El reloj marcaba las 21:55. Se quedó
delante de la puerta de cristal de doble hoja que daba paso al restaurante.
Observó un instante las huellas de dedos
que la luz cenital delataba sobre el cristal. Cerró los ojos, inspiró y acercándose
con cuidado empujó con el hombro una de las hojas. Nada más entrar, en la
recepción, una chica le salió al paso sonriéndole amablemente.
¾
Tengo reserva para las diez.
La chica hizo un gesto de
asentimiento, se inclinó para coger el
libro que había sobre una mesita y lo
abrió tirando de un marcapáginas con la imagen y el nombre del restaurante.
¾
¿Señor… López? ¾preguntó.
¾
Juan López ¾apostilló él.
La chaquetilla negra de la chica estaba
impoluta. Buscó de arriba abajo en vano algún cabello que delatara dejadez.
¾
¿Me acompaña, por favor?
A pesar de ser un día laborable, la sala
estaba más llena de lo que esperaba, aunque la mayoría parecían comidas de
negocios o de amigos, excepto una pareja, en un rincón, aislados de lo que les
rodeaba. La chica lo condujo hasta una mesa en uno de los rincones, justo
enfrente de la de la pareja, aunque a una distancia que consideró adecuada.
Buscó la salida con la mirada. Entre su mesa y la puerta apenas había seis o
siete metros. Sin embargo, en medio se encontraba una mesa redonda con varios
comensales que podría ser un obstáculo considerable en caso de necesidad. Miró
alrededor pero no encontró ninguna otra puerta de emergencia. La presencia del
camarero cortó el hilo de su
pensamiento.
¾
Le dejo la carta, señor, ¿qué desea
beber?
¾
Agua
¾dijo sin dudarlo ¾embotellada, claro.
¾
Por supuesto.
Los ojos del camarero le parecieron algo
vidriosos. Prefirió no pensar en las causas. Recordó las pautas y se metió de
lleno en la carta. Al instante el camarero le trajo la botella de agua. Le
mostró la etiqueta y antes de dar el visto bueno se acercó y miró la fecha de
caducidad. Luego le hizo una señal y el camarero vertió una parte del
contenido en uno de los vasos y sólo en ese instante cayó en la cuenta de que
no lo había supervisado previamente. El camarero fue a retirar el resto de los
vasos pero él extendió el brazo deteniéndolo. Esperó a que se fuera y se inclinó mirando la copa sin atreverse
a tocarla. No apreció ningún residuo de suciedad, no obstante, no se atrevió a
cogerlo. Miró el vaso del vino y no encontró tampoco señal alguna, así que
cogió la botella y lo llenó.
Volvió a concentrarse en la carta. Sacó
un lápiz diminuto del bolsillo del pantalón y empezó a hacer pequeñas marcas.
Primero descartó todo aquellos platos que incluían la palabra “salsa”. Con el
dedo fue repasando ahora el resto de los platos, tanto entrantes, como primeros
y segundos. La carta era demasiado extensa, así que la tarea se le antojó inviable. Levantó la vista y vio que la pareja
charlaba animadamente. En el centro de la mesa tenían dos platos, una ensalada
recargada y otro que le pareció un bloque de foie sobre una línea de salsa.
Buscó en la carta hasta encontrar “Foie al oporto con mermelada de
nísperos”, le hizo una pequeña señal a la derecha, pero sintió que no era
suficiente y la tachó con una raya. Observó el resultado un instante y
enseguida se entregó a ocultar con decisión la palabra “Oporto”. No había más
platos con foie. El hígado es de lo más peligroso, recordó. Volvió a mirar a la
pareja. Ella se dedicaba a untar pequeñas tostaditas y luego se las entregaba a
él, que la miraba embelesado con una incomprensible
falta de conciencia sobre las consecuencias de sus actos. Giró la vista con
desagrado y se encontró con la mirada expectante del camarero. Se sintió
incómodo. En la carta quedaban aún muchos platos. No estaba seguro de que
estuviera siguiendo los pasos adecuadamente. Intentó calmarse, cerró los ojos y
se concentró en otro plan. Plancha. Algo a la plancha. La palabra “plancha” no
aparecía en ninguna parte, pero seguro que no tendrían ningún inconveniente.
Avisó al camarero decidido.
¾
Una pechuga de pollo a la plancha, bueno
no…¾rectificó ¾ ¿el pollo es de corral?
¾
Me temo que no tenemos ese plato,
señor ¾se disculpó el
camarero al que ahora encontró cierto tono macilento en el globo ocular.
¾
¿Y de pavo, aunque sea de granja? ¾preguntó algo contrariado.
¾
Lo siento ¾negó con la cabeza.
¾
Un pescado, quizás ¾observó de nuevo la
negativa muda del camarero ¾. Bueno mire, pregunte
qué es lo que pueden ponerme a la plancha, ¿de acuerdo?
Observó con detenimiento al camarero
alejarse. No le gustaron sus andares, le pareció advertir cierto zigzagueo
típico de estados etílicos incipientes.
En la mesa redonda todos los comensales reían algún comentario. Aguzó el
oído pero no logró reconstruir nada concreto. Al igual que la pareja, todos
picaban de platos del centro. Uno de ellos, el que menos se reía no paraba de
hurgar con su tenedor entre los mezclum de hierbajos. La salsa resbalaba por
entre los dientes del tenedor. Los demás permanecían ajenos, risueños como unos
niños que se arrastran inconscientes por el suelo de la plaza del pueblo. Notó
una combinación entre repulsión y miedo. La carta permanecía aún entre sus
manos, casi todo estaba tachado. Aquella prueba estaba siendo aún peor que las
anteriores. De nada le servía recordar las explicaciones, ni el modus operandi,
ni la descripción pormenorizada de las pautas. Los cristales tintados de la ventana no dejaban ver el exterior. Se
sintió encerrado. Todos a su alrededor parecían divertirse en aquel antro
paraíso de las bacteria, mientras él sufría terribles molestias premonitorias
en todo el cuerpo.
Estaba a punto de levantarse cuando
apareció el camarero. Observó ahora las venillas que surcaban su rostro
anunciando su condición de embriaguez y contaminando todo lo que tocaba. ¿Será
portador de salmonelosis?, se preguntó. Miró con desdén la ropa ancha que
llevaba, quizás una o dos tallas más grandes de la suya, probablemente para
ocultar la hinchazón abdominal típica de los cirróticos. El hombre le hablaba
pero él sólo pensaba en alejarse del vendaval de sialorrea llena de incurables
procesos infecciosos que se le venían encima cada vez que le dirigía la
palabra. Bajó la mirada hacia la carta y se limitó a decir: “De acuerdo”, sin
saber muy bien qué estaba aceptando.
¾
¿Poco hecho? ¾preguntó finalmente el camarero.
¾
¿Cómo? No, no,.. bastante hecho.
Adviértalo en cocina. Muy hecho ¾subrayó.
¾
Por
supuesto, señor.
Se sentía mal. Contaminado. Buscó con la
mirada los aseos, pero no los encontró. Al menos era un alivio saber que no los
tenían de cara a la sala. Hizo una señal a un camarero ataviado con una
chaquetilla roja. Una vez cerca le preguntó por los servicios y el hombre, en
lugar de contestarle, lo acompañó a través de un pasillo hasta los mismos.
En la puerta había un azulejo decorado
con un escueto: “Caballeros”. Estaba cerrado. Para abrirlo tenía que coger la
manilla e impulsarla hacia abajo. La analizó un instante. Era negra, llena de
ribetes innecesarios. ¿Cuándo fue la última vez que se limpió?. Buscó algo a su
alrededor con lo que asirla, pero no encontró nada. Se giró sintiéndose
observado, pero nadie estaba pendiente de él. Decidió volver de nuevo a la
sala. Aquello era superior a su capacidad actual de afrontamiento. ¿Por qué era
él el raro? ¿Acaso no está documentado todo lo que afirma? Ese camarero que
lleva ahora mismo el plato a mi mesa, respirando sobre él, ¿no está
contaminando la comida? ¿Es un riesgo desdeñable?
Aceleró el paso hacia la mesa, quería
avisarle de que se lo llevara, que pagaría, pero no iba a comérselo, quizás
pondría una excusa,.. No, no podía volver a fallar.
¾
Su plato, señor ¾advirtió el camarero al verlo pasar junto a él ¾,le traigo una salsa especial de la casa aparte, naturalmente, por si le
apetece.
Se contuvo. Ahí tenía la prueba
definitiva. Se sentó y esperó a que le pusiera el plato y la salsa delante. Un
trozo de carne, sin nada más alrededor, y una salsera ¡con la cuchara de servir
dentro! Un plato blanco, ovalado, liso. La carne en el centro, probablemente
llena de bacterias del cirrótico. La salsa especial de la casa le produciría un
ateroma ipso facto. La cuchara de servir, ¿estaría limpia? Ahora es imposible
saberlo. La voz de su terapeuta resonó con fuerza en su cabeza: “Exposición”. Después vio
su imagen, reclinándose hacia atrás en
su sillón desgastado, con un aire de suficiencia, “como si acabara de traspasarme el
secreto de la tarta de manzana de su abuela”, pensó.
En un alarde de valentía, cogió el
cuchillo y el tenedor sin analizarlos, cerró los ojos y comenzó a cortar la
carne. Al llevársela a la boca sintió que estaba avanzando, por primera vez
confió en que aquello merecería la pena. Notó la fuerza suficiente como dar un
paso más. Abrió uno de los ojos, lo suficiente para localizar la amenazante
salsera y con mano temblorosa, dirigió el tenedor con el trozo de carne hasta
la misma y la introdujo. Notó los redobles de aviso del corazón estallándole en
las sienes. Cerró los ojos de nuevo y se
acercó lentamente el bocado a los
labios. “Todo es irracional, nada es verdad, es sólo un temor”,
recuerda. El trozo no llega, no pudo evitar abrir los ojos y ver, horrorizado,
que tenía salsa extendida por ambas
piernas del pantalón, incluso algunas gotas en la camisa. Levantó la vista y se
encontró con los ojos henchidos del camarero. Se giró y ahora todos aquellos
risueños inconscientes de la mesa redonda estaban igualmente pendientes de él,
incluso la pareja, desaparecidos en su
amorosa isla, habían detenido sus devaneos y lo observaban extrañados. Bajó la
mirada y pudo ver y sentir cómo la salsa iba traspasando la tela, esparciéndose
sobre la piel, infectándolo sin remedio en un medio y a una temperatura
paradisíaca para la flora bacteriana salvaje. Abatido, temblando, se levantó, sacó la cartera y le
alargó al camarero la tarjeta de crédito. Éste, al ver su cara, no se atrevió
a pedirle el carnet y se limitó a salir de la sala con la tarjeta,
dejándolo allí en medio, con la mirada
de todos clavadas en él, un hombre
desahuciado.