Cada mañana era un suplicio. No quería ir a clase, pero mi madre se mostraba inflexible. “Hay que ir”. “Es que me duele…”, intentaba excusarme. “Hay que ir”, insistía sin contemplaciones. Un besito de despedida traducible por: “Ya vale de quejarse”, y a salir pitando. Es un decir. Yo salía mascullando mi desgracia, más bien.
Una noche me decidí a contarle a mi padre, que era el solucionador oficial de nuestro hogar, lo que me pasaba con otro niño en el cole: “Lo que tienes que hacer es darle una pedrá en la cabeza”, dijo convencido. Muchos años después, recordé nítidamente aquella escena al escuchar a Clara prescribirme la solución a mis quejas de sobremesa: “Cógelo por el cuello y le das dos tortas. Verás como ya no te grita más delante de los demás compañeros”
En el entorno en que se crió mi padre era fácil encontrar una piedra, pero en las calles de la ciudad lo más parecido a un guijarro son los terruños arcillosos de los maceteros públicos. Aunque pensé que aquello podría no ser igual de disuasorio, escogí uno prieto y consistente. Me detuve, no obstante, a atarme bien fuerte las John Smith, porque intuía que después de la incursión militar tendría que salir, esta vez sí, pitando cuanto antes del lugar de los hechos.
Cuando tienes a alguien tan resolutivo a tu lado, te vas olvidando de seguir tus propios criterios. Es como si dar órdenes sin acompañarlas de razonamiento o argumento alguno, le diera un halo de seguridad y certeza. Y Clara es así. A mí me ahorra mucho quebradero de cabeza. “¿Qué vamos a comer mañana?”. “Lentejas”. No necesita ni medio segundo para decidir. En el trayecto a la oficina iba totalmente concentrado en la acción. Sabía que iba a suceder de nuevo. Porque soy un patoso y porque López es un tirano. Sólo que ahora, en lugar de con rumiaciones que acaban horadando el colon, se encontrará con mi mano cruzándole su tensa y asquerosa cara.
Nada más llegar a la calle del colegio, cuando ya veía a los niños jugando en la puerta, casi adormilados aún, busqué con la mirada a Rafa. Estaba con su grupo de lameculos, riéndose, posiblemente de lo que me iban a hacer a mí en el recreo. Antes de armar el brazo, estuve tentado de avisarle gritando su nombre No quería ser acusado de vil traicionero, pero el miedo comenzaba a hacer mella en mi decisión, así que le lancé el pegote con toda la fuerza que reuní, pero con la puntería que puede tener un niño que lo único que ha lanzado en su vida ha sido una goma de borrar desde un pupitre a otro. Mi padre seguramente cazaba pájaros a pedradas en su infancia y daría por hecho que si no heredé su coraje y determinación, al menos sí su puntería Davidiníaca.
Apenas escuché el impacto del barro sobre el cuerpo de José Luis, el principal pelota baboso de la corte de Rafa, la película que había imaginado se desmoronó de golpe. Fue suficiente ver el dedo de los niños señalándome para comprender que si antes me pegaban sin razón, ahora probablemente serían condecorados por ello. Corrí con la vana esperanza de que durante la carrera Rafa y compañía se dieran cuenta de que aunque esta vez había fallado, la próxima podría ser letal. Ni la distancia, ni las esquinas de las calles hacían mella en mi velocidad. Pero a los otros los guiaba el hambre de venganza y, como decía mi padre: “Cuando tienes hambre no hay nada que te detenga”.
- ¿Has acabado ya con ese capullo? – me preguntó Clara nada más verme entrar en casa.
- Sí – le mentí – creo que esta noche tendrá pesadillas conmigo.
Jajajaja!Qué bueno!!Me encanta la descripción de Clara y su influencia en ti, en el niño, digo!.
ResponderEliminarQuiero leer otro!Besos.
Gracias MT. Espero el de Chejov en tu blog.
ResponderEliminarUn abrazo
Jajaja excelente. Abrazos y qué bueno que dejaras los antidepresivos... o no podrías escribir!
ResponderEliminarGracias por la visita Mai. No hay nada como "dejar las pastillas", jaja.
ResponderEliminarUn saludo.