sábado, 12 de julio de 2014

Zoira



Carmelo

Carmelo dejó los estudios pronto y descubrió en la fontanería una fuente segura de ingresos y en Ana a la mujer que completaría su vida. Cerrado el círculo, pudo entregarse al sofá, a las películas de acción y  a las barbacoas familiares sin volver a tener que discurrir sobre el sentido de las cosas nunca más.

Asesinar a  Martín fue su forma lógica de devolver el orden natural a su mundo. Lo de Ana, sin embargo, tuvo más que ver con su primitiva incontinencia emocional.

Ana, la hija de Conso, la solterita

Desde que era una adolescente, la madre de Ana, a la sazón maestra del pueblo, le repetía con cierta frecuencia: “Lo que no encuentres en un libro, difícilmente lo vas a encontrar en un hombre”. Años más tarde, se decidió, por fin,  a preguntarle a su madre por el significado de aquel enigma. “No sé hija -le respondió con indolencia-,  yo ya estoy cansada de leer”, y en esa encrucijada apareció Carmelo y le pidió que saliera con él,  y ella, aturdida aún, huyendo de su destino, dijo que sí, luego, de pronto, un día, abrió los ojos y lo vio sentado en el sofá pidiéndole café mientras veía “Rocky IV” y no se reconoció a sí misma.

Martín, el de tía Elena

Martín nació desorientado, en el seno de una familia de orden, en la que destacaba su abuela, conocida en el pueblo como “tía Elena”, una irredenta anarquista que le dio de mamar rebeldía frente a las injusticias  y ron caribeño para la tos.

En esa disyuntiva  familiar entre lo establecido y  la contestación frente a lo establecido, Martín se decantó pronto por la revolución y en consecuencia, por el romanticismo,  y en cuanto pudo asaltó por enamoramiento el corazón de invierno de Ana, la de Conso.

Tía Elena

Elena fue la primera mujer del pueblo en dejar a su marido, un rudo campesino que la golpeaba cada noche con saña antes de violarla.

Una noche cogió a sus tres hijos y un atillo con  pan duro y tocino y se escapó a casa de su prima Engracia, en Rueda del Blasco. Allí conoció a Manuel,  que la conquistó para la causa libertaria.

Treinta años más tarde, ya muerta la bestia, regresó al pueblo con sus hijos, que se instalaron y tuvieron descendencia, entre los que siempre destacó Martín, un niño débil con cierta tendencia a la melancolía y la tos. Ella le habló del amor, de la justicia, de la libertad y de Bakunin.

Rafael “medialengua”

Cuando era un adolescente, su madre mandaba a Rafael a buscar a su padre al bar. Un día se quedó allí, junto a él, compartiendo cervezas con las que el rotacismo parecía desvanecerse, y ya no volvió a salir del antro.

 Carmelo compartió borrachera con él el día de autos, hasta que acabó contándole lo de los cuernos, él no dudó en aconsejarle:  “Mátalo”, ¿Y a ella?”, le preguntó fuera de sí el fontanero, “A ella no, ¿con quién te ibas a acostar luego?”

 Paco, el “nene”

Paco, el “nene”, llevaba de Alcalde desde que se instauró la  democracia en el pueblo. Antes de eso, su padre, un falangista de pro,  había regentado la alcaldía durante los dos decenios  anteriores. Fue un niño extremadamente feo y poco a poco, con la necesaria ayuda familiar,  la fealdad le fue traspasando la piel por ósmosis. En el entierro de Martín disipó cualquier duda sobre la posición del Ayuntamiento respecto a tan doloroso acontecimiento: “Los anarquistas siempre han tenido tendencia al suicidio”

Pepa, la enfermera

Pepa, como otros jóvenes de Zoira, soñó con estudiar algo que la alejara definitivamente de  aquel pueblo anclado en sí mismo  y encontró en la enfermería la solución, pero su madre le pidió a su primo Paco, el “nene” que intercediera por ella, y éste medió con una diputada provincial para que pudieran habilitarle la plaza en el dispensario del pueblo.

El día que Carmelo se presentó con Ana, que traía la cara ensangrentada y llena de magulladuras, ella se quedó mirándolos a ambos y cuando se repuso adujo que el médico se había marchado ya, que le haría una cura de emergencia, pero que debería dar parte a las autoridades y que…Pero entonces Carmelo la cogió de la muñeca con fuerza, y le recordó a su madre, cuando la asió por ambas y le dijo con dureza: “Te quedas aquí;  yo ya estoy mayor”. Igual que entonces, Pepa bajó la vista y asintió.

Gonzalo el de los canastos

Gonzalo tenía los dedos alicatados después de tantos años  manejando la caña. Sentado en la puerta de su casa, frente al Pozo de Arriba, trenzó  todos los canastos del pueblo y los encargos de pueblos cercanos. A él le dirigieron la última mirada muchos de los que decidieron acabar con su vida despeñándose por el pozo. Alguno incluso se acercó a pedirle una herramienta para quitar el candado de la chapa que lo clausuraba.

No le dio una pena especial cuando  vio bajarse del coche al fontanero y forzar el candado con un hierro, pero luego abrió el maletero y sacó un cuerpo inerte y con dificultad lo arrojó por el pozo. Antes de montarse de nuevo, miró a Gonzalo y éste le sostuvo la mirada,  hasta que ambos levantaron la mano en señal de saludo.


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