A Isi la dejó su novio un día ventoso de abril. Se lo
comunicó en la cafetería, cuando estaba ya a punto de hincarle el diente a la
palmera de chocolate con forma de corazón remojada en ColaCao templado. En ese momento, Enrique se
echó hacia delante y le dijo:
- - No puedo seguir contigo.
Así, sin más. Petrificada, un trozo de palmera cayó sobre el
ColaCao salpicando su blusa de florecillas primaverales. No pudo articular
ninguna palabra, él tampoco parecía capaz de dar más explicaciones.
- - Lo siento – concluyó antes de levantarse y
dejarla destrozada, contemplando los restos de
palmera de chocolate.
Desde el otro lado del bar, Lorenzo vio la escena. Estuvo tentado de acercarse a consolarla
cuando observó que comenzaba a llorar, pero no se atrevió.
Isi entró en un estado depresivo. Recomponía minuto a minuto
los últimos meses de su relación buscando en qué se había equivocado, qué podía
haber hecho o dicho que hubiera provocado aquella decisión. Ninguno de sus intentos para que Enrique le explicara algo tuvieron
éxito. Él no atendía a sus llamadas, la eliminó de su Facebook y empezó a colgar fotos en su muro
en las que aparecía como si acabara de salir de Alcatraz. Tras tres meses de
baja seguía llorando como el primer día, pero decidió solicitar el alta y
compartir su llanto en la oficina. Por las tardes iba a la cafetería, pedía
ColaCao y una palmera de chocolate y al final de cada taza, comenzaba a
temblarle las manos que la sujetaban y no podía acabársela. Terminar esa
merienda eterna y dejar de llorar se habían convertido en sus objetivos en la
vida.
Cuando el ensimismamiento lo permitió, una tarde de finales
de verano, se fijó en el chico de la
barra. Mientras lo observaba, él, repentinamente se giró y sus miradas se
cruzaron un instante, el tiempo que, azorada, tardó ella en volver la vista
hacia la ventana a través de la cual se presentía el otoño. En los días
sucesivos las miradas y la duración de las mismas fueron en aumento. Una tímida
sonrisa de esperanza comenzó a asomar en los labios de Isi. La complicidad se
fue apoderando de ambos y otra tarde, cuando el viento volvía a desnudar los árboles, él decidió acercarse aprovechando la cercanía del camarero.
- - ¿Puedo sentarme? – le preguntó con un halo de certidumbre mal disimulado.
“Puedes amarme, incluso”, pensó ella.
- - Claro – dijo sonriendo.
Él cogió un par de bombones que el camarero traía
gentilmente en su bandeja y se los ofreció a ella como presente para completar
el rito de acercamiento. La música comenzó a sonar en su cabeza, la serotonina
inundaba sus circuitos neuronales bailando el vals de la ilusión.
Aquella noche de abril, Lorenzo no pudo dejar de pensar en la
chica. Se inventó cientos de conversaciones en ninguna de las cuales conseguía
consolarla:
Primer ensayo:
- ¿Y cómo sabes tú – “tú” sonaba con acritud- si lo merece o no?
Segundo ensayo:
- ¿Quién ha pedido tu opinión?
-
Tercer ensayo:
- Métete la chocolatina por …. (¡¡¡No, no, no lo digas ni en sueños, o no podré mirarte a la cara de
nuevo!!!)
Ensayo n:
“Voy a
intentar dormir”
Durante tres largos meses ella no volvió a aparecer. A pesar
del tiempo, Lorenzo permanecía fiel a la esperanza. No tenía a nadie más a
quien guardarle fidelidad. De pronto un día regresó. El corazón le dio un
vuelco de pre-enamorado. Un vuelquecito, quizás; no quería entusiasmarse
todavía. Pidió lo mismo de siempre, pero era otra. Su mirada estaba perdida y
su rostro reflejaba el peso de su lucha interior. Él buscaba sus ojos con
frecuencia, un contacto que permitiera abrir la puerta, pero para ella no
parecía existir nadie fuera de sus recuerdos. Sin embargo, la cercanía
alimentaba sus fantasías, y ni siquiera aquella obcecada tendencia al ensimismamiento
que observaba en su amada –a estas alturas podemos ya decirlo así: su
amada- extinguía sus deseos de ser
correspondido.
Una mañana de otoño, al volverse hacia la mesa, la
sorprendió bajando la mirada. Esta vez las palpitaciones consiguieron
ruborizarlo. Los días siguientes fueron la confirmación del cambio, ella
levantaba la vista hacia la barra, probablemente para disimular, él ya mantenía
la vista fija en ella, sin miedo. Su rostro había cambiado, volvía a ser
aquella chica que comía palmeras de chocolate mojadas en ColaCao como si acabara
de descubrir el sentido de la vida en el proceso.
Por fin se decidió a acercarse, cogió dos chocolatinas de la
caja y las puso en un platillo cubierto con una servilleta. Ya en la mesa, a
punto de ofrecérselas, otro cliente habitual se le adelantó. Lorenzo se detuvo extrañado.
- - ¿Puedo sentarme? – le escuchó decir.
La miró a ella, esperando una respuesta indignada, deseando
que rechazara la petición para poder quedarse a solas con él. Pero lo que
escuchó en realidad fue:
- - Claro – arrastrando el permiso con una sonrisa
de complacencia que le atravesó el corazón.
El cliente cogió con descaro las chocolatinas y le pidió con
la mirada que se alejara. Luego ella, ante su inmutabilidad, también lo miró,
pero no con la mirada que imaginaba, con la que soñaba cada noche, sino con otra
cruel y distante, de despedida, con otra que decía algo como: “Váyase, por
favor, señor camarero, ¿no ve que interrumpe?”
Mientras se arrastraba hacia la barra con la bandeja bajo el
brazo, un blues comenzó a sonar en su cabeza.