miércoles, 2 de noviembre de 2011

Ramón



 



Ramón nació a principios de la primavera. Ni el embarazo ni el parto tuvieron complicación alguna. Dos hermanos previos habían facilitado la labor de lo segundo y, al parecer,  no  habían prevenido suficientemente de lo primero a su  madre.

Hasta los ocho años la vida de Ramón transcurrió con la más absoluta normalidad,  excepción hecha por la presencia  de un frenillo no operado que dificultaba repetir sin avergonzarse su nombre de pila y explicar que su padre tenía una ferretería. El resto de las taras no eran visibles. Su padre y su madre se ocuparon funcionalmente de él, si bien, los aspectos emocionales nunca llegaron a estar en primer plano, una veces porque la economía familiar permitía a sus padres  escaparse de la carga del cuidado de los niños y otras justo por lo contrario, porque ambos progenitores tenían  que ocupar el tiempo cerrando balances imposibles y quejándose del futuro incierto.

No le faltaron, no obstante, ni comida, ni bicicleta, ni ropa para no desentonar. Los horarios y el resto de disciplinas del hogar estaban determinadas con  un marchamo semi-marcial que su padre, jesuita de vocación, había adoptado leyendo el cómic de Giménez sobre  Paracuellos del Jarama.


Se puede decir que fue a partir de esa edad, cuando los contactos entre iguales comienzan a dejar su impronta particular, el momento en el que Ramón comienza a tomar consciencia de sí mismo.

A los trece años, en octubre,  repitiendo primero de la ESO, para su sorpresa,  una niña igualmente repetidora se enamoró perdidamente de él. El motivo  de ese enamoramiento obsesivo podría estar entre alguno  de los siguientes:

                a. Una autoestima peor que la suya
                b. Un interés prematuro por la logopedia
                c. Creer que las protuberancias que se intuían bajo 
                    su ropa se correspondían con la realidad.

Sus compañeros de clase se divertían quitándole el bocadillo durante el recreo. Para evitarlo, Ramón  decidió meterse el mismo, sin el papel de aluminio, dentro de los calzoncillos.

- Quitazzmelo, ahoda si tenéis güevos –les decía agarrándose el bocadillo con las dos manos por encima de la bragueta.

Por si la causa c) fuera la determinante, Ramón mantuvo esa costumbre a pesar de que sus compañeros habían abandonado convencidos ya la suya. El  hambre que pasaba era mitigado por aquel extraño cerrojazo de estómago que le producía  Rita - Margarita - cuando se acercaba a él.

La relación no prosperó fuera de los muros del colegio. Él no pudo contárselo a nadie, ni padres ni hermanos, no tanto por las dificultades para pronunciar el nombre de su amada o la palabra amor o todo lo importante, que parecía  contener en su interior alguna /r/, como  por no saber cómo hacer tal cosa, cómo hablar de ello, describiendo con palabras lo que le sucedía por dentro.

Un día, cerca ya de los veinte años,  su hermano mayor le pidió enfadado que acompañara a su novia a casa en la motocicleta. Miró el silencio espeso que distanciaba a los dos, y asintió sin protestar porque le encantaba cómo le hacía sentir aquella Cobra 75, de 80 cc,   y por la cara de tristeza que le vio a la chica. 

Durante el trayecto ella se aferraba a él con fuerza. Notaba la cara apoyada sobre su espalda y unos movimientos de respiración entrecortada  que tradujo por llanto.  Luego fue tomando conciencia de  los pechos hundiéndose mullidos en su columna vertebral y comenzó a experimentar lo que el bocadillo y una situación más explícita probablemente impidieron en su día con aquella chica titubeante.

 Detuvo la moto en una parada de autobús semi-desvencijada, a medio camino entre su casa y la de la chica. Se bajó y la miró. Lloraba sin tapujos, como Ramón no había visto llorar nunca a nadie antes. Se acercó a ella y la abrazó. Luego echó su cara hacia atrás, la volvió a mirar pidiendo permiso para lo que iba a hacer y ella le devolvió la mirada consintiendo.

Aquel beso húmedo y lleno de lágrimas saladas le hizo sentirse, por primera vez, protagonista de su vida.

Con la fuerza de ese recuerdo, poco tiempo después,  una mañana lluviosa de enero, trabajando en  las plantaciones de fresas, Ramón le pidió una cita a la chica polaca que lo acompañaba en la hilera de al lado, metiendo plantones mojados en la tierra a través de los negros y eternos ríos de plástico. Ella le contestó en polaco y él, empujado por el optimismo, lo interpretó como un:  “Por supuesto, mi amor”. Le cogió la mano y ella sonrió  el tiempo justo antes de que el capataz los llamara al orden.

Antes que el empuje de él o el sentimiento de soledad de Bodgana se diluyeran, tuvieron los encuentros sexuales necesarios para no necesitar profundizar en otros aspectos coyunturales de la relación. Se casaron aprovechando el parón veraniego de las labores del campo y con el subsidio de desempleo de ambos se fueron en coche al norte de Polonia, a Elblag, la  ciudad natal de ella, a conocer a sus padres y hermanos.

Allí, los silencios de Ramón, parco en palabras y con tendencia a la introspección,  en el seno de su familia política eran señales de sabiduría y reflexión. Lo que tres mil quinientos kilómetros más abajo le hacía sentirse un extraño, aquí le ayudaba a integrarse. 
Su suegro talaba un árbol con tres hachazos pero también lloraba, abrazaba y daba unas palmadas en la espalda cuyo significado dependía de la intensidad de las mismas  y a Ramón le resultaron  fáciles  de descifrar  en poco tiempo.

Diez días antes de volver, Ramón le confesó a su esposa que no quería regresar al extranjero. ¿Al extranjero?, le preguntó extrañada Bodgana. Él calló, sin saber explicar  a qué se refería. Tampoco ella insistió en la pregunta, simplemente le pasó el brazo por encima del hombro y lo atrajo hacia sí. Reconfortado, Ramón cerró los ojos.







8 comentarios:

  1. Que bonito!! me alegro que Ramon encontrara su lugar.

    Un abrazo fuerte

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  2. Sí, está bien eso de encontrar su sitio, aunque sea a tanta distancia.

    Un beso.

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  3. Me ha encantado, se trata de un relato?
    en parte me ha traido recuerdos, porque yo también tuve problemas de logopedia, la diferencia es que a mi si me operaron y me llevaron a un especialista, si no hoy tal vez seguiría sin saber pronunciar la r, la c y la z...

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  4. Hola neko, sí se trata de un relato. Yo creo que ya a pocos niños dejan arrastrar este problema sin ponerles solución. El relato está inspirado en parte en un niño cuyos apellidos comienzan por R y R, vive en un pueblo que se llama Corrales y su padre tiene una Ferretería. Siempre he pensado que o superaba todo o lo pasaría fatal en la vida.
    Un saludo.

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  5. Muy bueno. Está muy bien traído ese final, lo de "regresar al extrangero". Me ha gustado.

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  6. GUAU!!!Walden, es buenísimo!!!Me ha encantado!!De verdad, el mejor, me lo he bebido!!Un besazo!!

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  7. Vaya, me alegro mucho, Tere.

    Un besazo para ti.

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