En mi cabeza suena siempre una canción de Edith Piaf, un
gorrioncillo triste que me empuja hacia el pasado. Marlene, la prostituta
francesa de la esquina, las canturrea a todas horas, por eso la llaman, la
melancólica. Es muy bajita y enclenque, casi un suspiro en medio de esas
rubias del este con muslos de acero.
Desde que la conozco fantaseo cada día con convertirme en su pareja. Una tarde, sentados en la esquina de Callao, sobre el cartón desmantelado del embalaje de un frigorífico, esa fantasía cobró fuerza en mi interior. Embriagados, nos prometimos todo lo que nos permitió prometernos la botella de Cacique que le regaló su último cliente. En un determinado momento, ella se acercó a mí lentamente y yo intenté besarla, pero me esquivó y se dejo caer sobre mi hombro dormida.
Desde que la conozco fantaseo cada día con convertirme en su pareja. Una tarde, sentados en la esquina de Callao, sobre el cartón desmantelado del embalaje de un frigorífico, esa fantasía cobró fuerza en mi interior. Embriagados, nos prometimos todo lo que nos permitió prometernos la botella de Cacique que le regaló su último cliente. En un determinado momento, ella se acercó a mí lentamente y yo intenté besarla, pero me esquivó y se dejo caer sobre mi hombro dormida.
Abrió los ojos a las
doce de la noche, justo a la hora de empezar a trabajar. Miró al perro.
"¿Cómo has dicho que se llama el chucho?". "Quince", le
respondí. Acarició a Quince con dulzura mientras miraba la taza con las
monedas. "Hay por lo menos diez euros", le dije animado. "Por
diez euros no hago yo ni una paja", adujo ella, desmontando mi ilusión
transitoria. Abrió su bolso plateado, sacó un pintalabios gastado y se dibujó unos
labios postizos de un rojo llamativo. "Me voy a lo mío. Adiós". “Ten
cuidado”, le dije en mi papel de pareja imaginada. Ella volvió a abrir el bolso
y me enseñó un estilete. “No sabes lo bien que corta esto los huevos”, me dijo
y se marchó sin mirar hacia atrás.
Habría corrido detrás si hubiera sospechado que tendría la más
mínima posibilidad, pero me quedé allí, en mi sitio, con lo mío. Volví a la lucha interior. Un
forcejeo que creía ya aliviado, mediante el que había intentado, en vano,
durante mucho tiempo encontrar sentido a ese goteo de acontecimientos que me
arrastraron sin solución a este abismo. Durante aquel tiempo me dediqué a contarlo todo: las
personas que pasan, los coches, las papeleras,.. Treinta farolas, doce
policías, veintiséis putas - veinticinco rubias y una morena-.
Un perro abandonado en la farola número quince. Una puta que no se tiñe.
Media hamburguesa de pollo con cheddar que una niña anoréxica decide
dejar sobre mis rodillas en lugar de en la papelera. La nada. Luego, un día,
apareció ella con sus cancioncillas tristes.
Desde mi puesto de postración la contemplaba esforzándose por vender sus méritos. Cada
vez que se acercaban los clientes y se
iba con alguno yo lo imaginaba enculándola mientras ella le cantaba “La vie
en rose”. Pero mi recaudación, ya me lo dejó bien claro aquel día, apenas daba
para una ración de celos.
Cuando la noche se cerraba, y ella se había marchado, me
cubría con los cartones y me sumergía en planes para poder conseguir el dinero
suficiente para poder hacerla mía. Imaginaba
planes de todo tipo, pero incluso me faltaban fuerzas para resolverlos con un
final feliz. Y entonces me arrastraba
por el lodazal de la realidad: una prostituta casi enana, un mendigo abatido
y un sucio perro callejero. Paisaje urbano. Farolas.
Una desapacible noche
de noviembre, la clientela era tan
escasa que ni las rubias habían querido quedarse a perder el tiempo, pero ella apareció
puntualmente. Quince buscaba algo que roer por los contenedores de alrededor. Durante
la espera, Marlene me miraba contrariada, como si hubiera imaginado que la
ausencia de competencia le fuese a permitir disfrutar de un desfile de pollas y
dinero entre sus manos. El cielo estaba completamente cubierto y un rugido de
truenos dio paso, de pronto, a la tormenta. Un aguacero a plomo, acompañado de
un viento racheado que te introducía el agua hasta en el pensamiento. Me
levanté y salí corriendo, sosteniendo a duras penas uno de los cartones por encima de la cabeza.
Cuando llegué a su altura ella estaba ya completamente empapada. Un coche paró
a la altura del cajero de la Caixa y un hombre salió del mismo, guareciéndose debajo
de la cornisa mientras intentaba sacar la tarjeta para entrar.
- – Vamos –le dije a Marlene.
La cogí de la mano y tiré de ella y de su resistencia infantil.
Llegamos a la altura del hombre justo cuando abría la puerta del cajero. Sin
mediar palabra, nos introdujimos detrás de él, que se quedó perplejo primero y
con cara de asustado después.
- – No tema –le dije-, es que no tenemos donde
meternos.
- – Ah, claro, sí,… –dijo algo atribulado.
Se quedó dudando un instante. Nos miró. Al ver a Marlene
pensó seguramente que sería mi pareja: una pareja de mendigos desgraciados.
Ella se dio cuenta y a pesar del aspecto que tenía se juntó las tetas
provocativamente. El hombre apartó la vista. Tenía la tarjeta en la mano pero
no la metía en la ranura, probablemente por temor. Al ver el miedo en sus
gestos, sentí por primera vez en mucho
tiempo que era yo quién tenía el control.
Recordé fugazmente la acción de pensar en la cantidad que necesitaba
para ir a cenar y sacar casi inconsciente
el dinero del cajero. Ahora me parecía tan lejano.
- –Te la chupo por treinta euros – escuché a
Marlene decirle de pronto al hombre.
- – No, no,..yo –dijo temblando visiblemente–, sólo…
tengo prisa.
Intentó salir y
montarse de nuevo en el coche, pero vi con claridad lo que aquello podía
representar en mi relación con Marlene. Le quité el bolso de un tirón, lo abrí
y extraje el estilete.
- Ni se te ocurra, cabrón –le dije con tono amenazante.
Marlene se quedó paralizada igual que el
hombre y yo sentí una extraña sensación de poder –. Mete la tarjeta y
saca mil euros o te rajo aquí mismo.
El hombre tanteó sus posibilidades. Vi cómo sus ojos
calculaban la verosimilitud de mi amenaza, su agilidad frente a la mía. Tendría
familia, eso jugaría en su contra. Finalmente, hizo una propuesta.
-
–Sólo puedo sacar seiscientos, de veras yo….
Ya no recordaba si aquello era o no cierto, pero seiscientos
daría para convertir a Marlene en mi novia unas pocas noches.
-
–Venga, –le insté acercándole el arma– sácalos.
El hombre se apresuró. No querría arriesgarse más. Me dio el
dinero con rabia. Le hice un gesto con la cabeza para que se fuera y bajé la
guardia convencido de que había ganado la batalla. Él lo notó y en un rápido
movimiento me golpeó en el brazo y perdí el estilete. Luego se abalanzó sobre
mí y me tumbó, y ya en el suelo empezó a golpearme con saña.
- –Maldito mierda, vaya susto que me has dado. Trae
el dinero y púdrete en…
No pudo terminar la frase. Vi a Marlene a su espalda. Él se
giró hacia ella.
- –¡Puta! –le gritó.
Al levantarse pude ver el estilete clavado en su espalda. Él
la agarró por el cuello y ella intentaba zafarse dándole patadasMe levanté, agarré el
estilete y se lo saqué sin dificultad, luego lo cogí con las dos manos y se lo
clavé en el cuello. El hombre soltó a
Marlene, que cayó al suelo con síntomas de asfixia. Intentó agarrarse el puñal,
pero ahora era él quien daba muestras de ahogarse. Cayó a mis pies y empezó a
retorcerse de dolor hasta que finalmente dejó de moverse. El dinero estaba
repartido por todo el interior del cajero.
Marlene me miró desde el suelo, luego empezó a recoger los
billetes sin decir nada. Yo estaba paralizado.
- –¿Sabes conducir? –me preguntó.
Los coches que había tenido pasaron delante de mí en orden
cronológico. Moví la cabeza afirmativamente. Ella buscó en el interior del
abrigo y cogió el móvil, la cartera y las llaves del coche.
Yo miraba fijamente el charco de sangre en el suelo. Ella me
agarró por el brazo y tiró de mí hacia
afuera.
-
– Es que… –balbucí.
-
– Vámonos –insistió y yo me dejé llevar.
Me apeteció quedarme un instante bajo el aguacero,
limpiándome. Marlene fue corriendo al coche y se montó. Enseguida fui yo
también.
-
– ¿Adónde vamos? –le pregunté.
-
– A mi casa.
Conduje en silencio bajo la lluvia. Marlene de vez en cuando
me hacía indicaciones. Era increíble la seguridad que daba poder girar el
volante en la dirección que quisieras. El futuro era ahora, al menos, incierto.
Hubo un tiempo en el que yo también formaba parte de lo
visible. Trabajaba, amaba y era amado. Tenía llaves en el bolsillo. Restregaba
las penas, las dudas y las esperanzas sobre un colchón mullido cada
noche. Hubo un tiempo en el que Edith Piaf sonaba en un cd.
¡Brutal, crudo, real! Me ha encantado.
ResponderEliminarGracias, Rita.
ResponderEliminarMuy bueno, Walden!!Lo bien que se te da describir la psicología de los personajes, eh!Y personajes al límite y fuera de los límites, qué bueno!Besos!
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarHola, Juan; si te apetece, échale un vistazo a "La luna trasera del coche":
ResponderEliminarhttp://lalenguaylasleguas.blogspot.com.es/
Un beso.
Ahora mismo le echo un vistazo, Ana
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