martes, 17 de junio de 2014

Vidas cerradas




A la primera novia que tuve no le gustaba el cine. Me enteré tarde. Al principio me lo pasaba genial comiendo pipas en un banco del parque y hablando del maravilloso futuro que nos esperaba. Compartía todas las ilusiones y todas las ilusiones parecían ser susceptibles de ser compartidas, hasta que empecé a hablarle de mi pasión por el cine. Para mi asombro, ella me dijo que no le gustaba, que le parecía una pérdida de tiempo. Nos callamos y  me pareció que con cada crujir de las cáscaras de pipa algo en mi interior se rompía también. Por aquel entonces yo pensaba que la afición por el regaliz y por el cine eran universales. Hacía apenas un par de meses acababa de firmar un contrato a tres partes con Paula y Cupido y en ese momento imaginé  que todo lo demás empujaría en la dirección adecuada y acabaría compensando  no poder llorar juntos en navidades viendo a un ángel desgranándole a James Steward los motivos para vivir.

Pero la cosa se fue complicando. Un día le dije que iba a ver la última de Woody Allen y ella,  aún sumida en el limbo de los girasoles me dijo: “¿Cómo vas a ir al cine solo?”. O lo que es lo mismo: ya es duro ir acompañado; ir solo está justificado para guarecerse de una inesperada tormenta y poco más. En aquella ocasión, los latidos de mi corazón aún ganaron la batalla a “Bananas”, pero ya supe que aquello no duraría.

Unos años después, ya sin pareja, mientras tomábamos unas cervezas en un bar, una amiga me confesó que estaba enamorándose de alguien, pero tenía dudas sobre si debía o no iniciar la relación. “Asegúrate de que le gusta el cine”, le dije, y entonces a ella se le ocurrió elaborar una serie de filtros que pudieran garantizarle que no se equivocaba. Nos atrincheramos en una mesa y descargamos el servilletero escribiendo  todo tipo de  sine qua non. Cada uno hizo su propia relación y luego hicimos una puesta en común. Apenas llevábamos un rato leyéndolos por turnos cuando nos dimos cuenta de que ambos habíamos puesto prácticamente lo mismo. Nos quedamos mirándonos con sorpresa, como si acabáramos de descubrirnos el uno al otro y ya no fuimos capaces de seguir hablando del tema.

Ella inició su relación y dejamos de vernos con la frecuencia habitual. Un día me llamó llorando y nos volvimos a encontrar en el mismo bar, allí me expuso su teoría sobre las vidas cerradas. "No puedo mantener una relación que se base en una vida cerrada", me dijo. "Y qué es eso de "una vida cerrada?", le pregunté yo. "Una vida cerrada es darte cuenta de que no hay más que lo que ves, que nunca va a haberlo. Podrás aprender a cocinar la pechuga de pollo de cien maneras distintas, pero va a seguir siendo pechuga de pollo, ¿me entiendes?"

-      Le dije que sí, aunque no estaba muy seguro de que la hubiera comprendido.  A mí las enigmáticas siempre me han puesto y sentí cierta excitación mental al comprobar que mi amiga no sólo cruzaba con nota todos mis filtros, sino que además era profundamente incomprensible. Me levanté del asiento, me acerqué  y la besé. Ella me abrazó y yo busqué sin encontrarlo un fotograma que me diera una pista sobre el significado de aquel abrazo.

En la siguiente escena no estamos haciendo el amor apasionadamente  sobre la  mesa enharinada de una cocina. La realidad fue mucho más prosaica. Ella volvió con aquel chico a su vida cerrada y yo a sumirme en el desconcierto. Posiblemente una “vida cerrada”, fuera  al menos una vida, pero me pareció triste.


Me resultó difícil dejar de pensar en ella, le daba vueltas a por qué aquel tipo sí y yo no, a en qué había fallado,.. todo en mi mente parecía  un problema,  un laberinto indescifrable. Mi abuelo decía que de las crisálidas y de los problemas siempre salen mariposas y si  no salían mariposas es porque aún no había llegado su hora. Y efectivamente, el tiempo se encargó de liberarme. Aprendí, al menos, que no estaba dispuesto a permitir que me alejaran del mar, ni a compartir mi vida con alguien que no amara el cine ni comer regaliz o que no fuera capaz de darme diez razones por las que le gustaría estar conmigo, y comprendí también, que todo ello significaba, probablemente, lo que mi amiga llamó “una vida cerrada”.

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