viernes, 26 de abril de 2013

El mundo está lleno de escolióticos (I)




En cuanto cerró los ojos supe que había muerto. No me pregunten por qué, no es que tenga mucha experiencia al respecto, es más,  hasta ahora no había matado a nadie. Pero si no lo estaba, le faltaba poco.

No movía el pecho, ni ninguna otra parte de su cuerpo. Eso me bastó.

Solté el cuchillo allí mismo, luego quemé los guantes de látex, eché un vistazo rápido alrededor y salí del callejón sin prisas. La noche era fría, casi gélida, la temperatura idónea para cometer un asesinato.

Giré hacia la calle Correo, en dirección a Atocha. Al cruzar por una bocacalle me fijé en el nombre de la misma: calle Paz. La paz está muy sobrevalorada, pensé. ¿A quién le da de comer la paz? Comencé a divagar sobre las numerosas injusticias de este mundo.

Sin apenas darme cuenta me hallé cerca de Atocha. A la derecha, en las escalinatas del Reina Sofía me esperaba él. Lo normal es que hubiera estado envuelto en niebla y que el humo del cigarrillo desdibujara un rostro  hierático, pero la realidad estaba más cerca de los Ozores que de los Cohen. Simplemente estaba allí, de pie, vestido con un chándal blanco y azul y unos zapatos negros ajados. Las dos manos en los bolsillos del pantalón. Tirité imaginando el frío que podía estar pasando, pero a él parecía no afectarle. Cuando llegué a su altura le entregué la cartera del difunto. La miró por encima y luego husmeó un poco en su interior sin demasiado interés.

Extrajo un paquete del bolsillo de la horrible chaqueta del chándal y me lo alargó. Apenas lo hube cogido, sin mediar palabra, se dio media vuelta y se marchó caminando con un movimiento pendular que me hizo dudar si se debía a una escoliosis no corregida o a una performance, un guiño a la escena en la que transcurrió nuestro breve encuentro. No, no parecía interesarle mucho el arte. Me incliné por la primera opción. El mundo está lleno de escolióticos.

El trayecto hasta mi casa era largo aún y no quise comprometerme cogiendo un taxi. Aceleré el paso todo lo que pude.  Mi terapeuta me sugirió que diera paseos de una hora a tal ritmo que apenas pudiera articular palabra y si no puedes hablar, me aseguró, tampoco podrás pensar, no al menos hacer girar aquellos negros pensamientos que me abatían.

No había puesto ninguna condición, sólo la tarifa. Una tarifa unisex. La última vez que puse una condición me despidieron del trabajo. Condiciones. Mi ex mujer me puso varias condiciones para continuar nuestra relación. ¿Cuáles son las tuyas?, me preguntó. Yo te quiero incondicionalmente,  le respondí. En aquel momento no era cierto, pero me sentía atrapado y temía que cualquier petición pudiera complicar aún más la situación. Estuve varios meses siguiendo al pie de la letra las condiciones:  más detalles diarios, más conversación, menos quedar con mi amigo Fran, más llegar temprano, planchar, regar las plantas, pasear al perro,.. no, perro no teníamos, ahora que caigo .. en fin.., me afané por cumplirlas todas, incluso tenía metidas en la agenda las tareas de cada día. Pero ella seguía distante. Todo le parecía insuficiente. No lo haces con naturalidad. No claro, pero no me negarás que lo intento. Sí, pero no. ¿Sí, pero no?, ¿qué quiere decir "sí, pero no"?

Conté el dinero varias veces con satisfacción creciente. Un sueldo digno, al fin. El sonido del teléfono interrumpió bruscamente mi emocionado reencuentro con la vida imaginada. Vi el número. Era Sara. Hola, le dije. Hola, respondió ella, ¿estás solo? Claro. ¿Puedo ir a verte? Me miré las manos, mis nuevas manos de asesino. Sí, musité dubitativo. Tras un breve silencio oí como colgaba. Sé que no debería verla, no si quiero seguir manteniendo esperanzas con mi ex. Siempre imagino que de pronto le entra un ataque de nostalgia y viene corriendo en medio de la noche, una noche lluviosa naturalmente, y llama desesperada a mi puerta y yo abro y la veo de pie, sensualmente empapada, con los labios henchidos y trémulos dibujando una pregunta, y nos quedamos mirándonos  y luego nos fundimos en un abrazo y vamos girando como peonzas enlazadas hasta la cama y...y entonces... me paraliza pensar que cuando llegue ese momento, cuando llame por fin, de nuevo, a mi puerta, me encuentre acompañado por Sara y entierre cualquier posibilidad. Agarro el fajo de billetes. Me compraré un S5 en cuanto salga.




jueves, 4 de abril de 2013

La espera



La primera vez que fue a buscarla llegó puntual a la cita.  Se quedó un rato en el coche, escuchando música. Ella se asomó por la ventana de la habitación y le hizo un gesto de espera con la mano al que él respondió con otro comprensivo de aceptación. A esa misma  hora abrían la boutique de la esquina y varias chicas esperaban también, igualmente puntuales, a que llegara la encargada.

Dos meses después, la escena seguía repitiéndose prácticamente igual, salvo con algunos cambios en la intención de los gestos de ambos y en una menor permanencia de él en el interior del coche. En una ocasión se acercó a pedir un cigarrillo a las chicas y éstas entablaron un conversación banal con él, que fueron dando lugar a otras charlas igualmente insustanciales pero de mayor duración. Esos ratos imprecisos transformaron el incipiente malestar de la espera en algo sutilmente agradable.

Por su parte, a ella, verlo de tan buen humor a pesar del tiempo de aburrimiento al que intuía someterlo, le transmitía la suficiente tranquilidad como para no sólo no cambiar sus hábitos al respecto, sino más bien al contrario, acentuarlos. Ambos quedaban a las cinco a sabiendas de que el resultado de tal acuerdo tendría poco que ver con lo verbalmente pactado.

Fruto de estas circunstancias, tanto él como algunas de las chicas fueron añadiendo a su habitual puntualidad ciertos minutos de gracia. Cuando entraban en la tienda, él iba distribuyendo las miradas de forma que cada vez dedicaba menos a la ventana y más a la puerta de la boutique por la que veía transitar a las chicas. Una de ellas empezó a salir a fumar con más asiduidad de la habitual y él se le acercaba a ofrecer o aceptar un cigarrillo. En uno de esos espacios improvisados se encontró a sí mismo pensando en el tatuaje de la chica -la lengua burlona de los Rolling-. "No.Yo soy más de Led". ¿No?, ¿no qué? Le desagradó esa forma inconsciente de intentar distanciarse y decidió convertirlo en parte de la conversación.

- Yo soy más de Led Zeppelin - le dijo señalando el tatuaje del cuello.
- ¡Uf! - exclamó ella con admiración y acto seguido,  lejos de arrinconarse tras los morros de Mick, tomó el cigarro en forma de púa y comenzó  a tocar al aire las notas del  Stairway to Heaven, acompasando su melena rizada en  un perfecto vaivén.

A él le temblaron las piernas. En ese instante su novia lo llamó desde la puerta del coche y el temblor se transformó en un redoble, que hizo que el trayecto hasta llegar a ella se convirtiera en un sarta de tribulaciones mentales en forma de excusas. Cuando llegó a su altura ella alivió su preocupación.

- Esa chica no está bien de la cabeza.

Él asintió con una sonrisa forzada. Tuvo la tentación de girarse porque algo que no existía justo unos minutos antes se había quedado ahora atrapado a su espalda, pero consideró que eso sería consumar la traición. Miró a su novia sin decir nada y luego se metió en el coche. Ella, mientras describía las habituales discusiones con su hermana, sacó del bolso un mp3, lo conectó al audio del coche y Ricardo Montaner comenzó a entonar un romántico bolero que servía de contrapunto a su relato pueril. Entonces él, antes de doblar la esquina, dejándose llevar, se atrevió a buscarla a través del retrovisor.