miércoles, 14 de diciembre de 2011

Divorcio de terciopelo


karlovy-vary

El hombre se fue alejando andando con dificultad por las capas de nieve de la acera. Arnost lo estuvo siguiendo durante un instante, luego desvió la mirada y se detuvo a contemplar el parsimonioso vuelo de una pareja de cuervos que finalmente se posaron sobre la barandilla que delimitaba el río Eger a lo largo de la calle. A medida que la tarde avanzaba, la hilera de casas iban uniformándose en un contorno de siluetas difusas, perdiendo su colorida identidad. El bullicio del comercio y los preparativos para el fin de año provocaban un contraste inesperado.

Introdujo la mano enguantada en el bolsillo del abrigo y sacó una petaca. Se la llevó a la boca y comenzó a beber. Sintió el calor que le producía el  licor a través de la garganta. Maldito Becherovka.  Su mujer había ido eliminado todas las bebidas alcohólicas de casa, sólo había dejado aquella botella de licor que servía a los invitados como aperitivo. A él le repugnaba ese sabor dulzón a hierbas, pero era lo único que encontró antes de salir.

Recordó la cara sonrojada de Anna diciéndole con firmeza que la relación había llegado a su fin, que necesitaba vivir de otra manera. Volvió a beber.

El país entero llenaba su almacén con cohetes esperando la disolución de aquel largo parentesco con Eslovaquia. Por fin dejarían atrás ese lastre, torpe y pesado, y surgiría la verdadera naturaleza de la nación checa, convertida en una potencia en el entorno más estratégico de Europa. Nadie parecía sentir reparo alguno, incluso los eslovacos se mostraban felices. Pobres ignorantes, pensó Arnost. Una separación dulce y pacífica.

No tiene por qué ser traumática, le dijo su mujer. En su voz, en los argumentos que exponía, en la forma paternalista en que abordaba el asunto, en cada detalle encontraba él un motivo para la desesperanza. Seguramente se había convertido en una carga para ella. Era imposible seguir su ritmo, tantas inquietudes, esa necesidad de rodearse de gente, de debatir, de crecer… Él había permanecido impasible a su lado, como un adorno navideño que cada cierto tiempo ocupa un papel importante en la decoración de la casa. El resto del tiempo quedaba relegado a la sombra, bebiendo para hacer sostenible las veladas con charlas interminables, aguantando excusas para evitar mantener relaciones sexuales, el desprecio en su mirada...
  
Echó un vistazo hacia el lugar por el que se había alejado su contacto, aquel hombre de aspecto bonachón, rechoncho, con la nariz veteada de pequeñas venillas azules y un hígado probablemente en peor estado que el suyo. Otro perdedor, imaginó.

Cuando le entregó el dinero ni siquiera abrió el sobre. Se limitó a hacer un gesto de asentimiento con la boca. Luego recogió la llave de la casa de Arnost y Anna y se la introdujo con cuidado en el bolsillo superior del abrigo.  Mientras observaba, comenzó a sentir un temblor familiar. Se llevó la mano a la petaca  pero se contuvo. Estuvo a punto de pedirle que lo olvidara, que se llevara el dinero, pero que no lo hiciera. Luego apretó el puño para darse fuerzas. Se lo merecía. ¿Qué iba a ser de él? Ella se quedaría con todo, la riqueza, la fama, la aceptación. Él tendría que iniciar un largo e incierto camino. No se sentía con fuerzas para ello.


Miró el reloj. Se acercaba la hora. Comenzó a caminar por la Vlahos Vaggelis, hacia las tiendas que punteaban todos los bajos de aquellos pintorescos edificios de diversos colores . Se detuvo en la que encontró a más personas, una pequeña tienda familiar de cristales de Bohemia. Nadie parecía percibir su presencia, todos estaban absortos buscando regalos de última hora. Necesitaba llamar la atención. Buscó la pieza más barata que pudo, una copa tallada que por el precio debería tener algún tipo de imperfección. La cogió entre los dedos, la elevó hasta su cabeza y la soltó.  De pronto, todas las miradas se giraron hacia él, que aparentemente descompuesto, se deshizo en lamentaciones y disculpas apresurándose a sacar la cartera y a pagar por ella y por otra igual, un pequeño regalo para mi mujer, quiso aclarar en voz alta.

Salió a la calle con el regalo envuelto en una caja sin lazo. Durante el trayecto a casa se cruzó con muchas personas que portaban cartuchos de cohetes para los fuegos artificiales. ¿Cuánto  hará falta?, le había preguntado al vulgar asesino. Con esto será suficiente, le respondió enseñándole el paquete de cohetes. Arnost lo miró de arriba abajo. No tenía pinta de pirotécnico, y menos de despachurrador de checos, aunque imaginó que podría ser un esolovaco con conciencia, un incipiente germen de terrorista o bien alguien que, perspicaz, ante la debacle previsible de su economía,  había decidido ganar unos extras como asesino por encargo. Igual que él, de alguna manera, habría anticipado lo que significaría de verdad aquel separación. Es más de un kilo, lo tendrá tan cerca que… no creo que falleno fallará, corrigió poco convincentemente.
  
En todas las separaciones hay alguien que lo vive como una liberación y otro que sabe que se llevará la peor parte, la de sujeto pasivo, la del que no ha hecho previsiones para el futuro inmediato y se queda sin ilusión intentando entender lo que acaba de suceder.

De vez en cuando se oían las explosiones de petardos lanzados por críos que disfrutaban de las últimas horas de aquel 31 de diciembre  de 1992. En poco tiempo se habría consumado aquel divorcio de terciopelo. Ella estaría festejándolo por partida doble, haciendo llamadas, compartiendo las expectativas de una nueva vida libre de las rémoras del pasado. Seguramente acicalándose para la larga noche, pensaba Arnost, sumido en una espiral abismal de autocompasión y odio, mi nuevo amigo, esa mierda de eslovaco relleno, te ayudará con la celebración, rechinó con rencor.

Se detuvo junto al banco enfrente de su casa, esperando que los fuegos artificiales vociferaran con estruendo la buena nueva.


miércoles, 23 de noviembre de 2011

Una estrella de cinco puntas



Cuando le entregó a Antonio la carta, antes de ponerse a leerla, se le quedó mirando.

- ¿Tengo que leerlo?
- Si quieres te la leo yo.

Se sentaron dentro del enorme  tubo de hormigón que había quedado abandonado en el terraplén cercano a la playa, como un monumento a lo que pudo haber sido y no fue. Aquel pasadizo sin misterio lo mismo ofrecía resguardo para los besos que abrigo para las confidencias. Desde allí dentro, la voz del mar entraba atronando los días de otoño como el de aquella tarde.

"Te quiero desde el primer día que te vi en el colegio, no puedo dejar de pensar en ti, pero sé que no te gustaré y por eso siempre estoy de mal humor. Estoy en tu clase".

- Me la han echado en el buzón, sin firmar - le dijo a Antonio señalando el dibujo que llevaba como único identificativo, una especie de estrella de cinco puntas.
- ¡¡Puaj!! - escupió él con cara de asco - seguro que es Merchi. Rompe esa mierda antes que la vea nadie. Te juro que no abro la boca.

Se la dió sin rechistar. Antonio tenía una gran ascendencia sobre buena parte de los chicos de la clase, pero Luis no se atrevió  a romper la carta.  Sentía que era como mutilar un corazón. Él la dobló por la mitad y empezó a romperla sin compasión. A Luis se le encogió el estómago. Vio como se metía los trozos rotos en el bolsillo. Luego se quedaron en silencio mientras el aire los envolvía violentamente.

- ¿Merchi? ¿la que tiene tatuado un pokemon en el brazo y está todo el día escuchando a Green Day?
- ¡Ni la nombres! Seguro que sí, ¿quién si no?

No sabía bien cómo interpretar lo que le decía Antonio. "¿Sólo podía fijarse en mí la emo de la clase?", pensaba al mismo tiempo que la ilusión inicial se iba derrumbando en su mente.

- Tú eres un tío muy legal. No te agobies.

Le pasó la mano por encima del hombro y lo acercó. Luego, como en una muestra de arrepentimiento, le dio un cachetazo cariñoso.

- Venga tío... ¿A ti te gusta alguna?
- No sé...- dudó Luis

Durante los meses siguientes, Luis se fue fijando cada vez más en Merchi. Cuanto más intentaba pasar de ella, más presente la tenía. Sentía una extraña atracción que mantenía en secreto, por temor a la reacción de Antonio. De alguna manera, ella intuyó esa cercanía. Un día en el recreo se le acercó y le preguntó directamente si le gustaba un grupo de música que él no había oído en su vida.

- Ni idea  - le dijo, intentando que sonara frío y distante.

Ella obvió el tono y se limitó a ponerle uno de los cascos que tenía conectados al Ipod. Luis hizo un débil amago para apartarse, miró a su alrededor sintiéndose observado. Al otro lado, Antonio empujaba aparentemente malhumorado a otro chico. Agachó la cabeza y se concentró en el sonido. Le sorprendió.  Levantó la mirada hacia Merchi y se cruzó con el único ojo que el mechón de ella dejaba disponible. Era una mirada limpia y profunda, que le hizo desear que ese instante permaneciera por siempre en su vida.

- Es la leche, tía - dijo animado.
- La leche, sí -convino ella - ¿nos vemos esta tarde?.

Esa era la confirmación, pensó asustado, Antonio llevaba razón. Le entraron ganas de salir corriendo pero sentía que sus piernas no le respondían. A pesar de que no había nadie cerca, no se atrevió a pronunciar la palabra "Sí", por temor a que resonara estruéndosamente en todo el patio. Se limitó a asentir con la cabeza.

- Quedamos en el tubo- dijo la chica, se dio media vuelta y se marchó dándolo por hecho.

Las citas se sucedieron en aquel habitáculo multiusos. Luis fue penetrando más allá de la  ténebre fachada oscura, descubrió que no era cíclope y que el otro ojo era igual de hermoso y expresivo. Poco a poco se fue enamorando de aquella chica sin sentido del humor, transparente y directa. Se sentía cada vez con más fuerzas para preguntarle por la carta iniciática. Un día, mientras la besaba en el cuello y le bajaba la chupa negra por debajo de los hombros se quedó mirando su tatuaje.

- No sé cómo has podido tatuarte un pokemon - le dijo con sorna.

- Pssst, peor es la del hortera de tu amigo Antonio, con esa mierda de estrella de cinco puntas que lleva en el tobillo.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Mujer triste mirando al mar



Esta vez no fui capaz de continuar la discusión. Callé, me di la vuelta y salí de allí. Sorprendida, no dijo nada. La imaginé confusa,  observando en silencio  cómo me marchaba, preguntándose si aquello era otro paso hacia el fin.

Bajé los escalones de las serpenteantes calles casi sin pensar. El mar se asomaba entre las casas. A pesar de estar cerca ya el invierno era un día espléndido. Por el camino me crucé con varios turistas cargados con cámaras fotográficas apuntando con ellas a todos los colores y a todas las luces. Recordé  mis primeros días en Positano, antes de que el mar se convirtiera en un collar asfixiante, cuando cada puesta de Sol bastaba para justificar haber acompañado a Clara en su proyecto. Ella se quedaba en casa, en la azotea, intentando captar  el “espíritu del Mediterráneo”.

Disfrutar del paisaje, imaginar que este nuevo espacio podría cambiar el curso de los acontecimientos, darnos otra oportunidad,.. Así vivía cada día. No recuerdo haber puesto un empeño especial en que cambiara nada. Sólo me dejaba llevar. Me cuesta menos entregarme a demoler  que a reconstruir. A ella la veía feliz y confiada. Podría pintar en paz, sin temer que  nuestra batalla interrumpiera su creatividad. Yo seguiría en contacto con mi empresa desde la distancia. “Merecemos una oportunidad”, me dijo. Asentí y dejé que iniciara todos los preparativos quedándome al margen, pero sin obstaculizar, dejándome arrastrar como un fardo pesado.

Mientras divagaba sobre lo mismo de siempre me encontré de pronto en un mirador que daba a una pequeña playa ahora desierta. Contemplé al fondo los racimos de casas entretejidas por la ladera de la montaña. La bruma desdibujaba la costa Amalfitana.
Apoyado en la barandilla, intentando reblandecer la ira, caí de pronto en la mujer que estaba en la otra punta, sentada en el banco de piedra que me había servido tantas tardes para contemplar el ocaso. Me extrañó su quietud. Parecía absorta. Miraba fijamente  al infinito, aparentemente a ningún detalle  en concreto. Contemplar su extraño aire de serenidad y misterio tuvo un efecto carminativo instantáneo en mi mente. ¿Qué podría llevar a alguien a esa ausencia si no es la tristeza?

No la había visto antes. Prácticamente conocía a todas las personas del pueblo, bien por haberlas tratado, bien simplemente por cruzarme con ellas durante mi trasiego diario, mezclado entre las  tiendas de “siempre lo mismo”  y las coladas de los balcones. Huyendo, siempre huyendo.

- Buongiorno - me atreví a saludarla.

Ella giró la cabeza hacia mí e hizo un gesto con la mano, luego se recogió el pelo. Noté que ya no pudo volver a lo que fuera que tuviera en su pensamiento. Permanecí un rato en el mismo sitio, mirándola de vez en cuando, hasta que la incomodidad de la situación me hizo volver a refugiarme en mis rumiaciones. Poco después me marché. La miré al pasar a su lado y ella me devolvió la mirada, pero ninguno de los dos dijo nada.

Bajé por via Colombo hacia el bar Bruno, a charlar con Cesare sobre todas las cosas y sobre nada, como cada tarde, con ese español salpicado de italiano  que utilizaba para describir las anécdotas del día con una cháchara hipnotizante. Por el camino, los ojos de aquella mujer se hacían cada vez más profundos e insondables. Deseaba descubrir, encontrar un motivo, algo a lo que aferrarme en mi huida, ahora que el mar y las fuerzas comenzaban a ser más quebradizos.

Clara encontró lo que buscaba. Desde siempre supo hacia dónde quería ir. Quizá yo nunca lo supe. Mi horizonte era ella y cuando ella fue volcando su vida hacia su trabajo, en la galería, pintando, en las charlas con todos aquellos bohemios imposibles, yo me fui sintiendo más y más desnudo, abandonado en un rincón. Y esos sentimientos se fueron trasladando desde lo más profundo, en forma de reproches, de silencios que castigaban todos sus intentos por rescatarme.

Ahora estaba atrapado en aquel paisaje, rodeado de carreteras tortuosas y temibles, de escalones, del martilleante ruido permanente del mar que antes intuí  siempre en calma, de las insustanciales tiendas de zapatillas para turistas. Todo parecía hecho para evitar mi liberación.


- ¿Por qué te separaste, Cesare? – le pregunté aquella tarde a mi amigo. En realidad quería preguntarle: “¿Cómo lograste separarte?”.

Sonrió. Luego me dijo muy despacio: “No, todavía no he logrado separarme. Todavía sigo con ella”. Se martilleó  la cabeza con el dedo. “¿Hai capito?”

La espesa brisa que llegaba desde la orilla me inundó de desaliento.

- Ma… - continuó Cesare – tuve que encontrar algo que pudiera permitirme soportarlo… este rincón… parlare e parlare… hablar sin parar.. vivere fuori de mí. ¿Hay otra forma?


Probablemente no. ¿Acaso no era eso lo que hacía yo?

El trayecto de vuelta a casa estaba siempre lastrado por el alcohol y la pesadumbre, por las quejas del adolescente que quiere alargar el crédito horario que le han dado sus padres y va pensando por el camino qué hacer para conseguirlo.

 Me detuve delante de la fachada. La puerta color añil se encontraba apagada por la tenue luz del atardecer. La empujé  y entré. Ella no estaba en el salón. Subí la escalera que daba a la terraza. Clara estaba sentada delante del caballete. Miraba el horizonte, la puesta de Sol, pensé. No hizo ningún gesto al percibir mi presencia. Me dirigí a la barandilla y contemplé indolente el paisaje.  Me giré hacia ella, que permanecía abstraída,  con un extraño aire de serenidad. ¿Qué podría llevar a alguien a esa ausencia si no es la tristeza?

- Hola – la saludé con voz trémula.
- Hola –respondió ella secamente, luego se recogió el pelo con un coletero que apenas alcancé a ver y volvió a hundirse en el horizonte.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Ramón



 



Ramón nació a principios de la primavera. Ni el embarazo ni el parto tuvieron complicación alguna. Dos hermanos previos habían facilitado la labor de lo segundo y, al parecer,  no  habían prevenido suficientemente de lo primero a su  madre.

Hasta los ocho años la vida de Ramón transcurrió con la más absoluta normalidad,  excepción hecha por la presencia  de un frenillo no operado que dificultaba repetir sin avergonzarse su nombre de pila y explicar que su padre tenía una ferretería. El resto de las taras no eran visibles. Su padre y su madre se ocuparon funcionalmente de él, si bien, los aspectos emocionales nunca llegaron a estar en primer plano, una veces porque la economía familiar permitía a sus padres  escaparse de la carga del cuidado de los niños y otras justo por lo contrario, porque ambos progenitores tenían  que ocupar el tiempo cerrando balances imposibles y quejándose del futuro incierto.

No le faltaron, no obstante, ni comida, ni bicicleta, ni ropa para no desentonar. Los horarios y el resto de disciplinas del hogar estaban determinadas con  un marchamo semi-marcial que su padre, jesuita de vocación, había adoptado leyendo el cómic de Giménez sobre  Paracuellos del Jarama.


Se puede decir que fue a partir de esa edad, cuando los contactos entre iguales comienzan a dejar su impronta particular, el momento en el que Ramón comienza a tomar consciencia de sí mismo.

A los trece años, en octubre,  repitiendo primero de la ESO, para su sorpresa,  una niña igualmente repetidora se enamoró perdidamente de él. El motivo  de ese enamoramiento obsesivo podría estar entre alguno  de los siguientes:

                a. Una autoestima peor que la suya
                b. Un interés prematuro por la logopedia
                c. Creer que las protuberancias que se intuían bajo 
                    su ropa se correspondían con la realidad.

Sus compañeros de clase se divertían quitándole el bocadillo durante el recreo. Para evitarlo, Ramón  decidió meterse el mismo, sin el papel de aluminio, dentro de los calzoncillos.

- Quitazzmelo, ahoda si tenéis güevos –les decía agarrándose el bocadillo con las dos manos por encima de la bragueta.

Por si la causa c) fuera la determinante, Ramón mantuvo esa costumbre a pesar de que sus compañeros habían abandonado convencidos ya la suya. El  hambre que pasaba era mitigado por aquel extraño cerrojazo de estómago que le producía  Rita - Margarita - cuando se acercaba a él.

La relación no prosperó fuera de los muros del colegio. Él no pudo contárselo a nadie, ni padres ni hermanos, no tanto por las dificultades para pronunciar el nombre de su amada o la palabra amor o todo lo importante, que parecía  contener en su interior alguna /r/, como  por no saber cómo hacer tal cosa, cómo hablar de ello, describiendo con palabras lo que le sucedía por dentro.

Un día, cerca ya de los veinte años,  su hermano mayor le pidió enfadado que acompañara a su novia a casa en la motocicleta. Miró el silencio espeso que distanciaba a los dos, y asintió sin protestar porque le encantaba cómo le hacía sentir aquella Cobra 75, de 80 cc,   y por la cara de tristeza que le vio a la chica. 

Durante el trayecto ella se aferraba a él con fuerza. Notaba la cara apoyada sobre su espalda y unos movimientos de respiración entrecortada  que tradujo por llanto.  Luego fue tomando conciencia de  los pechos hundiéndose mullidos en su columna vertebral y comenzó a experimentar lo que el bocadillo y una situación más explícita probablemente impidieron en su día con aquella chica titubeante.

 Detuvo la moto en una parada de autobús semi-desvencijada, a medio camino entre su casa y la de la chica. Se bajó y la miró. Lloraba sin tapujos, como Ramón no había visto llorar nunca a nadie antes. Se acercó a ella y la abrazó. Luego echó su cara hacia atrás, la volvió a mirar pidiendo permiso para lo que iba a hacer y ella le devolvió la mirada consintiendo.

Aquel beso húmedo y lleno de lágrimas saladas le hizo sentirse, por primera vez, protagonista de su vida.

Con la fuerza de ese recuerdo, poco tiempo después,  una mañana lluviosa de enero, trabajando en  las plantaciones de fresas, Ramón le pidió una cita a la chica polaca que lo acompañaba en la hilera de al lado, metiendo plantones mojados en la tierra a través de los negros y eternos ríos de plástico. Ella le contestó en polaco y él, empujado por el optimismo, lo interpretó como un:  “Por supuesto, mi amor”. Le cogió la mano y ella sonrió  el tiempo justo antes de que el capataz los llamara al orden.

Antes que el empuje de él o el sentimiento de soledad de Bodgana se diluyeran, tuvieron los encuentros sexuales necesarios para no necesitar profundizar en otros aspectos coyunturales de la relación. Se casaron aprovechando el parón veraniego de las labores del campo y con el subsidio de desempleo de ambos se fueron en coche al norte de Polonia, a Elblag, la  ciudad natal de ella, a conocer a sus padres y hermanos.

Allí, los silencios de Ramón, parco en palabras y con tendencia a la introspección,  en el seno de su familia política eran señales de sabiduría y reflexión. Lo que tres mil quinientos kilómetros más abajo le hacía sentirse un extraño, aquí le ayudaba a integrarse. 
Su suegro talaba un árbol con tres hachazos pero también lloraba, abrazaba y daba unas palmadas en la espalda cuyo significado dependía de la intensidad de las mismas  y a Ramón le resultaron  fáciles  de descifrar  en poco tiempo.

Diez días antes de volver, Ramón le confesó a su esposa que no quería regresar al extranjero. ¿Al extranjero?, le preguntó extrañada Bodgana. Él calló, sin saber explicar  a qué se refería. Tampoco ella insistió en la pregunta, simplemente le pasó el brazo por encima del hombro y lo atrajo hacia sí. Reconfortado, Ramón cerró los ojos.







viernes, 7 de octubre de 2011

La reputación



 

La primera bala me atravesó el hombro izquierdo. Sentí una terrible quemazón. La miré incrédulo  a ella y al cañón humeante, pero antes de hacer un esfuerzo por entender cómo había ocurrido, decidí sacar mi arma y acabar la tarea que me había traído hasta allí. En ese amago torpe de supervivencia, ella volvió a disparar. Esta vez en pleno pecho. El impactó a tan corta distancia logró tirarme hacia atrás. Imaginé que era el fin. Mi muerte era una cuestión de tiempo, breve y muy doloroso, probablemente. Se acercó sin prisas a mi cara, me puso el cañón de la pistola en la frente y antes de disparar dijo algo que no alcancé a oír.

Luego apretó el gatillo.

Una de las ventajas de estar muerto es que ya no tienes prisa. Nunca me gustó analizar los errores del pasado y no iba a ponerme a ello simplemente por haberme insustanciado. Pero digamos que atravesé la frontera justo cuando la duda me asaltaba y de pronto me vi envuelto en una necesidad asfixiante por resolver el misterio que había acabado con mi vida. Era como si el Jefe no te dejara entrar sin saber explicar por qué estabas allí.

La primera sensación que tienes es de libertad. Libertad por no tener que esforzarte en ligar, ni en matar a nadie para ganar dinero para ligar sin esforzarte. Ser  un matón a sueldo es la profesión más segura que conozco. La víctima no sospecha que ese tipo tan vulgar venga a descerrajarte un par de tiros para mandarte al otro barrio. Te lo cargas y luego ya vendrá la policía y encontrará a alguien a quien echarle las culpas. Cobras. Te lo gastas. Y vueltas a las andadas. Como le ocurre a cualquier otro funcionario.

Cuando la que se autoproclamaba mi ex – novia me contrató para cargarme a aquel vejestorio estuve a punto de rebajarle a la mitad los honorarios.

- ¿A una vieja?
- Me echa las cartas. Es una pitonisa.
- ¡Puaj! Hay gentuza de esa de sobra, cariño, no te preocupes, mañana a estas horas tendremos una loca menos.

Ella siempre había disfrutado con los detalles de mi trabajo, cuando le describía los preparativos previos, los disparos, el olor a quemado,.. Lo que para a mí me aburría, a ella   la derretía.

- Fui a preguntarle si lo nuestro podría… ya sabes… si tendría posibilidades contigo de nuevo… - se justificó con cierto rubor- Comenzó a echar las cartas y de pronto me mira con asco y me dice:  “No va a poder ser. Tu ex va a morir muy pronto”. ¡Maldita vieja!¿Te imaginas?

Comprendí que más que reducir mi minuta podría pasar directamente a hacerlo gratis, pero soy un profesional. Me contuve y cogí el dinero sin rechistar.

La ingravidez te permite repasar cada escena sin que re-experimentes los sentimientos del momento. No sabría decir si estaba o no enfadado. Nunca necesité enfadarme para apretar el gatillo. 

Mientras me dirigía a la cita con la pitonisa daba vueltas a la conversación con Sonia. ¿Cómo puede alguien ser tan cruel para decirle a una pobre rubia que el amor de su vida la iba a diñar? ¡Y encima pronto! El mundo está lleno de gente así.

Fui ralentizando la escena final, desde la entrada en aquella habitación oscura, pasando por  la presentación, hasta que ella se giró con aquel viejo Colt 22 y comenzó a disparar sin avisar. Puse empeño en descifrar justo la última frase que oí en mi estancia en la tierra:

- Tengo que mantener mi reputación.

viernes, 23 de septiembre de 2011

El amor y las aceitunas (versión 1)






Siempre he estado enamorado de Raquel, mi prima Raquel. De la que veía cada verano y de la que sigo visitando en mi mente cada día.

Ninguna de mis intentos de relación ha superado la prueba de su recuerdo.


En aquellas tardes asilvestradas del verano sin piscina del pueblo, mientras mi familia y la suya dormían la siesta, Raquel aparecía  en mi habitación. Tendido sobre la cama, yo intentaba concentrarme inútilmente en las aventuras de Peter Parker , esperando inquieto y mirando con el rabillo del ojo la puerta entreabierta.  Presa del aburrimiento, ella llegaba, se sentaba al borde de mi cama y empezaba a hablarme de cosas que habitualmente no lograba entender.

- ¿Sabes qué es la madurez, Pedro?
- Mmmm,… ¿cómo la de las aceitunas?

Mi padre me decía que “ni con las mujeres ni con las aceitunas había que arriesgarse”.  Por eso sólo teníamos olivos de la variedad picual, una variedad  muy resistente a las inclemencias, muy productiva y que  había mostrado durante generaciones lo bien adaptada que estaba a la tierra de nuestra comarca.  Tras un continuo proceso de aprendizaje, finalmente, con sólo mirarla, con apenas olerla, era capaz de determinar el grado de madurez. 
Me enseñó lo necesario para sobrevivir en el mundo de lo tangible, para intuir que me convendría una mujer igualmente palpable y concreta, de la que ya supiera por generaciones familiares de su valor en el mundo de lo real y notorio.
Desgraciadamente, mi  prima se movía en un  universo paralelo y ajeno a mi mundo.

- No. La de las personas – me dijo mirándome fijamente.
- De esa no sé mucho – confesé ruborizado.
- La madurez es saber otras fechas de cumpleaños que no sean la tuya propia. ¿Cuántas fechas de cumpleaños conoces, Pedro?
- Pues…. –intenté recordar azorado- creo que… ninguna más.
- Ves, todavía no eres lo suficientemente maduro.

Yo interpretaba aquello como una señal. Necesitaba dar un paso para  poder ponerme a su altura, para pasar de alumno a hombre, para hacerme visible a sus ojos perdidos. Recabé fechas, todas las fechas de cumpleaños de mis amigos y amigas, que al igual que yo habitaban a la sombra de los olivos.

- Sé doce – le dije al día siguiente en el mismo escenario.
- ¿Fechas de cumpleaños?
- Sí – respondí satisfecho.
- Me alegro, pero lo importante es que seas capaz de recordarlas el año que viene.

Portazo. Mis veranos podrían resumirse así:  puertas cerrándose a la esperanza recién creada.

- Este pueblo es asfixiante – me dijo otro día.

¿Cómo puede alguien asfixiarse en un pueblo? Más tarde, muy poco después, entendí que Raquel se refería en realidad a un tipo de zozobra  y que esa sensación dolorosa no la produce sólo la falta de oxígeno. La ausencia –su ausencia- podía  dejarme  igualmente angustiado. Viví esa opresión con cada despedida de primeros de septiembre y también, anticipando el desenlace de finales del verano,  apenas llegaba con su familia.

En esta  persecución silenciosa fui abandonando el pueblo y la búsqueda de lo concreto. También me distancié de mis amigos. Y en ese proceso de acabar con el sufrimiento, me acerqué, en cambio,  a todas las chicas, fantaseando con que me ayudarían a olvidarla o bien a encontrar en ellas lo que intuí que hallaría en Raquel.

Contra la opinión de mi padre, ya mayor, fui al norte, a buscar otras variedades de aceitunas, en lo que marcó el primer paso para cambiarlo todo. Nada más llegar me acerqué a él, que estaba  sentado junto al fuego de  la chimenea.

- ¿Ya has vuelto? – me preguntó en un tono apagado.

No le dije nada. Le mostré una aceituna en la palma de la mano.

- Mira, papá. Se llama arbequina. Es pequeña, pero es diferente. Pronto todos querrán sembrarla, pero nosotros vamos a ser los primeros.

Me miró apesadumbrado, sin decir nada, instalado  ya en la certeza de que el pasado acababa conmigo. Saberlo todo sobre la variedad picual sólo había servido para que yo quisiera cambiarla. Sin mayor  motivo ni explicación. Él había sido fiel a su padre, y su padre a su abuelo, igual que todos los olivos centenarios habían seguido proveyendo de frutos y de futuro a nuestra familia. Me iba a arriesgar, a cruzar el umbral.

Hacía ya varios años que mi prima no venía al pueblo con su familia. No le preguntaba a sus padres por ella. Sólo escuchaba cuando decían algo al respecto, sin hacer comentarios.  Temía saber si compartía su vida con otra persona, incluso me daba miedo formalizar más cualquiera de aquellas relaciones esporádicas mías, con el fin de dejar una puerta abierta en caso de que ella volviera algún día a entrar en mi cuarto de adolescente perpetuo.

El último verano, antes de que los padres se marcharan, les pregunté por su nueva dirección. Me la anotaron en un papel y me pidieron que le recordara que cumpliera su promesa de visitarlos más a menudo.

Elegí la mejor ropa y estuve acicalándome toda la mañana ante el espejo. Sólo me veía interiormente. Ni el perfume, ni el mentón enrojecido por el afeitado, ni el pelo perfectamente desaliñado, ni los ojos grandes y verdes  conseguían evitar que viera mi trémulo interior palpitando de miedo.

Llegué a la puerta de su casa, en un barrio con casas de corte colonial. Dejé atrás la marquesina y acerqué el dedo al timbre. Justo en ese momento, de forma instintiva, casi para protegerme, metí la otra mano en el bolsillo del pantalón. Mis dedos se tropezaron con algo pequeño. Lo cogí.  Miré  la aceituna  que tenía en la palma de la mano, la misma que había mostrado a mi padre semanas antes, una aceituna variedad arbequina, arrugada por la pérdida de humedad  y  el paso del tiempo. La tiré a un lado y sin pensarlo pulsé el timbre.

jueves, 25 de agosto de 2011

Lo que pasa por dentro






Yo parezco seria pero no lo soy. Me río mucho por dentro, porque no me gusta ir derrochando risas así como así, ni entregarle carcajadas al primero que me lo pide. La mayoría de las cosas no son lo que parecen. Por ejemplo, mi madre suele decirle a mi padre:



- Puestos a barrer, creo que hoy voy a barrer la habitación con la vista. Mañana te toca a ti.



Así termina enseguida, pero la habitación sigue igual. Por eso sé que una cosa es lo que dice y otra lo que quiere decir. Aunque no entienda muy bien esto último. Para entenderlo tengo que preguntárselo y para saber si soy seria o no también tienes que preguntármelo. No te puedes fiar de las apariencias.



Hay cosas que pides y que no te lo pueden traer los Reyes Magos. Bueno, ni siquiera puede envolverse. Cuando tiro el vaso de agua le pido perdón a papi o a mami y ellos me lo dan enseguida. No me lo guardo, porque no sé muy bien qué puedo hacer con un perdón. Pero cuando les pido permiso les cuesta mucho más. Hace un mes que les pedí permiso para traer el perrito San Bernardo que quiere darme Marta, porque su madre no se lo deja tener más en casa, pero ninguno de los dos me lo ha concedido.Puedo ahorrar para unos patines, pero no puedo ahorrar para un permiso, porque mis padres dicen que no lo conseguiré “ni por todo el oro del mundo”, así que es inútil. Mi amiga Marta dice que a ella el permiso se lo dan si llora lo suficiente, pero como yo me río tanto por dentro, me cuesta mucho hacer las dos cosas a la vez.



Manuel es el hermano de Marta y siempre está serio. Pero eso no quiere decir que sea serio. Yo le pregunté si se estaba riendo por dentro y él me dijo que no. Que él estaba serio por fuera y enfadado por dentro. Ves. Igual piensas que Manuel es serio y en realidad es un gruñón. Si no se lo preguntas es posible que no te enteres.



Ni cuando estoy escuchando música, ni cuando me estoy riendo para mí, me gusta que me molesten. Si me preguntan en ese momento qué hago, respondo: “Nada”, porque si lo explico la risa se me escapa.



Cuando mi padre está muy, muy serio, mi madre quiere saber por qué y entonces le pregunta, pero él responde lo mismo que yo: "Nada", y así los dos se quedan calladitos mucho tiempo, disfrutando de las cosas que tienen en la barriguita o en otro sitio del cuerpo. Yo la guardo en mi barriga. Si me troncho de risa por dentro tengo que sujetármela porque es como si toda la risa estuviera cabalgando sobre un caballo desbocado.

Después de un tiempo así, mi padre pone cara de dolor y comienza a sujetarse la barriga y mi madre pone la misma cara pero, en cambio, ella prefiere sujetarse la cabeza.



Yo no le pregunto a Marta si trae bocadillos de mortadela en su mochila porque mi madre me ha dicho que tengo que esperar a que me lo diga, igual que ella hace con papá: esperar. Pero la madre de Marta no le tiene prohibido que me pregunte si me estoy riendo por dentro. Y ella lo hace a menudo. Y cuando le digo que sí, comienza a reírse a carcajadas, por dentro y por fuera, porque dice que tengo una risa interior muy contagiosa.

sábado, 13 de agosto de 2011

Una "pedrá" en la cabeza



Cada mañana era un suplicio. No quería ir a clase, pero mi madre se mostraba inflexible. “Hay que ir”. “Es que me duele…”, intentaba excusarme. “Hay que ir”, insistía sin contemplaciones. Un besito de despedida traducible por: “Ya vale de quejarse”, y a salir pitando. Es un decir. Yo salía mascullando mi desgracia, más bien.

Una noche me decidí a contarle a mi padre, que era el solucionador oficial de nuestro hogar, lo que me pasaba con otro niño en el cole: “Lo que tienes que hacer es darle una pedrá en la cabeza”, dijo convencido. Muchos años después, recordé nítidamente aquella escena al escuchar a Clara prescribirme la solución a mis quejas de sobremesa: “Cógelo por el cuello y le das dos tortas. Verás como ya no te grita más delante de los demás compañeros”

En el entorno en que se crió mi padre era fácil encontrar una piedra, pero en las calles de la ciudad lo más parecido a un guijarro son los terruños arcillosos de los maceteros públicos. Aunque pensé que aquello podría no ser igual de disuasorio, escogí uno prieto y consistente. Me detuve, no obstante, a atarme bien fuerte las John Smith, porque intuía que después de la incursión militar tendría que salir, esta vez sí, pitando cuanto antes del lugar de los hechos.

Cuando tienes a alguien tan resolutivo a tu lado, te vas olvidando de seguir tus propios criterios. Es como si dar órdenes sin acompañarlas de razonamiento o argumento alguno, le diera un halo de seguridad y certeza. Y Clara es así. A mí me ahorra mucho quebradero de cabeza. “¿Qué vamos a comer mañana?”. “Lentejas”. No necesita ni medio segundo para decidir. En el trayecto a la oficina iba totalmente concentrado en la acción. Sabía que iba a suceder de nuevo. Porque soy un patoso y porque López es un tirano. Sólo que ahora, en lugar de con rumiaciones que acaban horadando el colon, se encontrará con mi mano cruzándole su tensa y asquerosa cara.

Nada más llegar a la calle del colegio, cuando ya veía a los niños jugando en la puerta, casi adormilados aún, busqué con la mirada a Rafa. Estaba con su grupo de lameculos, riéndose, posiblemente de lo que me iban a hacer a mí en el recreo. Antes de armar el brazo, estuve tentado de avisarle gritando su nombre No quería ser acusado de vil traicionero, pero el miedo comenzaba a hacer mella en mi decisión, así que le lancé el pegote con toda la fuerza que reuní, pero con la puntería que puede tener un niño que lo único que ha lanzado en su vida ha sido una goma de borrar desde un pupitre a otro. Mi padre seguramente cazaba pájaros a pedradas en su infancia y daría por hecho que si no heredé su coraje y determinación, al menos sí su puntería Davidiníaca.

Apenas escuché el impacto del barro sobre el cuerpo de José Luis, el principal pelota baboso de la corte de Rafa, la película que había imaginado se desmoronó de golpe. Fue suficiente ver el dedo de los niños señalándome para comprender que si antes me pegaban sin razón, ahora probablemente serían condecorados por ello. Corrí con la vana esperanza de que durante la carrera Rafa y compañía se dieran cuenta de que aunque esta vez había fallado, la próxima podría ser letal. Ni la distancia, ni las esquinas de las calles hacían mella en mi velocidad. Pero a los otros los guiaba el hambre de venganza y, como decía mi padre: “Cuando tienes hambre no hay nada que te detenga”.

- ¿Has acabado ya con ese capullo? – me preguntó Clara nada más verme entrar en casa.

- Sí – le mentí – creo que esta noche tendrá pesadillas conmigo.


martes, 2 de agosto de 2011

Heridas para después de una batalla



FRAN

El policía se detiene ante mí blandiendo su porra y en el último momento, antes de descargarla, intuyo que me mira a través de sus gafas oscuras atenuadas tras la visera del casco. Al fondo de esas capas de cebolla que lo distancian de lo que le rodea, el policía me tweetea con un grito aleccionador.

- ¡Vete a cuidar a tu madre, niñato!

No llego a tiempo de protegerme la cara con las manos. La porra tiene un corte a lo largo que la hace aún más siniestra. Caigo hacia atrás. Un remolino de manos me asisten e intentan distanciarme de los señores uniformados. La incomprensión me turba más que el dolor. "¡Está sangrando, necesita que lo atiendan!" En ese momento tomo conciencia del líquido templado sobre mi frente. Me levanto y me acerco al policía.

- ¿Por qué? - le pregunto.

- ¡¡¡No hay café para tanta lechera!!!

Desde el fondo del coro que lucha con sus voces contra la descarga, emerge un grito con mi nombre. Reconozco la voz de Pedro. Antes de que me empujen al furgón giro la cabeza y lo veo en medio del tumulto llamándome, casi ajeno a lo que le rodea. El antidisturbios me empuja dentro del furgón. En el interior, otras caras de incredulidad, indignación y dolor.

PEDRO

¿Por qué ha tenido que encararse? Es tonto, se lo dije a Ana. Fran debería resguardarse. No sabe lo que es esto. Maldito inconsciente. ¿Y tú?, me preguntó ella, ¿te quedarás en un segundo plano? ¿te ampararás en otras espaldas?. No, yo ya sé cómo manejarme, pero Fran… Fran ha visto demasiadas veces la película “Gandhi” y muy pocas “Un día de furia”. Le entrarán ganas de ponerle una margarita en el casco a cada antidisturbio.

Corro hacia el lugar de la asamblea en la que dejé a Ana. Esto es ya una batalla, pero esta vez estamos más preparados. Sol está ya más allá de Sol, cualquier plaza es Sol, cualquier ciudad es Sol, lo imagino y me da fuerzas para seguir. Algunos plantean alternativas para recuperar la plaza, desgastar a los antidisturbios, desplazarnos, utilizar todos los espacios. Ana es una estratega. La seguiría a cualquier parte. Desgraciadamente, ella seguiría a cualquier parte a Fran. Hoy lo he visto claro. Habla de él de la misma forma en que yo pienso en ella. Casi envidio ese golpe que ha recibido Fran. Poder sumirme en otro dolor más soportable que al que ahora me veo abocado.

Ana está sentada, escucha hablar a otro compañero. Lo oigo comentar la soflama de un dirigente del PP amenazando con llamar a la movilización a sus afiliados. Me acerco a ella y le pongo la mano en el hombro para avisarla. Se vuelve con una sonrisa, con esa sonrisa que te lo da y te lo quita todo.

- Hablan como si tuvieran un ejército de zombies, como si sus militantes no sufrieran las mismas consecuencias que nosotros, como…
- Fran – le digo, interrumpiéndola.

Se pone en pie de un salto. Me pregunto si habría reaccionado igual si hubiera sido yo. No.

- Se lo acaban de llevar. Un policía le ha dado un golpe, lo he visto sangrando por la frente. Luego lo han metido en un furgón. Le podrías preguntar a tu padre…
- ¿Mi padre? – me grita – ¡¡mi padre está de servicio.!!. Tengo que enterarme en qué comisaría está. ¿Lo has llamado?
- No. He salido corriendo a avisarte. ¿Qué hacemos?
- Tú sigue aquí. Déjame la moto. Lo buscaré.

ANA

Mi padre dice que a todos los indeseables los llevan a Arganzuela.

- ¿A mí me llevarás a Arganzuela alguna vez, papá?
- Procura que no te vea en el sitio que no tienes que estar.

Tengo que rodear Gran Vía, las lecheras tienen cortado todo el centro. Creen que así nos impedirán organizarnos. No importa, ellos tienen horarios, nosotros no. Fran. ¡Dios, pobre! ¿Creerá que esto es tan necesario como lo creo yo? A mi madre le gustará este chico. Es posible que hasta a mi padre. Bueno, eso me da igual. Si por él fuera mis amigos tendrían que hacer una genuflexión antes de entrar en casa. ¿Cómo nos hemos distanciado de esta manera?. Está tan atrincherado. No deja que le explique lo que hacemos. No sé si teme que me hagan daño, o simplemente cree que estamos locos, que vamos a crear un monstruo. Se llevó un mes sin hablarme por lo de la acampada. ¿Cómo puede un padre permitirse eso? ¿acaso él no ve cómo está todo?

Me hubiera gustado destrozarle completamente esa maldita porra. "¡Estás loca!", me dijo cuando vio el corte. “No me esperéis para cenar, vamos a tener unos días movidos, gracias a tus amiguitos”, avisó. Ya con las gafas puestas se me quedó mirando:

-En vez de salir, esta vez lo que tienes que hacer es quedarte en casa cuidando a tu madre, niñata.