miércoles, 9 de mayo de 2012

Rescoldos del pasado




Mientras Pável esperaba a su víctima se entretuvo rascando la tapicería del salpicadero de su viejo Skoda. Recordó a su padre agujereando el sofá de sky con sus dedos huesudos, sacando trocitos de foamex, una espuma amarillenta y apulgarada que esparcía por el suelo con la misma inconsciencia con que la extraía.

Con la uña logró por fin hacer un pequeño orificio, pero se detuvo e intentó camuflarlo pasando la palma de la mano varias veces por encima. Miró el reloj. Luego miró hacia la esquina por  la que debería aparecer. Volvió a mirar el reloj. Luego otra vez hacia el mismo sitio. Finalmente, sin darse cuenta, sus dedos estaban desenterrando de nuevo el hueco del salpicadero. Esta vez no se detuvo. Abandonada la lucha por controlar su impulso, pudo dedicarse a una segunda tarea. Se tocó la barba rala. Le gustaba esa sensación de duro que da el vello hirsuto. Su padre tenía una barba suave, larga, agreste,  blanquecina. Recobró en su memoria el halo de perdedor  que aquella barba imprimía a su rostro avejentado.

Entrecerró ligeramente los ojos y dibujó una mueca aterradora –la imaginó aterradora-.  Su padre lo miraba con el ceño fruncido para reprocharle su inactividad: “Nunca llegarás a nada, Pável. Mira a tu primo Sergey, ya ha ganado una medalla al mérito en el trabajo”. “Pero a mí no me gusta…Yo no…”, protestaba él. “¡No me repliques, no me lleves la contraria!”. El recuerdo inflaba las venillas de sus  pómulos que  se esparcían por su cara como raíces del árbol del odio. “Compara esto con la medalla, viejo mamón” - se oyó decir a sí mismo mientras acariciaba la culata de su Magnum – “A ver qué da más dinero. Nikolay, maldito vejestorio, -siguió mascullando para sí mismo pavoneándose – mírame ahora:  todas las medallas están ya en los anticuarios y yo me cago en todas en ellas, en ti y en tu sobrino Sergey”

El dedo horadaba despiadadamente la tapicería, de pronto oyó un ruido y se puso alerta. Parecían  unas llaves al chocar contra el suelo. “Debe ser él”. Se bajó del coche y se metió la pistola en el bolsillo del tres cuartos. Un hombre buscaba las llaves en la acera.

-          - No te molestes – le dijo Pável con aspereza.
-          - ¿Qué..?¿Las has encontrado? – preguntó el hombre agradecido.
-          -  No, quiero decir  que no te van a hacer falta – respondió él  recreándose con crueldad en la situación.

El hombre lo miró extrañado desde el suelo, se levantó lentamente, entrecerró los ojos para poder acertar a ver las facciones de su interlocutor bajo la tenue luz de la farola.

-        - ¿Pável,… eres Pável, el hijo del camarada Nikolay? – el hombre se acercó confiado-. Me has asustado, pensé que eras uno de la mafia… ya sabes que nos la tienen jurada a los del sindicato… Vengo de la concentración…

Las mejillas recobraron de nuevo el serpenteo del odio subiendo desde las entrañas. Sacó la pistola y apuntó a la víctima que dio un paso atrás asustado.

-         - ¿Qué vas a hacer? ¿Te has vuelto loco?

Mientras quitaba el seguro se percató de la medalla que colgaba sobre el gabán del hombre, en el lado izquierdo del pecho. Se acercó hasta poder colocar el cañón de la pistola sobre la hoz y el martillo y sin mediar palabra disparó a quemarropa. El impacto tan cercano desplazó al hombre hacia atrás cerca de un metro. Pável se quedó un instante mirándolo tendido en la acera. Los músculos se contraían en unos estertores agónicos. Lo dejó apagarse en su propio dolor  mientras volvía con parsimonia al coche. Ya en su interior, giró la llave del contacto y enfiló lentamente la avenida Riga,  que se abría  una esquina más abajo de donde se encontraba. Las calles continuaban desiertas. Desde el fondo de la avenida, cerca de la plaza Pushkin se escuchaban unas voces que coreaban unas consignas. Grupos dispersos aparecían a lo  lejos portando banderas recogidas.

“¿Cuando acabarán de una vez, cuándo se enterarán de que las cosas han cambiado?”, se preguntó Pável desviándose hacia una transversal.

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