miércoles, 19 de febrero de 2014

Duras como piedras




Marcelo se encontró la  Moleskine caída justo delante del puesto de frutas. La tendera le preguntó que quería y él se apresuró a pedirle un kilo de peras de agua, “duras como piedras”, apuntilló. Y mientras ella se giraba para cogerlas, él miró alrededor y  se agachó a por la libreta. Se la guardó en el bolsillo de la chaqueta, sin más. La vendedora le alargó la bolsa con la fruta. “¿Estarán bien duras?”, insistió. “Como piedras”, recalcó la chica con una sonrisa, mientras se martilleaba suavemente la cabeza con los nudillos. Marcelo no le devolvió la sonrisa. Cogió la bolsa, se dio media vuelta y se marchó del mercado en dirección a la cafetería.

Se sentó en la misma mesa de cada mañana, hizo un gesto al camarero para que lo mirara. “Leche fría”, le indicó, “un chorrito”. El camarero asintió levantando la mano.

Soltó la bolsa en el suelo y buscó la Moleskine en el bolsillo. Estaba muy arrugada. Miró hacia la barra y las mesas buscando algún posible dueño despistado. Nadie de los presentes se le antojó susceptible de anotar algo en una libreta así.  Se la acercó a la nariz y la olió. 

—Su café.
—Gracias.

Dejó que el camarero se marchase y entonces echó un vistazo a  la libreta. Era negra,  un modelo con las hojas blancas sin rayas, que parecía haber sido utilizada a modo de diario. Tenía varias hojas arrancadas sin cuidado, todas partidas por el mismo sitio, por lo que dedujo que las habrían quitado de golpe. Un acto violento, sin duda. Vertió el azúcar en el café y empezó a moverlo con la cucharilla indolentemente mientras abría con la otra mano la primera página escrita.

 “Jueves 13

Cada día me cuesta más controlarme. Esta mañana temprano he dado un paseo por el mercado. Me he detenido a comprar fruta en el puesto de esa chica. No sé por qué está siempre tan risueña. Algunas días a la semana acabo aquí el paseo antes de volver a casa. Compro algunas verduras, casi siempre calabacines. Ella me ve y me pregunta: “¿Lo de siempre?”, y yo asiento.  A veces, ni siquiera llega a preguntarme, me señala con el dedo los calabacines y yo muevo ligeramente la cabeza. Esos momentos me ayudan a despejarme, pero siento una gran presión dentro de mí y en cuanto vuelvo de regreso al piso, las nubes negras empiezan a ensombrecerlo de nuevo todo.

  
Domingo 16

No he salido de casa. Me he quedado un rato largo mirándome al espejo en el cuarto de baño. Los ojos enrojecidos por la falta de sueño. Siento una tensión terrible en todo el cuerpo.
Me has llamado para preguntar. No creo que te importe, te he dicho. Te quedaste en silencio, como lo hacías últimamente, pero oí tu respiración agitada, y pensé que volverías  a recriminármelo todo de nuevo. Pero esta vez no, colgaste. Lancé el móvil a la cama con ira. Luego he cogido la libreta y antes de ponerme a escribir para calmarme, me he quedado mirándola un rato, recordando el día en que me la regalaste. Si no podíamos hablar sin que acabara estallando, podría, al menos, utilizarla para comunicarme contigo. Eso me dijiste. Ya supe lo que habías decidido. También sospeché que habría alguien que te esperaba.  

Lunes 17

Hoy me he fijado en un tipo con el que he coincidido varias veces en el puesto del mercado. Me desespera su arrogancia. Me he preguntado si te conocerá, si también un tipo así te gustaría, si serías capaz de haberme dejado por alguien como él. Ha pedido peras y ha hecho hincapié en que fueran “duras como piedras” de una forma odiosa. He sentido un pinchazo en las sienes, igual que cuando me mirabas de aquella manera y entonces me han entrado  ganas de… sí, de hacerle daño.”

Marcelo leyó de nuevo las últimas líneas. Azorado, cerró la libreta, se incorporó en la silla y levantó la vista buscando a un desconocido pendiente de él. Nadie parecía prestarle atención. Dudó sobre si continuar o no leyendo. Se había bebido ya el café. Intentó tranquilizarse y finalmente la curiosidad se adueñó de nuevo de él. Volvió a abrirla por la misma hoja. Las últimas dos palabras estaban subrayadas. Trazos gruesos y profundos hasta casi traspasar la hoja. Le dio miedo. Llamó al camarero y le pidió otro café, no fue capaz de añadir nada, pero el camarero reprodujo parafraseándolo: “Leche fría; un chorrito”. Se subió las solapas de la chaqueta para protegerse contra la sensación de miedo que había experimentado ante la frase y la forma en que estaba escrita. Se echó hacia atrás en la silla y continuó leyendo.




“ Miércoles 18

Estoy seguro de que te habrás olvidado ya de mí. No has vuelto a llamar y yo no puedo sacarte de mi cabeza. Lo invades todo. A veces lo intento, créeme, pero no puedo controlar este dolor y entonces vuelve la agresividad. Te dije que si me ayudabas lo conseguiría, que te necesitaba a mi lado, pero tú… has elegido huir. No te lo puedo perdonar. Algún día sabré dónde estás. Me tienes que explicar esto cara a cara. Todo está empeorando. Intento calmarme, salir, dar un paseo, hacer algún recado que me aleje de ti.

Esta mañana, después de comprar los calabacines he decidido seguir al tipo de las peras. Creo que hacerle daño a él me ayudará a hacerle daño a todos, se le ve tan… enclenque, tan débil, y sin embargo, es soberbio, altivo, como si se sintiera por encima de los demás. Podría bajarle los humos. Sabría lo que es el dolor. Seguramente será alguien como ese quien esté contigo ahora. Podría ser incluso él.

Se ha sentado en una cafetería cercana y ha pedido un café. Ha hecho el mismo gesto que en el mercado y el camarero ha respondido de forma similar a la chica. Debe repetir esto cada día. Siempre lleva chaqueta y un pantalón de pinzas muy planchado. Usa zapatos de vestir negros, con cordones. No tiene una nota de color en su vida. Seguro que es escrupulosamente ordenado. Ni beberá, ni fumará. Es posible que un hombre así te haga feliz, ¿verdad?  No tendríass que reprocharle nada, sabrías a qué atenerte. Hasta el sexo sería previsible. Maldito imbécil.

Me he quedado en la barra y he pedido un café yo también”

De nuevo, cerró la Moleskine y miró nervioso alrededor. Esta vez fue observando una tras otra a las personas que estaban en la barra. Un hombre de edad mediana, con barba rala, aspecto descuidado, vestido con un jersey azul avejentado, vaqueros y unos deportivos le devolvió la mirada. Escondió  la libreta bajo la mesa y desvió la vista apenas un instante. Cuando la alzó de nuevo, el hombre  se había girado sobre la barra y miraba al televisor.

Marcelo, nervioso,  se levantó, extrajo tres monedas de euro y las dejó sobre la mesa y salió andando deprisa en dirección a su casa. Cada cierto tiempo se giraba y buscaba al hombre del bar. Estaba seguro de que lo perseguía. En contra de su costumbre, decidió coger por un camino más largo para despistarlo en caso de que lo siguiera. Prácticamente corría, sentía que le faltaba el resuello hasta que, por fin, vio el portal de su casa. Sacó con torpeza la llave y abrió. Apenas hubo cruzado la puerta se detuvo a recuperar el aliento. No estaba seguro de cómo debería actuar con aquella información. ¿Llevarle el cuadernillo a la policía? Se reirían de él. Sentía que de pronto su vida había dado un giro terrible, absurdo e incomprensible. Todo había quedado fuera de su control. Fue caminando despacio por el largo pasillo hasta el ascensor. Oyó detrás de sí que llamaban a varios telefonillos del portero automático y el sonido de la puerta  abierto por alguien sin preguntar. Aceleró el paso sin girarse y oyó que también alguien aceleraba los pasos en su dirección.

—¡Espere! —escuchó que lo llamaban.

Se detuvo, miro hacia atrás y lo vio.

—Oiga…—acertó a decir con voz entrecortada—, le devuelvo su diario,..yo no…

El hombre del jersey azul se le quedó mirando sin coger la libreta.

—Se ha dejado usted esta bolsa en el bar.

Tras un instante de duda, Marcelo cogió la bolsa, sin atreverse a apartar los ojos del hombre que se las entregaba. Se dio cuenta de la posición que había adoptado, prácticamente agachado, y se incorporó. Se guardó de nuevo la libreta en el bolsillo de la chaqueta.

—Gracias—se limitó a decir, intentando aparentar serenidad.

 Se giró y comenzó a andar de nuevo hacia el ascensor. Notó aún la respiración agitada  y tomó una bocanada profunda de aire. Pulsó el botón de llamada mientras maldecía haber recogido aquella estúpida Moleskine. Miró en dirección a la puerta y vio al hombre allí, en la misma situación que lo había dejado. Lo miraba fijamente. De pronto empezó a andar despacio hacia él. Seguramente esperaba que le diera algo de dinero por aquel favor. Odiaba a ese tipo de gente. Abrió los brazos con desgana para decir que no tenía dinero, pero al hacer aquel gesto elevó la bolsa y entonces notó un tamaño extraño en las peras, se la acercó un poco más, la abrió y vio con espanto que se trataba de calabacines.




domingo, 9 de febrero de 2014

Nuestra receta familiar de magdalenas de chocolate



La cocina, como el resto del pequeño apartamento, presentaba un aspecto descuidado. La encimera estaba aún llena  con restos de harina y azúcar esparcidos junto al bol de cristal y la batidora y en el fregadero se apilaban vasos y platos, entre los que asomaban cubiertos llenos de restos de comida.

Le resultaba un espacio extraño, ajeno. Cogió la última magdalena con una mano y con la otra presionó lentamente la jeringuilla, introduciendo con paciencia el líquido letal hasta que lo absorbió sin dejar rastro. La colocó con cuidado en la caja, junto a las otras once, y se quedó mirándolas durante un instante, sintiendo una reconfortante y distante sensación de vacío.


Se acercó a la silla en la que había dejado el abrigo y buscó en los bolsillos hasta encontrar un pequeño rollo de cinta de regalo, luego envolvió con parsimonia la caja, coronándola con un lazo simple. Miró el reloj y decidió que era la hora adecuada. Extrajo de un cajón del único mueble del salón unas gafas de pasta de color negro, anticuadas, pero discretas y entró en el cuarto de baño. La bañera permanecía aún salpicada de manchas de un tono amarillo anaranjado. Se asomó al espejo para asegurarse de que la mezcla de tinte y agua oxigenada había conseguido convertirla en otra mujer, luego se ahuecó el pelo, sacó una barra de labios y una sombre de ojos de un pequeño neceser y se maquilló lo suficiente como para presentar un aspecto aceptable, después se puso las falsas gafas de aumento que contribuyeron a desdibujar aún más su aspecto.

Cogió el abrigo, el bolso y la caja, y  bajó a la calle.

El paseo hasta el banco se le hizo más largo de lo esperado. Durante el trayecto se acordó varias veces de su marido, pero intentó desviar los recuerdos para evitar que el paso de los mismos se convirtieran en un obstáculo. Para distraerse, se centró en los transeúntes con los que se cruzaba, adivinar sus vidas. Las personas con prisa, los adictos al móvil, los que se ensimismaban en los escaparates, los que buscaban miradas que los rescataran de la soledad,.. Al doblar una esquina, ya en pleno centro, aminoró el paso hasta detenerse frente a la sucursal, situada en una amplia calle peatonal. Entró sin más dilación. Apenas había una docena de personas esperando turno. No pudo evitar recordar la última vez que vio a Mario con vida. "No hay nada que hacer. No han aceptado demorar el embargo, Ana, el lunes...". No acabó la frase. Se hundió con desesperación entre sus brazos. Ella lo consoló. Le aseguró que saldrían de todo aquello. Su voz sonó más esperanzadora que convincente, pero él aparentó dejarse engañar y no dijo nada. Se quedó así, sumergido en el silencio sobre su pecho, arropado.

El corazón empezó a bombearle imágenes a través de las venas y tuvo que hacer un esfuerzo para volver al presente. Pensó en las magdalenas. Eso la calmó.

—Me parece que le toca a usted.

La voz del hombre la sacó del trance.

—Buenos días —saludó entrando en el despacho.
—Buenos días. Siéntese, por favor, —le pidió amablemente el director—. ¿Qué desea señora?
—Nada, en realidad. Bueno —sonrió débilmente mientras se subía la montura de las impostadas gafas—, no se acordará de mi marido, pero gracias a usted y a su banco hemos podido salir adelante.
—Me alegra —dijo sin entusiasmo el banquero.
—Se lleva todo el día recordándomelo —continuó ella—: "Ahora que todo el mundo está despotricando de los bancos, vendría bien que algunos recordáramos que gracias a ellos hemos podido hacer realidad nuestros sueños".
—Desde luego, no sabe usted bien hasta qué punto es eso así, señora,... pero —alzó un poco el tono sin llegar a ser descortés—, ¿puedo ayudarla en algo?
—No, en nada, ya le digo —sonrió esta vez más abiertamente—, le dejo trabajar. He venido porque me sentía en la obligación de hacer algo... aunque sea algo simple, como traerle unas deliciosas magdalenas para que las disfrute.
—¡No, señora, lo siento! Gracias, pero no puedo aceptar regalos —se incorporó con la intención de despedirla a ella y a sus magdalenas.
—Por favor, no me obligue a seguir con esta carga moral, necesito poder decirle a mi marido que el director al que tanto alaba ha podido por fin probar nuestra receta familiar de magdalenas de chocolate. Las dejaré aquí, como olvidadas —sonrió con complicidad—, pero no me haga ese desaire, por favor. —Se levantó y se dejó acompañar por el director.
—Bueno, señora —ya prácticamente la escoltaba fuera del despacho —, dígale a su marido que le agradecemos mucho el detalle,... y a usted, por supuesto. Un saludo de mi parte.

Permaneció un momento dentro de la oficina. No estaba segura de que finalmente decidiera comérselas. Tras atender a otra persona, el director se asomó e hizo una señal a una empleada que se acercó solícita. Intercambiaron unas palabras y luego ella se marchó sonriendo sosteniendo con las dos manos la caja como si se tratara de un tesoro.

Sabía que poco más tarde saldrían a desayunar juntos. Conocía la hora y el bar al que irían, pero esta vez no pediría las magdalenas habituales; esta vez las llevaría él.

Salió a la puerta y decidió esperar prudentemente hasta comprobar que sus planes se iban cumpliendo. De pronto, una pelota apareció ante sus pies. Siguió la dirección por la que llegó y vio aparecer a un niño pequeño, de unos cuatro o cinco años.

—¿Es tuya? —le preguntó.
—Me la ha regalado mi papá —dijo el crío con desparpajo.
—¿Qué suerte!, pero oye... ¿qué haces en la calle a esta hora?
—Estoy con mi tata —dijo señalando a una chica sentada en un banco cercano.
—¿Y no deberías estar en el cole?
—Es que me toca con mi papá.
—¿Y tu mamá?
—No, mi mamá ha ido a un... —dudó sin encontrar la palabra que buscaba —... a un cole grande. ¡Sólo esta semana! —pareció repetir la frase de la propia madre.

A Ana le hizo gracia la soltura con la que se explicaba el chico.

—Pero bueno, aún así, tu papá debería haberte llevado al cole.
—¿Le digo que me lleve ahora cuando salga?
—¿Cuando salga de donde? — preguntó confundida.
—Del banco, mi papá es el director de ese banco tan grande —dijo el crío señalando la sucursal con orgullo —y ahora me va a llevar a desayunar.

La chica sentada en el banco empezó a llamar al niño, que se apresuró a recoger la pelota y volver a su lado.

Ana observó los brincos de alegría del chico como si fueran martillazos en su pecho. Cerró los ojos y buscó en su interior la imagen de su marido muerto, el cuerpo arrojándose al vacío, los gritos de alerta y espanto de los vecinos,... No podía permitirse dudar, se lo debía.

Se apoyó temblorosa sobre la pared. Sacó del bolso unas gafas de sol y las cambió por las que llevaba puestas. No quería llorar. No más. Oyó la voz del niño gritar un nombre y echar a correr. El padre apareció en la puerta del banco sin nada en las manos, se agachó y esperó con los brazos abiertos a que su hijo llegara a su altura. Lo estrechó y  lo cogió en peso. La chica que lo acompañaba se levantó, se acercó con el balón y se lo dio al niño. Se quedaron esperando un instante hasta que apareció la empleada. Llevaba la caja de magdalenas cogida por la cinta. Se la puso a la altura de los ojos al niño y le hizo un comentario que pareció alegrarle. Ana hizo un ademán de acercamiento, pero luego se detuvo. Empezaron al caminar en dirección al bar.

Los siguió un instante, indecisa, observó al niño que sujetaba la pelota mientras el padre lo llevaba sobre el hombro como un falso y divertido fardo. Al verla, el niño le sonrió y le ofreció  el balón  extendiendo los brazos. Ana se quedó detenida. Entonces él, jugando, se lo lanzó y ella, inmóvil, vio como la pelota se acercaba, bote a bote, latido a latido.