándome al margen, pero sin obstaculizar, dejándome arrastrar como un fardo pesado.

Mientras divagaba sobre lo mismo de siempre me encontré de pronto en un mirador que daba a una pequeña playa ahora desierta. Contemplé al fondo los racimos de casas entretejidas por la ladera de la montaña. La bruma desdibujaba la costa Amalfitana.
Apoyado en la barandilla, intentando reblandecer la ira, caí de pronto en la mujer que estaba en la otra punta, sentada en el banco de piedra que me había servido tantas tardes para contemplar el ocaso. Me extrañó su quietud. Parecía absorta. Miraba fijamente  al infinito, aparentemente a ningún detalle  en concreto. Contemplar su extraño aire de serenidad y misterio tuvo un efecto carminativo instantáneo en mi mente. ¿Qué podría llevar a alguien a esa ausencia si no es la tristeza?

No la había visto antes. Prácticamente conocía a todas las personas del pueblo, bien por haberlas tratado, bien simplemente por cruzarme con ellas durante mi trasiego diario, mezclado entre las  tiendas de “siempre lo mismo”  y las coladas de los balcones. Huyendo, siempre huyendo.

- Buongiorno - me atreví a saludarla.

Ella giró la cabeza hacia mí e hizo un gesto con la mano, luego se recogió el pelo. Noté que ya no pudo volver a lo que fuera que tuviera en su pensamiento. Permanecí un rato en el mismo sitio, mirándola de vez en cuando, hasta que la incomodidad de la situación me hizo volver a refugiarme en mis rumiaciones. Poco después me marché. La miré al pasar a su lado y ella me devolvió la mirada, pero ninguno de los dos dijo nada.

Bajé por via Colombo hacia el bar Bruno, a charlar con Cesare sobre todas las cosas y sobre nada, como cada tarde, con ese español salpicado de italiano  que utilizaba para describir las anécdotas del día con una cháchara hipnotizante. Por el camino, los ojos de aquella mujer se hacían cada vez más profundos e insondables. Deseaba descubrir, encontrar un motivo, algo a lo que aferrarme en mi huida, ahora que el mar y las fuerzas comenzaban a ser más quebradizos.

Clara encontró lo que buscaba. Desde siempre supo hacia dónde quería ir. Quizá yo nunca lo supe. Mi horizonte era ella y cuando ella fue volcando su vida hacia su trabajo, en la galería, pintando, en las charlas con todos aquellos bohemios imposibles, yo me fui sintiendo más y más desnudo, abandonado en un rincón. Y esos sentimientos se fueron trasladando desde lo más profundo, en forma de reproches, de silencios que castigaban todos sus intentos por rescatarme.

Ahora estaba atrapado en aquel paisaje, rodeado de carreteras tortuosas y temibles, de escalones, del martilleante ruido permanente del mar que antes intuí  siempre en calma, de las insustanciales tiendas de zapatillas para turistas. Todo parecía hecho para evitar mi liberación.


- ¿Por qué te separaste, Cesare? – le pregunté aquella tarde a mi amigo. En realidad quería preguntarle: “¿Cómo lograste separarte?”.

Sonrió. Luego me dijo muy despacio: “No, todavía no he logrado separarme. Todavía sigo con ella”. Se martilleó  la cabeza con el dedo. “¿Hai capito?”

La espesa brisa que llegaba desde la orilla me inundó de desaliento.

- Ma… - continuó Cesare – tuve que encontrar algo que pudiera permitirme soportarlo… este rincón… parlare e parlare… hablar sin parar.. vivere fuori de mí. ¿Hay otra forma?


Probablemente no. ¿Acaso no era eso lo que hacía yo?

El trayecto de vuelta a casa estaba siempre lastrado por el alcohol y la pesadumbre, por las quejas del adolescente que quiere alargar el crédito horario que le han dado sus padres y va pensando por el camino qué hacer para conseguirlo.

 Me detuve delante de la fachada. La puerta color añil se encontraba apagada por la tenue luz del atardecer. La empujé  y entré. Ella no estaba en el salón. Subí la escalera que daba a la terraza. Clara estaba sentada delante del caballete. Miraba el horizonte, la puesta de Sol, pensé. No hizo ningún gesto al percibir mi presencia. Me dirigí a la barandilla y contemplé indolente el paisaje.  Me giré hacia ella, que permanecía abstraída,  con un extraño aire de serenidad. ¿Qué podría llevar a alguien a esa ausencia si no es la tristeza?

- Hola – la saludé con voz trémula.
- Hola –respondió ella secamente, luego se recogió el pelo con un coletero que apenas alcancé a ver y volvió a hundirse en el horizonte.

2 comentarios:

  1. vivir fuera de mi no, fuera de ella. con otras...

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  2. jaja, no está mal la lectura de esa intención. Igual Cesare quería vivir con otras y probablemente su pareja quisiera vivir sin él.
    Un saludo.

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