Mientras Pável esperaba a su víctima se entretuvo rascando la
tapicería del salpicadero de su viejo Skoda. Recordó a su padre agujereando el
sofá de sky con sus dedos huesudos, sacando trocitos de foamex, una espuma
amarillenta y apulgarada que esparcía por el suelo con la misma inconsciencia
con que la extraía.
Con la uña logró por fin hacer un pequeño orificio, pero se
detuvo e intentó camuflarlo pasando la palma de la mano varias veces por
encima. Miró el reloj. Luego miró hacia la esquina por la que debería aparecer. Volvió a mirar el
reloj. Luego otra vez hacia el mismo sitio. Finalmente, sin darse cuenta, sus
dedos estaban desenterrando de nuevo el hueco del salpicadero. Esta vez no se
detuvo. Abandonada la lucha por controlar su impulso, pudo dedicarse a una
segunda tarea. Se tocó la barba rala. Le gustaba esa sensación de duro que da
el vello hirsuto. Su padre tenía una barba suave, larga, agreste, blanquecina. Recobró en su memoria el halo de
perdedor que aquella barba imprimía a su
rostro avejentado.
Entrecerró ligeramente los ojos y dibujó una mueca
aterradora –la imaginó aterradora-. Su
padre lo miraba con el ceño fruncido para reprocharle su inactividad: “Nunca
llegarás a nada, Pável. Mira a tu primo Sergey, ya ha ganado una medalla al
mérito en el trabajo”. “Pero a mí no me gusta…Yo no…”, protestaba él. “¡No me
repliques, no me lleves la contraria!”. El recuerdo inflaba las venillas de sus
pómulos que se esparcían por su cara como raíces del árbol
del odio. “Compara esto con la medalla, viejo mamón” - se oyó decir a sí mismo
mientras acariciaba la culata de su Magnum – “A ver qué da más dinero. Nikolay,
maldito vejestorio, -siguió mascullando para sí mismo pavoneándose – mírame ahora:
todas las medallas están ya en los
anticuarios y yo me cago en todas en ellas, en ti y en tu sobrino Sergey”
El dedo horadaba despiadadamente la tapicería, de pronto oyó
un ruido y se puso alerta. Parecían unas
llaves al chocar contra el suelo. “Debe ser él”. Se bajó del coche y se metió
la pistola en el bolsillo del tres cuartos. Un hombre buscaba las llaves en la
acera.
- - No te molestes – le dijo Pável con aspereza.
- - ¿Qué..?¿Las has encontrado? – preguntó el hombre
agradecido.
- - No, quiero decir que no te van a hacer falta – respondió él recreándose con
crueldad en la situación.
El hombre lo miró extrañado desde el suelo, se levantó
lentamente, entrecerró los ojos para poder acertar a ver las facciones de su
interlocutor bajo la tenue luz de la farola.
- - ¿Pável,… eres Pável, el hijo del camarada Nikolay?
– el hombre se acercó confiado-. Me has asustado, pensé que eras uno de la
mafia… ya sabes que nos la tienen jurada a los del sindicato… Vengo de la
concentración…
Las mejillas recobraron de nuevo el serpenteo del odio
subiendo desde las entrañas. Sacó la pistola y apuntó a la víctima que dio un
paso atrás asustado.
- - ¿Qué vas a hacer? ¿Te has vuelto loco?
Mientras quitaba el seguro se percató de la medalla que
colgaba sobre el gabán del hombre, en el lado izquierdo del pecho. Se acercó
hasta poder colocar el cañón de la pistola sobre la hoz y el martillo y sin
mediar palabra disparó a quemarropa. El impacto tan cercano desplazó al hombre
hacia atrás cerca de un metro. Pável se quedó un instante mirándolo tendido en
la acera. Los músculos se contraían en unos estertores agónicos. Lo dejó
apagarse en su propio dolor mientras volvía
con parsimonia al coche. Ya en su interior, giró la llave del contacto y enfiló
lentamente la avenida Riga, que se
abría una esquina más abajo de donde se encontraba.
Las calles continuaban desiertas. Desde el fondo de la avenida, cerca de la
plaza Pushkin
se escuchaban unas voces que coreaban unas consignas. Grupos dispersos
aparecían a lo lejos portando banderas
recogidas.
“¿Cuando acabarán de una vez, cuándo se enterarán de que las
cosas han cambiado?”, se preguntó Pável desviándose hacia una transversal.
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