miércoles, 25 de enero de 2012

2. El secreto está en las drogas


- Parece que no me está escuchando, ¿de verdad entiende nuestro idioma?
- Pues claro, hombre -me aseguró el guía.
- Es que como no se inmuta... ¿no será un budista psicoanalista o algo de eso?
- Creo que es mucho más profundo, incluso -dijo con tono tranquilizador.


Me calé más profundamente el gorro ruso que me había comprado en Katmandú.


2. El secreto está en las drogas








... nunca me había fumado un porro... Ella -la ubicua-  me aconsejó: "No tomes drogas. Las drogas son el peor invento de la humanidad. Mira a tu padre... para él, el trabajo es una droga y fíjate como está"


Mi padre apareció en la puerta de mi dormitorio: "Vamos hijo, ponte el bañador que nos vamos a la playa". Agitado por la idea de compartir un rato con él  sin la presencia de mi madre, me puse corriendo el bañador, cogí la toalla y me eché doble capa de protector en la cara. Luego, una vez montado en el coche, empezó a hablarme de la carga de trabajo que tenía y en un momento, justo antes de tomar la carretera que enfilaba a nuestro supuesto destino, giró en dirección a la oficina. "Bueno, vamos a echar un ratito antes en la oficina... para que me ayudes a archivar. Verás lo bien que te lo vas a pasar".



Antonio, el largo, se presentó un día con las llaves de un cuatro latas en la puerta de mi casa. “Me lo ha regalado mi padre”, me dijo. Uno a uno, fuimos localizando al resto de los pasajeros: Luis,  Pepe, el bizco  y el  Kene. Ninguno, salvo Antonio, el largo, habíamos cumplido los dieciocho.  Decidimos comprar una botella de Ponche Caballero y otra de Licor 43 para celebrarlo mientras nos dirigíamos a la discoteca de la playa más alejada. El reluciente coche blanco ambulancia, el líquido que se escondía tras el opaco envoltorio de la botella,  la ilusión de que las chicas nos tomaran en serio en la discoteca y todo el verano por delante, prometían una tarde memorable.


Yo iba de copiloto, con los ojos entrecerrados, dejando que el alcohol endulzara el falsete de los Bee Gees, que sonaban en la TDK regrabada. Las ventanas abiertas nos permitían emular el movimiento de Tony Manero.


 En ese momento, la mezcla de Licor 43 y de Ponche Caballero empezaba ya a dificultar mis pensamientos. Nunca me había emborrachado. Mi vida estaba lleno de muchos "nunca". Nunca me había acostado con ninguna chica, nunca había marcado un gol, nunca había conducido un coche,.. 


- Voy a preparar un petardo - dijo el Kene desde la apretura compartida del asiento trasero.


... nunca me había fumado un porro...


Con una pasmosa facilidad, mi amigo vació un Fortuna, lo mezcló con un tronquito  de falso regaliz, quemó la fusión, se hizo un filtro con un almanaque de Nadiuska en bolas y lo envolvió todo en un papelillo de la marca Bambú. Luego empezó a fumar, saboreando las caladas.


- Pásalo ya, agonía - le pidió Antonio soltando confiado el volante.


Aspiró profundamente un par de veces y luego me lo pasó a mí.  La boquilla quemaba, no porque fuera Nadiuska, imagino,  y tuve una profunda sensación de asco, que el contexto tuvo a bien amortiguar. Inhalé tal y como había observado al  largo, tosí un par de veces, pero comprendí que aquello era un trance necesario. Los demás aceptaron comprensivos en silencio, más centrados en consumir definitivamente aquellos licores empalagosos.


- Ahora voy a hacer uno de tres papeles -se envalentonó el Kene.


El embotamiento me fue acercando a un estado de euforia que me entusiasmó. "La felicidad debe ser esto: no poder pensar con claridad".


En aquel milagroso  receptáculo  coche-discoteca-bar me dejé arrastrar por mi afición a los contraconsejos maternos. Dábamos vueltas bordeando  la costa, sin detenernos en ningún sitio. Al atardecer, completamente ebrios  ya, Antonio decidió bajar  por fin  a la playa. El sol caía lentamente, Boney M impostaba  Ma Baker y yo saboreaba el descubrimiento, casi llorando de emoción. “Déjame conducir”, le pedí. Antonio me miró, aunque estoy muy seguro de que me vería con la misma falta de definición que yo a él.


- Claro, colega.


Abrió la puerta y cuando intentó poner el segundo pie en la acera, se cayó de bruces. Comenzamos a reírnos casi sin fuerzas, pero al largo, con el movimiento de tripas generado le dieron unos retortijones extraños, con sonido de arcadas y eso nos cortó el punto un poco.


- Quédate hasta que se te pase, tío -le dije con falsa camaradería a  Antonio, que había encontrado en la confortable manta del suelo un motivo para la inmovilidad.


Pasé por encima de la caja de cambios y me senté al volante.


- Dale caña, tío - gritaron mis valientes pasajeros.


Las tres primeras veces se me caló el coche. Finalmente, a trompicones, me encaminé hacia el carril que llevaba a la playa. La gente volvía a sus casas y por un momento estuve tentado de jugar a los marcianitos con ellos, aunque si no hacía algo para mantener los ojos abiertos el resultado no dependería tanto de querer o no querer. Empecé a apretar la inmaculada bocina del cuatro latas. Las familias cogían a los niños en brazos y luego levantaban amenazadoramente las sombrillas. Una vez sorteado el obstáculo, una playa asaltada por gaviotas  se nos presentó delante de nosotros mientras yo me adentraba por las arenas cada vez con más dificultad.


- Esto no rula.


Las ruedas giraban ya sin solución, enterradas hasta la mitad.


- ¡A la mierda! Vamos a bajarnos. 
- Yo me quedo - dijo con voz apagada Luis.


Me bajé del coche e intenté correr en dirección al agua. Cuando me caí  decidí cambiar de objetivo y dejarme envolver revolcándome por la arena, pero el exceso de movimiento me hizo tomar contacto con lo que se avecinaba.  El kene y el bizco gatearon hasta llegar a mi altura.


- Me parece que me han sentado mal los garbanzos.
- ¿Qué garbanzos? - le pregunté al kene.
- Los que me comí ayer... ostía tío...


Tal y como estaba comenzó a vomitar. Seguramente si hubiera estado su mamá, le habría sujetado la frente con la mano, pero yo preferí ponerme a mirar aquel lejano círculo naranja que, intuía, sería el sol. Quería pensar sobre la felicidad, pero había una extraña fuerza gravitatoria en mi mente que me lo impedía.


- Están viniendo los mosquitos. Vamos a tener que abrirnos.


La voz de Antonio, el bizco, sonaba distante. Nos levantamos trastabilleando y nos fuimos al coche. Al menos allí podríamos cerrar las ventanillas, escuchar algo más tranquilo, como Camilo Sexto o así, y esperar a que el tiempo nos devolviera lo que el alcohol y el hachis nos había quitado.


No me dolió tanto el castigo que me infringieron mis padres, como el hecho de tener que reconocer que la felicidad, al menos la que buscaba yo, tampoco la había encontrado en las drogas.






3 comentarios:

  1. :)

    Qué historia tan bonita... qué lejanas esas sensaciones de novedad... me quedo melancólica y pensando...

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  2. Sí, es verdad, aún recuerdo las cintas TDK "pirateadas"... Un saludo.

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  3. Buenísima! Jajajaja. Desde luego si uno decide tomar drogas, es fundamental hacerlo en condiciones óptimas para poder disfrutarlas. Para pegarse un mal viaje, tiene aún menos sentido.

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