domingo, 9 de febrero de 2014

Nuestra receta familiar de magdalenas de chocolate



La cocina, como el resto del pequeño apartamento, presentaba un aspecto descuidado. La encimera estaba aún llena  con restos de harina y azúcar esparcidos junto al bol de cristal y la batidora y en el fregadero se apilaban vasos y platos, entre los que asomaban cubiertos llenos de restos de comida.

Le resultaba un espacio extraño, ajeno. Cogió la última magdalena con una mano y con la otra presionó lentamente la jeringuilla, introduciendo con paciencia el líquido letal hasta que lo absorbió sin dejar rastro. La colocó con cuidado en la caja, junto a las otras once, y se quedó mirándolas durante un instante, sintiendo una reconfortante y distante sensación de vacío.


Se acercó a la silla en la que había dejado el abrigo y buscó en los bolsillos hasta encontrar un pequeño rollo de cinta de regalo, luego envolvió con parsimonia la caja, coronándola con un lazo simple. Miró el reloj y decidió que era la hora adecuada. Extrajo de un cajón del único mueble del salón unas gafas de pasta de color negro, anticuadas, pero discretas y entró en el cuarto de baño. La bañera permanecía aún salpicada de manchas de un tono amarillo anaranjado. Se asomó al espejo para asegurarse de que la mezcla de tinte y agua oxigenada había conseguido convertirla en otra mujer, luego se ahuecó el pelo, sacó una barra de labios y una sombre de ojos de un pequeño neceser y se maquilló lo suficiente como para presentar un aspecto aceptable, después se puso las falsas gafas de aumento que contribuyeron a desdibujar aún más su aspecto.

Cogió el abrigo, el bolso y la caja, y  bajó a la calle.

El paseo hasta el banco se le hizo más largo de lo esperado. Durante el trayecto se acordó varias veces de su marido, pero intentó desviar los recuerdos para evitar que el paso de los mismos se convirtieran en un obstáculo. Para distraerse, se centró en los transeúntes con los que se cruzaba, adivinar sus vidas. Las personas con prisa, los adictos al móvil, los que se ensimismaban en los escaparates, los que buscaban miradas que los rescataran de la soledad,.. Al doblar una esquina, ya en pleno centro, aminoró el paso hasta detenerse frente a la sucursal, situada en una amplia calle peatonal. Entró sin más dilación. Apenas había una docena de personas esperando turno. No pudo evitar recordar la última vez que vio a Mario con vida. "No hay nada que hacer. No han aceptado demorar el embargo, Ana, el lunes...". No acabó la frase. Se hundió con desesperación entre sus brazos. Ella lo consoló. Le aseguró que saldrían de todo aquello. Su voz sonó más esperanzadora que convincente, pero él aparentó dejarse engañar y no dijo nada. Se quedó así, sumergido en el silencio sobre su pecho, arropado.

El corazón empezó a bombearle imágenes a través de las venas y tuvo que hacer un esfuerzo para volver al presente. Pensó en las magdalenas. Eso la calmó.

—Me parece que le toca a usted.

La voz del hombre la sacó del trance.

—Buenos días —saludó entrando en el despacho.
—Buenos días. Siéntese, por favor, —le pidió amablemente el director—. ¿Qué desea señora?
—Nada, en realidad. Bueno —sonrió débilmente mientras se subía la montura de las impostadas gafas—, no se acordará de mi marido, pero gracias a usted y a su banco hemos podido salir adelante.
—Me alegra —dijo sin entusiasmo el banquero.
—Se lleva todo el día recordándomelo —continuó ella—: "Ahora que todo el mundo está despotricando de los bancos, vendría bien que algunos recordáramos que gracias a ellos hemos podido hacer realidad nuestros sueños".
—Desde luego, no sabe usted bien hasta qué punto es eso así, señora,... pero —alzó un poco el tono sin llegar a ser descortés—, ¿puedo ayudarla en algo?
—No, en nada, ya le digo —sonrió esta vez más abiertamente—, le dejo trabajar. He venido porque me sentía en la obligación de hacer algo... aunque sea algo simple, como traerle unas deliciosas magdalenas para que las disfrute.
—¡No, señora, lo siento! Gracias, pero no puedo aceptar regalos —se incorporó con la intención de despedirla a ella y a sus magdalenas.
—Por favor, no me obligue a seguir con esta carga moral, necesito poder decirle a mi marido que el director al que tanto alaba ha podido por fin probar nuestra receta familiar de magdalenas de chocolate. Las dejaré aquí, como olvidadas —sonrió con complicidad—, pero no me haga ese desaire, por favor. —Se levantó y se dejó acompañar por el director.
—Bueno, señora —ya prácticamente la escoltaba fuera del despacho —, dígale a su marido que le agradecemos mucho el detalle,... y a usted, por supuesto. Un saludo de mi parte.

Permaneció un momento dentro de la oficina. No estaba segura de que finalmente decidiera comérselas. Tras atender a otra persona, el director se asomó e hizo una señal a una empleada que se acercó solícita. Intercambiaron unas palabras y luego ella se marchó sonriendo sosteniendo con las dos manos la caja como si se tratara de un tesoro.

Sabía que poco más tarde saldrían a desayunar juntos. Conocía la hora y el bar al que irían, pero esta vez no pediría las magdalenas habituales; esta vez las llevaría él.

Salió a la puerta y decidió esperar prudentemente hasta comprobar que sus planes se iban cumpliendo. De pronto, una pelota apareció ante sus pies. Siguió la dirección por la que llegó y vio aparecer a un niño pequeño, de unos cuatro o cinco años.

—¿Es tuya? —le preguntó.
—Me la ha regalado mi papá —dijo el crío con desparpajo.
—¿Qué suerte!, pero oye... ¿qué haces en la calle a esta hora?
—Estoy con mi tata —dijo señalando a una chica sentada en un banco cercano.
—¿Y no deberías estar en el cole?
—Es que me toca con mi papá.
—¿Y tu mamá?
—No, mi mamá ha ido a un... —dudó sin encontrar la palabra que buscaba —... a un cole grande. ¡Sólo esta semana! —pareció repetir la frase de la propia madre.

A Ana le hizo gracia la soltura con la que se explicaba el chico.

—Pero bueno, aún así, tu papá debería haberte llevado al cole.
—¿Le digo que me lleve ahora cuando salga?
—¿Cuando salga de donde? — preguntó confundida.
—Del banco, mi papá es el director de ese banco tan grande —dijo el crío señalando la sucursal con orgullo —y ahora me va a llevar a desayunar.

La chica sentada en el banco empezó a llamar al niño, que se apresuró a recoger la pelota y volver a su lado.

Ana observó los brincos de alegría del chico como si fueran martillazos en su pecho. Cerró los ojos y buscó en su interior la imagen de su marido muerto, el cuerpo arrojándose al vacío, los gritos de alerta y espanto de los vecinos,... No podía permitirse dudar, se lo debía.

Se apoyó temblorosa sobre la pared. Sacó del bolso unas gafas de sol y las cambió por las que llevaba puestas. No quería llorar. No más. Oyó la voz del niño gritar un nombre y echar a correr. El padre apareció en la puerta del banco sin nada en las manos, se agachó y esperó con los brazos abiertos a que su hijo llegara a su altura. Lo estrechó y  lo cogió en peso. La chica que lo acompañaba se levantó, se acercó con el balón y se lo dio al niño. Se quedaron esperando un instante hasta que apareció la empleada. Llevaba la caja de magdalenas cogida por la cinta. Se la puso a la altura de los ojos al niño y le hizo un comentario que pareció alegrarle. Ana hizo un ademán de acercamiento, pero luego se detuvo. Empezaron al caminar en dirección al bar.

Los siguió un instante, indecisa, observó al niño que sujetaba la pelota mientras el padre lo llevaba sobre el hombro como un falso y divertido fardo. Al verla, el niño le sonrió y le ofreció  el balón  extendiendo los brazos. Ana se quedó detenida. Entonces él, jugando, se lo lanzó y ella, inmóvil, vio como la pelota se acercaba, bote a bote, latido a latido.





2 comentarios:

  1. Aghs! me he quedado sin habla! bueno, estoy sola y no iba a hablar de todos modos pero... no me esperaba ese final. Muy bueno el relato, Walden, los echaba de menos.
    Un beso, que tengas una gran semana!

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  2. Gracias Rune. Escribe de vez en cuando, que quiero saber como evoluciona el proceso en el que te has embarcado. Ya sabes que soy un cotilla.

    Un abrazo.

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