A la primera novia que tuve no le gustaba el cine. Me enteré
tarde. Al principio me lo pasaba genial comiendo pipas en un banco del parque y
hablando del maravilloso futuro que nos esperaba. Compartía todas las ilusiones
y todas las ilusiones parecían ser susceptibles de ser compartidas, hasta que
empecé a hablarle de mi pasión por el cine. Para mi asombro, ella me dijo que
no le gustaba, que le parecía una pérdida de tiempo. Nos callamos y me pareció que con cada crujir de las
cáscaras de pipa algo en mi interior se rompía también. Por aquel entonces yo
pensaba que la afición por el regaliz y por el cine eran universales. Hacía
apenas un par de meses acababa de firmar un contrato a tres partes con Paula y
Cupido y en ese momento imaginé que todo
lo demás empujaría en la dirección adecuada y acabaría compensando no poder llorar juntos en navidades viendo a
un ángel desgranándole a James Steward los motivos para vivir.
Pero la cosa se fue complicando. Un día le dije que iba a
ver la última de Woody Allen y ella, aún
sumida en el limbo de los girasoles me dijo: “¿Cómo vas a ir al cine solo?”. O
lo que es lo mismo: ya es duro ir acompañado; ir solo está justificado para
guarecerse de una inesperada tormenta y poco más. En aquella ocasión, los
latidos de mi corazón aún ganaron la batalla a “Bananas”, pero ya supe que
aquello no duraría.
Unos años después, ya sin pareja, mientras tomábamos unas
cervezas en un bar, una amiga me confesó que estaba enamorándose de alguien,
pero tenía dudas sobre si debía o no iniciar la relación. “Asegúrate de que le
gusta el cine”, le dije, y entonces a ella se le ocurrió elaborar una serie de
filtros que pudieran garantizarle que no se equivocaba. Nos atrincheramos en
una mesa y descargamos el servilletero escribiendo todo tipo de
sine qua non. Cada uno hizo su propia relación y luego hicimos una
puesta en común. Apenas llevábamos un rato leyéndolos por turnos cuando nos
dimos cuenta de que ambos habíamos puesto prácticamente lo mismo. Nos quedamos mirándonos
con sorpresa, como si acabáramos de descubrirnos el uno al otro y ya no fuimos
capaces de seguir hablando del tema.
Ella inició su relación y dejamos de vernos con la
frecuencia habitual. Un día me llamó llorando y nos volvimos a encontrar en el
mismo bar, allí me expuso su teoría sobre las vidas cerradas. "No puedo mantener una relación que se base en una vida cerrada", me dijo. "Y qué es eso de "una vida cerrada?", le pregunté yo. "Una vida cerrada es darte cuenta de que no hay más que lo que ves, que nunca va a haberlo. Podrás aprender a cocinar la pechuga de pollo de cien maneras distintas, pero va a seguir siendo pechuga de pollo, ¿me entiendes?"
- Le dije que sí, aunque no estaba muy seguro de que la
hubiera comprendido. A mí las
enigmáticas siempre me han puesto y sentí cierta excitación mental al comprobar
que mi amiga no sólo cruzaba con nota todos mis filtros, sino que además era
profundamente incomprensible. Me levanté del asiento, me acerqué y la besé. Ella me abrazó y yo busqué sin
encontrarlo un fotograma que me diera una pista sobre el significado de aquel
abrazo.
En la siguiente escena no estamos haciendo el amor
apasionadamente sobre la mesa
enharinada de una cocina. La realidad fue mucho más prosaica. Ella volvió con aquel chico a su vida cerrada y yo a sumirme en el
desconcierto. Posiblemente una “vida cerrada”, fuera al menos una vida, pero me pareció triste.
Me resultó difícil dejar de pensar en ella, le daba vueltas a por qué aquel tipo sí y yo no, a en qué había fallado,.. todo en mi mente parecía un problema, un laberinto indescifrable. Mi abuelo decía que de las crisálidas y de los problemas siempre salen mariposas y si no salían mariposas es porque aún no había llegado su hora. Y efectivamente, el tiempo se encargó de liberarme. Aprendí, al menos, que
no estaba dispuesto a permitir que me alejaran del mar, ni a compartir mi vida
con alguien que no amara el cine ni comer regaliz o que no fuera capaz de
darme diez razones por las que le gustaría estar conmigo, y comprendí también,
que todo ello significaba, probablemente, lo que mi amiga llamó “una vida
cerrada”.
¡Plas plas plas! Y con los años, nuestras vidas son cada vez más cerradas.
ResponderEliminarHay que abrir de vez en cuando.
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