En cuanto cerró los ojos supe que había muerto. No me pregunten por qué, no es que tenga mucha experiencia al respecto, es más, hasta ahora no había matado a nadie. Pero si no lo estaba, le faltaba poco.
No movía el pecho, ni ninguna otra parte de su cuerpo. Eso
me bastó.
Solté el cuchillo allí mismo, luego quemé los guantes de látex, eché un vistazo rápido alrededor y salí del callejón sin prisas. La noche era fría, casi gélida, la temperatura idónea para cometer un asesinato.
Giré hacia la calle Correo, en dirección a Atocha. Al cruzar por una bocacalle me fijé en el nombre de la misma: calle Paz. La paz está muy sobrevalorada, pensé. ¿A quién le da de comer la paz? Comencé a divagar sobre las numerosas injusticias de este mundo.
Sin apenas darme cuenta me hallé cerca de Atocha. A la derecha, en las escalinatas del Reina Sofía me esperaba él. Lo normal es que hubiera estado envuelto en niebla y que el humo del cigarrillo desdibujara un rostro hierático, pero la realidad estaba más cerca de los Ozores que de los Cohen. Simplemente estaba allí, de pie, vestido con un chándal blanco y azul y unos zapatos negros ajados. Las dos manos en los bolsillos del pantalón. Tirité imaginando el frío que podía estar pasando, pero a él parecía no afectarle. Cuando llegué a su altura le entregué la cartera del difunto. La miró por encima y luego husmeó un poco en su interior sin demasiado interés.
Extrajo un paquete del bolsillo de la horrible chaqueta del chándal y me lo alargó. Apenas lo hube cogido, sin mediar palabra, se dio media vuelta y se marchó caminando con un movimiento pendular que me hizo dudar si se debía a una escoliosis no corregida o a una performance, un guiño a la escena en la que transcurrió nuestro breve encuentro. No, no parecía interesarle mucho el arte. Me incliné por la primera opción. El mundo está lleno de escolióticos.
El trayecto hasta mi casa era largo aún y no quise comprometerme cogiendo un taxi. Aceleré el paso todo lo que pude. Mi terapeuta me sugirió que diera paseos de una hora a tal ritmo que apenas pudiera articular palabra y si no puedes hablar, me aseguró, tampoco podrás pensar, no al menos hacer girar aquellos negros pensamientos que me abatían.
No había puesto ninguna condición, sólo la tarifa. Una tarifa unisex. La última vez que puse una condición me despidieron del trabajo. Condiciones. Mi ex mujer me puso varias condiciones para continuar nuestra relación. ¿Cuáles son las tuyas?, me preguntó. Yo te quiero incondicionalmente, le respondí. En aquel momento no era cierto, pero me sentía atrapado y temía que cualquier petición pudiera complicar aún más la situación. Estuve varios meses siguiendo al pie de la letra las condiciones: más detalles diarios, más conversación, menos quedar con mi amigo Fran, más llegar temprano, planchar, regar las plantas, pasear al perro,.. no, perro no teníamos, ahora que caigo .. en fin.., me afané por cumplirlas todas, incluso tenía metidas en la agenda las tareas de cada día. Pero ella seguía distante. Todo le parecía insuficiente. No lo haces con naturalidad. No claro, pero no me negarás que lo intento. Sí, pero no. ¿Sí, pero no?, ¿qué quiere decir "sí, pero no"?
Conté el dinero varias veces con satisfacción creciente. Un sueldo digno, al fin. El sonido del teléfono interrumpió bruscamente mi emocionado reencuentro con la vida imaginada. Vi el número. Era Sara. Hola, le dije. Hola, respondió ella, ¿estás solo? Claro. ¿Puedo ir a verte? Me miré las manos, mis nuevas manos de asesino. Sí, musité dubitativo. Tras un breve silencio oí como colgaba. Sé que no debería verla, no si quiero seguir manteniendo esperanzas con mi ex. Siempre imagino que de pronto le entra un ataque de nostalgia y viene corriendo en medio de la noche, una noche lluviosa naturalmente, y llama desesperada a mi puerta y yo abro y la veo de pie, sensualmente empapada, con los labios henchidos y trémulos dibujando una pregunta, y nos quedamos mirándonos y luego nos fundimos en un abrazo y vamos girando como peonzas enlazadas hasta la cama y...y entonces... me paraliza pensar que cuando llegue ese momento, cuando llame por fin, de nuevo, a mi puerta, me encuentre acompañado por Sara y entierre cualquier posibilidad. Agarro el fajo de billetes. Me compraré un S5 en cuanto salga.
Solté el cuchillo allí mismo, luego quemé los guantes de látex, eché un vistazo rápido alrededor y salí del callejón sin prisas. La noche era fría, casi gélida, la temperatura idónea para cometer un asesinato.
Giré hacia la calle Correo, en dirección a Atocha. Al cruzar por una bocacalle me fijé en el nombre de la misma: calle Paz. La paz está muy sobrevalorada, pensé. ¿A quién le da de comer la paz? Comencé a divagar sobre las numerosas injusticias de este mundo.
Sin apenas darme cuenta me hallé cerca de Atocha. A la derecha, en las escalinatas del Reina Sofía me esperaba él. Lo normal es que hubiera estado envuelto en niebla y que el humo del cigarrillo desdibujara un rostro hierático, pero la realidad estaba más cerca de los Ozores que de los Cohen. Simplemente estaba allí, de pie, vestido con un chándal blanco y azul y unos zapatos negros ajados. Las dos manos en los bolsillos del pantalón. Tirité imaginando el frío que podía estar pasando, pero a él parecía no afectarle. Cuando llegué a su altura le entregué la cartera del difunto. La miró por encima y luego husmeó un poco en su interior sin demasiado interés.
Extrajo un paquete del bolsillo de la horrible chaqueta del chándal y me lo alargó. Apenas lo hube cogido, sin mediar palabra, se dio media vuelta y se marchó caminando con un movimiento pendular que me hizo dudar si se debía a una escoliosis no corregida o a una performance, un guiño a la escena en la que transcurrió nuestro breve encuentro. No, no parecía interesarle mucho el arte. Me incliné por la primera opción. El mundo está lleno de escolióticos.
El trayecto hasta mi casa era largo aún y no quise comprometerme cogiendo un taxi. Aceleré el paso todo lo que pude. Mi terapeuta me sugirió que diera paseos de una hora a tal ritmo que apenas pudiera articular palabra y si no puedes hablar, me aseguró, tampoco podrás pensar, no al menos hacer girar aquellos negros pensamientos que me abatían.
No había puesto ninguna condición, sólo la tarifa. Una tarifa unisex. La última vez que puse una condición me despidieron del trabajo. Condiciones. Mi ex mujer me puso varias condiciones para continuar nuestra relación. ¿Cuáles son las tuyas?, me preguntó. Yo te quiero incondicionalmente, le respondí. En aquel momento no era cierto, pero me sentía atrapado y temía que cualquier petición pudiera complicar aún más la situación. Estuve varios meses siguiendo al pie de la letra las condiciones: más detalles diarios, más conversación, menos quedar con mi amigo Fran, más llegar temprano, planchar, regar las plantas, pasear al perro,.. no, perro no teníamos, ahora que caigo .. en fin.., me afané por cumplirlas todas, incluso tenía metidas en la agenda las tareas de cada día. Pero ella seguía distante. Todo le parecía insuficiente. No lo haces con naturalidad. No claro, pero no me negarás que lo intento. Sí, pero no. ¿Sí, pero no?, ¿qué quiere decir "sí, pero no"?
Conté el dinero varias veces con satisfacción creciente. Un sueldo digno, al fin. El sonido del teléfono interrumpió bruscamente mi emocionado reencuentro con la vida imaginada. Vi el número. Era Sara. Hola, le dije. Hola, respondió ella, ¿estás solo? Claro. ¿Puedo ir a verte? Me miré las manos, mis nuevas manos de asesino. Sí, musité dubitativo. Tras un breve silencio oí como colgaba. Sé que no debería verla, no si quiero seguir manteniendo esperanzas con mi ex. Siempre imagino que de pronto le entra un ataque de nostalgia y viene corriendo en medio de la noche, una noche lluviosa naturalmente, y llama desesperada a mi puerta y yo abro y la veo de pie, sensualmente empapada, con los labios henchidos y trémulos dibujando una pregunta, y nos quedamos mirándonos y luego nos fundimos en un abrazo y vamos girando como peonzas enlazadas hasta la cama y...y entonces... me paraliza pensar que cuando llegue ese momento, cuando llame por fin, de nuevo, a mi puerta, me encuentre acompañado por Sara y entierre cualquier posibilidad. Agarro el fajo de billetes. Me compraré un S5 en cuanto salga.